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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

CASANDRA DE HUARACHE: LA LIBERACIÓN DE LA MUJER, AQUÍ (1970)

La marcha, organizada por las mujeres norteamericanas, para conmemorar el quincuagésimo aniversario de la proclamación de su derecho al voto y para exigir que esta igualdad cívica se complemente con la igualdad de trato en todos los niveles de la convivencia humana, se llevó a cabo en la fecha y en los sitios programados y con la participación de un número de personas que sobrepasó por mucho los más optimistas cálculos de sus promotoras.

La marcha, ya ustedes están enterados, no constituyó su expresión única de descontento sino que estuvo acompañada de una huelga de trabajos domésticos (esos trabajos tan sui géneris, tan peculiares que sólo se notan cuando no se hacen, esos trabajos tan fuera de todas las leyes económicas, que no se retribuyen con una tarifa determinada o que se retribuyen con el simple alojamiento, alimentación y vestido de quien los cumple; esos trabajos que, como ciertas torturas refinadísimas que se aplican en cárceles infames, se destruyen apenas han concluido de realizarse), de una serie de actos simbólicos como el arrojar prendas de ropa a los botes de basura lo mismo que productos que se anuncian como embellecedores y que, si lo son, es asunto que puede ponerse en tela de juicio;  pero de lo que no puede dudarse es que su adquisición  nos despoja de nuestro dinero y su aplicación de nuestro tiempo; de una serie de actos violentos como el apedrear expendios de revistas que han convertido a la mujer en un mero objeto sexual o el irrumpir por la fuerza, los recintos exclusivamente reservados para los hombres, como algunos bares que ostentaban en sus puertas esa misma advertencia que se ostenta en el club de Toby y sus amigos, los amigos de La Pequeña Lulú: “No se admiten mujeres”.

A mí, naturalmente, ajonjolí de todos los moles pero especialmente de este tipo de moles, me ha interesado seguir el proceso que está desarrollándose y me he divertido muchísimo con la reacción de las antifeministas que no han encontrado argumento mejor que esgrimir para encontrar satisfactoria su situación en el mundo actual que recordar un hecho que, si aconteció, aconteció hace miles de años: el hecho de que el hombre, según estas peregrinas pensadoras, tuvo la generosidad de ceder una de sus costillas para que las mujeres fuéramos creadas.

En primer lugar, nadie le estaba pidiendo su consentimiento para llevar a cabo tal operación. En segundo, cuando esta operación tuvo efecto el hombre se encontraba en estado de inconsciencia completa a tal punto que, cuando despertó, se llevó la sorpresa del siglo y de los siglos al encontrar junto a sí a esa criatura seductora que, con el tiempo, le incitará a salir del Paraíso.

Esa criatura que no cesa de golpearse el pecho en actitud de arrepentimiento por tal error pero que guarda, en ese mismo pecho lacerado por el mea culpa, la llama inextinguible de la gratitud a quien le dio el ser. Y el ser como es, además, que, por lo visto, no podía nunca ser mejor.

Pero esta discusión es bizantina, como ustedes ya se habrán dado cuenta, así que tenemos que abandonarla porque Bizancio no está de moda. Y pasemos a otro punto que a mí me parece más significativo que los que se han mencionado: la repercusión que estos hechos ha tenido en quienes actúan como portavoces de la opinión pública en México.

Desde luego ha habido comentarios. Y, desde luego también, la gama de estos comentarios ha sido previsible. Desde el choteo burdo y aun los juegos de palabras procaces hasta el desgarramiento de las vestiduras ante este nuevo signo apocalíptico que anuncia la decadencia y quizá la muerte de nuestra cultura y de nuestra civilización.

Desde el ¡bravo, bravo!, ¡viva, viva! de alguna congénere entusiasmada hasta la simpatía de algún miembro del sexo hoy más que nunca opuesto, simpatía que yo aplaudo como heroica porque sé la cantidad y calidad de resistencias interiores que tiene que superar para manifestarse reconociendo un hecho objetivo. Desde el repudio irracional hasta esa condescendiente benevolencia con que se observan los vanos esfuerzos que hacen los cuadrúpedos para mantenerse el mayor tiempo posible en sólo dos pies.

Los comentarios han sido de dulce, de chile y de manteca. Pero todos (excepto uno en el que nos detendremos después) tienen una característica común: todos se refieren a este movimiento de la liberación de la mujer en los Estados Unidos como si estuviera ocurriendo en el más remoto de los países o entre los más exóticos e incomprensibles de los habitantes del menos explorado de los planetas. Esto es como si lo que está aconteciendo del otro lado del Bravo no nos concerniera en absoluto.

Es normal que tomemos esta actitud cuando nos referimos a los negros, a los chicanos, a la guerra de Vietnam. Nuestras condiciones son absolutamente distintas y ese tipo de problemas no se presenta entre nosotros. Pero el de las mujeres…

No falta quien, cuando echa una mirada hacia aquel lado y enumera la lucha por la emancipación que cada minoría está emprendiendo y sosteniendo, añade, al repertorio, este nuevo núcleo de combatientes. Y si lo relaciona con México es sólo para aconsejar a nuestros políticos que se aprovechen del embrollo generalizado más allá de nuestras fronteras para sacar algunas ventajas.  Ya que el coloso está mostrando sus pies de barro pues a ver si somos tan listos y vendemos a mejor precio nuestro jitomate. Lo cual está muy bien. Pero no es suficiente.

Porque ocurre que, como dice Samuel Ramos, somos seres miméticos por excelencia. Y si hemos imitado todo lo demás, ¿por qué no hemos de imitar este movimiento? ¿Es que no hay mujeres entre nosotros? ¿Es que el sahumerio de la abnegación las ha atarantado de tal manera que no se dan cuenta de cuáles son sus condiciones de vida?

¿Es así como con la aparición de la Virgen de Guadalupe no se hizo nada semejante con otras naciones, aquí la naturaleza femenina es de tal índole que ha logrado la satisfacción de todas sus necesidades y la plenitud de todas sus potencialidades en la sociedad tal como está organizada actualmente? ¿Es que la dosis de su paciencia está garantizada para no agotarse jamás? ¿Es que son tan sensibles al ridículo que prefieren la abyección?

A mí no me gusta hacerla de profetisa pero ésta es una ocasión en que se antoja fungir como tal. (Aparte de que la profecía es uno de los pocos oficios que se consideran propios para señoras histéricas como su segura servidora.) Y yo les advierto que las mujeres mexicanas estamos echando vidrio acerca de lo que hacen nuestras primas y estamos llevando un apunte para cuando sea necesario. Quizá no ahora ni mañana. Porque el ser un parásito (que es eso lo que somos, más que unas víctimas) no deja de tener sus encantos. Pero cuando el desarrollo industrial del país nos obligue a emplearnos en fábricas y oficinas, y a atender la casa y los niños y la apariencia y la vida social y, etcétera, etcétera, etcétera, entonces nos llegará la lumbre a los pasajeros. Cuando desaparezca la última criada, el colchoncito en que ahora reposa nuestra conformidad, aparecerá la primera rebelde furibunda.


Excélsior, 5 de septiembre de 1970, pp. 6A, 9A.

 

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