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JERARCOLOGÍA, NOVÍSIMA CIENCIA: CUESTIONES DE INCOMPETENCIA (1970)

  • Foto del escritor: Rosario Castellanos Figueroa
    Rosario Castellanos Figueroa
  • 22 nov
  • 5 Min. de lectura

El mundo está lleno de cosas mal hechas. Desde la aguja que no se deja enhebrar (porque, contrariamente a lo que indica su nombre, no tiene agujero) hasta la locomotora animada por un deseo inaplazable de encontrar otra locomotora gemela para telescopiarse con ella.

 

Pasando por la llave de agua que dice caliente y brota fría y viceversa y por la llave de agua que no dice ni caliente ni fría y gotea toda la noche y gorgoritea y da largos gemidos para quejarse de la sequedad de sus entrañas. Y el par de medias que se rompe a la primera puesta. Y el reloj automático que no camina y la budinera refractaria que se cuartea con el calor y la iglesia cuya bóveda se desploma sobre la multitud que asiste a festejar su inauguración.

 

El mundo está lleno de acciones mal hechas. Desde la cajera del banco que no sabe contar el dinero hasta el orador que ocupa la tribuna para pronunciar elocuente discurso e ignora la ocasión que se celebra, el nombre del homenajeado y la fecha memorable.

 

Desde la enfermera que se equivoca entre el azúcar y la sal y prepara biberones mortales para los recién nacidos hasta el científico que no saca bien los cálculos y el cohete interplanetario estalla antes de elevarse. Desde la secretaria que trastrueca los sobre de correspondencia hasta el cartero que la deposita en una falsa dirección.

 

Y no hablemos del “cácaro” que altera el orden de los rollos de la película haciéndonos creer por un momento que asistimos a un cine de arte y no a la proyección de una modesta cinta comercial. Ni del encargado de los efectos de sonido que hace galopar caballos en el momento en que el muchacho es recompensado de sus hazañas con un tierno beso de la muchacha. Ni –la lista es inagotable pero vamos a suspenderla aquí− del mesero que sirve las enchiladas al cliente que pidió chilaquiles.

 

Bueno, ¿y qué? Todo esto por sabido se calla, por obvio se desatiende. Constituye nuestro ambiente natural y nuestra experiencia diaria: se llama incompetencia. Entonces ¿por qué no suponer que obedece a las leyes? Ésta fue la idea que se le ocurrió al padre Laurence T. Peter, profesor de la Universidad de California quien, junto con el periodista Raymond Hull, acaba de publicar un libro –El principio de Peter−en el que se trata de fundar una nueva ciencia que explique fenómenos tan frecuentes y universales. La nueva ciencia es la jerarcología.

 

En cuanto dos hombres se reúnen se establece entre ellos una relación jerárquica. Uno, apoyado en la fuerza, en el prestigio moral, en el conocimiento, en la edad o en la costumbre, ocupa el lugar de preferencia y el otro se le subordina.

 

Su ambición será, a partir de entonces, no permanecer en un sitio sino alcanzar el sitio del otro. Esa ambición casi siempre es coronada por el éxito y es allí precisamente donde comienza el desastre porque, según reza el principio de Peter, “en una jerarquía todo individuo tiende a elevarse por encima de su nivel de incompetencia”.

 

Lo que, desarrollado en sus últimos extremos, produce este corolario: “con el tiempo todo puesto será ocupado por un individuo incapaz de asumir la responsabilidad”.

 

¿Por qué ? Porque quien decide el ascenso no es el público sino el superior jerárquico. Y éste, o ya rebasó su nivel de incompetencia y se siente en peligro si se rodea de personas capaces o tiende a juzgar por méritos puramente aparentes: la puntualidad, el apego a las reglas, la falta absoluta de iniciativa e inventiva, el conformismo.

 

Mientras más alto es un puesto mayores serán las responsabilidades y menores las posibilidades de que lo desempeñe alguien que no haya rebasado, desde muchos escalones atrás, su nivel de incompetencia. No hay que preguntarse qué hacer para evitar que esto suceda porque el principio de Peter tiene una aplicación tan absoluta como la ley de gravedad sobre la caída de los cuerpos. Lo que hay que preguntarse es qué se puede hacer para evitar que el que haya ascendido hasta la cumbre no desencadene catástrofes demasiado catastróficas.

 

A veces las medidas que se toman son heroicas como en el ejemplo que cita el mismo Peter de una dependencia gubernamental norteamericana en la que todo el personal, compuesto de ochenta y dos miembros, fue transferido a otra dependencia, dejando solo al director, sin nada que hacer y nadie a quien mandar y con un sueldo de 16 000 dólares al año.

 

Pero casi nunca es preciso llegar a estos límites. El peligro se conjura desde antes por medio de una maniobra que Peter llama “de la sublimación percuciente” que consiste en una seudopromoción en la que alguien pasa de un rango improductivo pero inocuo a otro rango tan improductivo pero también tan inocuo como el anterior.

 

Todo es asunto de sueldo pero fundamentalmente de nombres y a veces únicamente de nombres como en el “arabesco lateral” en el que, digamos, a los directores de sucursales de una empresa se les da el título de vicepresidentes regionales, lo que deja satisfecha su imaginación. ¿Y cuál es, de todas las potencias, la que más se satisface con los honores sino “la loca de la casa”?

 

Pero si bien el caso de la competencia en la cumbre es raro. Peter admite que no es imposible. Cuenta las fábulas que en alguna edad dorada al emperador le sentaba el traje de emperador. Pero, ay, la fábula no registra cuánto tiempo se prolongó esta situación tan idílica. Porque dos fuerzas trabajan de consuno para cambiarla.

 

Una es la de los subordinados que necesitan que se despeje el campo para que se realicen nuevos acomodos y otra es la voluntad del “competente en la cumbre” que, como Alejandro Magno, no teniendo ya universos que conquistar en una rama específica de la jerarquía se desplaza a otra; Peter cita el caso de Macbeth, jefe militar de éxito que se convierte en pésimo rey. Y el de Sócrates, tan buen filósofo como mal abogado, tanto que por ello perdió su causa y su vida.

 

Pero nosotros podríamos añadir un nutrido ramillete de folclor latinoamericano. El campeón de box que se vuelve cantante; el futbolista que aspira a consagrarse como astro del cine; el aguerrido general que hace el ridículo representando a su país en las cancillerías; el distinguido novelista al que se le encomienda la tarea de delimitar zonas fronterizas; al ingeniero presidiendo una comisión jurídica; al escritor metido a crítico; a la que cambia el metate por el micrófono.

 

El lugar inadecuado, para el hombre inadecuado en el momento inadecuado. Tal es la norma que rige las jerarquías. Y recordemos que para las jerarquías nada humano es ajeno. ¿Ahora se explica usted por qué estamos como estamos? Pero, se preguntará usted: ¿es que no hay excepciones? Claro. Aparte de usted y yo, las que sirven estrictamente para confirmar la regla.

 

Excélsior, 14 de marzo de 1970, pp. 6A 8A.

 
 
 

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