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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

Bar-Mitzba: ceremonia de iniciación (1973)

Tel Aviv—Estos últimos tiempos han sido de perplejidad. ¿Qué contarle? ¿Mi cena con la baronesa de Rothschild —rama francesa— o mi asistencia al Bar-Mitzva de uno de los nietos de Israel Maya, el chofer de la embajada?

Consideré este asunto desde diversos ángulos. El primero, ya puede suponerlo usted, tenía que ser literario. ¿Poseo acaso el estilo de un Proust y la luz interior de un San Agustín (como quería Maritain) para describir el mundo de la aristocracia? ¿Resultaría verosímil mi descripción de este mundo hecha desde un país —Israel— en el que uno puede ser santo, héroe, profeta, genio, loco pero nunca esnob, dirigida a otro país —México—en el que hasta un título universitario (con todo y las devaluaciones periódicas que sufre) es tomado más en serio que un título de nobleza?

Por otra parte, ¿disponía yo de los medios de un Flaubert para pintar las alegrías con los corazones sencillos?¿La gracia de un Pérez Galdós para dar la rumbosa celebración que conserva tanto aún del garbo de España la categoría que merece? ¿La mirada de amor y de ironía, el lenguaje de las flores de García Lorca?

No. En el primer caso no. En el segundo caso no. Había que examinar el problema desde el punto de vista político. Al preferir la cena de los Rothschild al Bar-Mitzva del nieto de Israel Maya ¿no estaba haciendo el juego a la élite, a los happy few, a la mafia?

Al escoger el Bar-Mitzva del nieto de Israel Maya a la cena de los Rothschild ¿no estaba adoptando esa fácil actitud demagógica del que estrecha la mano callosa del campesino en el instante preciso en que se aprieta el botón de la cámara fotográfica?

Esta angustia de elegir, que diría Sartre, se fue atemperando gracias a unas circunstancias. Traté de recordar, para mi consuelo interno, cómo había sido la cena con la baronesa Rothschild y descubrí que tenía poco paño de dónde cortar. Por lo pronto fue una invitación telefónica hecha a la secretaria con la advertencia de que no nos llegaría ninguna confirmación por escrito.

Las discretas pero no por ello menos insistentes insinuaciones del personal de la embajada me hicieron comprender que para una ocasión semejante yo tenía que sacar a relucir lo mejor del cofre y después de ponerme hasta la mano del metate nos lanzamos, Israel y yo, por el camino de Swann hasta un callejón sin salida.

Con una linterna sorda descubrimos una suntuosa residencia que no revelaba al exterior ni el menor signo de estar habitada. Ya me sentía yo víctima de una broma pesada del enemigo cuando veo al embajador de Argentina y a su esposa en el mismo trance que yo. Animados por la pluralidad tocamos un timbre que hizo brotar, ipso facto, a un mayordomo, prender simultáneamente todas las luces del jardín y dar paso libre a cinco perros, cinco.

Usted no ignora que los perros y yo pertenecemos a signos astrológicos contrarios. Y yo he tenido múltiples ocasiones de comprobar que el instinto infalible del mejor amigo del hombre funciona más o menos con la eficacia de la intuición femenina. Es decir, que es uno de los grandes mitos con los que se han mantenido engañada y enajenada a la humanidad hasta hoy.

Si no fuera así ¿cómo iba a ocurrírseles a esos cinco canes infectos que su alma gemela era yo? Se lanzaron sobre mí simultáneamente y ya no recuerdo con claridad cuál fue el medio de locomoción gracias al cual tuve acceso a la casa en la que habla… otro perro más.

De allí en adelante yo no tengo más que la noción de haber entrado en una especie de catalepsia en la que me reduje a segregar la adrenalina necesaria como para que unos animales, en pleno uso de sus facultades, sintieran excitada su furia y me devoraran. No lo hicieron. Se conformaron con despojarme del maquillaje a lengüetazos. Parece que la ingestión de tales sustancias tóxicas produjo el efecto deseado porque se retiraron. Por desgracia era ya demasiado tarde. Las once y media de la noche. Hora de despedirse.

¿Se puede contar esto? Claro que no. Primero porque yo sé que mi crédito anda flotante como algunas monedas extranjeras. Y lo que me ocurrió parece como muy estrafalario. Y luego ¡qué frustración! ¿Cuántas oportunidades voy a tener en lo que me resta de vida de alternar con baronesas? Como que no tantas como para andarlas desperdiciando del modo que lo hice. Me compré un manual sobre cómo ganar amigos e influir sobre los demás (incluyendo los animales domésticos); pero mientras adquiero práctica y tengo éxito pasa el tiempo y el artículo urge y…

A estas alturas ya usted ha de saber que yo no doy paso sin huarache. ¿Por qué me apresuré a presentarle a Israel Maya sino porque desde las profundidades de mi subconsciente yo ya había decidido contarle lo del Bar-Mitzva de su nieto?

Ay, fue una fiesta preciosa. La inmensa familia sefardí congregada en torno de un niño de trece años que después de dar muestra de su conocimiento de los libros sagrados es recibido por el grupo como un hombre.

¿No es para regocijarse? Allí estábamos celebrándolo con un derroche de viandas, con una abundancia de vinos, de frutas, de flores. ¡Cuánta luz! Y la música…

La insistencia sensual de la melodía; la repetición que va desarrollándose en forma de espiral, de los temas. Estamos en Oriente, sí, es obvio. Los árabes que han asistido al convivio vienen con sus trajes de gala. Y como su religión les prohíbe ingerir alcohol piden que sólo dejen en sus mesas las botellas de jugos y de refrescos.

De pronto ¿qué ocurre? Un niño de cuatro, de cinco años ha ido (sin que nadie lo presione sino como si respondiera obedientemente a un llamado) a colocarse frente a la orquesta y ha comenzado a bailar. Ondula, gira, se ciñe al ritmo que evoca los jardines umbrosos de Granada, los cielos abiertos de Salónica, las callejuelas laberínticas de Estambul.

Hay en esta ceremonia un instante privilegiado en el que se equilibran la gracia del que baila y el respeto de los que contemplan. Pero de inmediato ese equilibrio se rompe para dar paso al entusiasmo. Las mujeres bendicen en voz alta a la criatura y a quien le dio la vida; los hombres besan una moneda y la colocan en la frente del bailarín.

Y el niño continúa, bajo una lluvia de billetes y de plausos, remoto, inaccesible a los ruidos de afuera, huésped milagroso de ese universo exquisito en el que todos están presentes: los que se transformaron de polvo en memoria; los que se fueron llevando la llave de la casa como una promesa de retorno; los que están impacientes por nacer y participar y los que van llegando y vienen “por los hondos caminos de la guitarra”.

Cuando el instante privilegiado termina yo recobro bruscamente la conciencia. Sólo para advertir “que me ha abundado el alma hasta salirme a los ojos” y que tengo la cara mojada de lágrimas.


Excélsior, 9 de marzo de 1973, pp. 6A, 8A.



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