ARTE DE PRUDENCIA: LA NECESIDAD ANTES QUE LA GRATITUD (1969)
- Rosario Castellanos Figueroa

- 25 oct
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No es sólo por estos tiempos que corren, tan cargados de presagios y de avisos ominosos, que precisa andar con cautela. Es que mientras convivamos en sociedad y alternemos con otros hombres hemos de vigilar nuestra conducta para no tropezar ni caer en los lazos que nos tienden los ajenos intereses y las propias torpezas. Es conveniente no precipitarse ni en el juicio ni en los actos; sopesar los acontecimientos, interpretar los augurios, “a tiempo amar y desamar a tiempo”, como dice el poeta Renato Leduc.
¿Pero es posible ejecutar tantas y tan delicadas operaciones teniendo como guía únicamente el buen sentido que nos dotó la Naturaleza, la limitada experiencia individual, la intuición que es de fiar pero hasta cierto punto y no del todo? ¿Por qué no recurrir a quienes han atravesado antes por esa coyuntura y aventura que es la vida y han recogido sus meditaciones en un libro que legaron a la posteridad, esa posteridad que está constituida precisamente por nosotros? Así nos beneficiamos de la sabiduría ajena y contribuimos para que el sabio alcance su plenitud de su misión que era aleccionar. Demos paso, pues, a Baltasar Gracián, el jesuita español del siglo XVII de quien declaró Schopenhauer –su traductor al alemán− que era su escritor favorito.
Contemplaremos cada día ejemplos de ingratitud. Los recibimos y los damos. Pero no por repetirlos dejan de escandalizarnos y cuando el sujeto paciente nos es alguien muy próximo o lo somos nosotros mismos, entonces al escándalo unimos el dolor y su desahogo: sarcasmos, rasgarse de vestiduras, crujir de dientes.
Es que no hemos aprendido nada (por distracción, por mala fe, por conservar un estado de ánimo placentero) de la naturaleza humana y la quisiéramos mejor para mejor desenvolvernos y expandirnos, sin resistencias de los otros, sin presiones de los otros que, a su vez, buscan la expansión. La quisiéramos mejor pero cuando tenemos oportunidad de elevarnos un codo sobre nuestra estatura, la desperdiciamos; encontramos siempre argumentos para posponer los propósitos de buena conducta cuando no para violar las reglas, para no obedecer los mandatos morales, para justificar nuestros abusos y atropellos.
Los lazos que nos ligan a los demás de manera más firme (ya deberíamos de haberlos aprendido) no son los del afecto, no son los de la presencia en nuestra atención de los favores que se nos han dispensado. Son, estrictamente, los de la necesidad. Mientras permanecemos menesterosos la lealtad no nos es una empresa imposible, ni siquiera difícil, el apego parece espontáneo y no se duda sobre la constancia.
Por eso el sagaz, afirma, Gracián, más quiere necesitados de sí que agradecidos. Es robarle a la esperanza cortés del agradecimiento villano, que lo que aquella es memoriosa, es éste olvidadizo. Más se saca de la dependencia que de la cortesía: vuelve luego las espadas a la fuente el satisfecho y la naranja exprimida cae del oro al lodo. Acabada la dependencia acaba la correspondencia y con ella la estimación.
“Sea lición, y de prima en experiencia, entretenerla no satisfacerla, conservando siempre en necesidad de sí, aun al coronado patrón. Pero no ha de llegarle al exceso de callar para que yerre, ni hacer incurable el daño ajeno por el provecho propio.”
La dependencia, como vemos aquí, no radica en la humildad de la condición ni de los quehaceres que se desempeñan, sino al contrario. Es indispensable el siervo, instrumento de la voluntad del amo, sin el cual esa voluntad no se transforma de potencia en acto. El príncipe, por ser más alto resulta más débil. Su sagacidad ha de consistir en otras maneras de comportamiento. La más inmediatamente urgente es la de rodearse de personas de quienes pueda tomar enseñanza, de hacerse asistir por discretos, de contar con ingenios auxiliares.
Felicidad de poderosos es acompañarse de valientes de entendimiento que le saquen de todo ignorante aprieto, que le riñan las pendencias de la dificultad. Singular grandeza servirse de sabios “pero el que no pudiere alcanzar tener la sabiduría en servidumbre, lógrela en familiaridad”.
¿Qué aconsejarían al príncipe los doctores en prudencia? Obrar bien, desde luego, vigilar que la justicia reine entre los súbditos, responder con clemencia y largueza a las impetraciones de los desvalidos. Quien tal cumple cree haber cumplido con creces su obligación y duerme sobre ese laurel. Y se equivoca tal vez más que el malhechor, que el injusto y que el mezquino porque éste es consciente de sus yerros y defectos.
No basta la sustancia, apunta Gracián, requiérese también la circunstancia. “Todo lo gasta un mal modo, hasta la justicia y razón; el bueno todo lo suple: dora el no, endulza la verdad y afeita la misma vejez. Tiene gran parte en las cosas el cómo y es tahúr de los gustos el modillo. Un ‘bel’ portarse es la gala del vivir.”
Dar, para los grandes, es apenas el movimiento que mejor concuerda con su propia esencia. Pero dar con gracia, sin alardes, procurando que el que recibe la dádiva ni siquiera lo advierta, ésa es una suprema generosidad.
He aquí la fórmula para el equilibrio de las colectividades en las que el hombre se agrupa ya que, por ser un animal político, no logra alcanzar sus fines, ni suplir sus deficiencias ni desarrollar por entero su capacidad si no se auxilia de los otros, se complementa en la compañía, se consume en la asociación.
Al individuo llano corresponde la eficiencia, la utilidad, puesto que nadie habrá de requerirlo ni de querer conservarlo por otros méritos que no sean los de cumplir, a gusto de los demás, una función determinada. Y cumplirla con celo pero sin exceso, que podría resultar inoportuno y odioso. Las virtudes que se vuelven locas, dice Chesterton, han hecho más daño a la Humanidad que todos los vicios juntos.
A aquél sobre quien recae la responsabilidad del mando compete enterarse, por labios de los más autorizados, de lo que sucede a su alrededor. “Hombre sin noticias, mundo a oscuras.” Porque el que manda ha de actuar y su acción ha de reunir dos condiciones: la reflexión previa y la exquisitez del tacto. La recompensa al tributo que le rinden sus súbditos la otorga el príncipe cuando se determina con una rectitud a la que la suavidad no hace más que añadir fortaleza y perseverancia.
Excélsior, 25 de enero de 1969, pp. 6A, 8A.




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