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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

COSTUMBRES MEXICANAS (1964)

No sería capaz de formularlo aún. En primer lugar son observaciones casuales y luego me detiene la consideración de que se trata de un asunto sin importancia: una tentativa de convivencia. ¿Puede darse algo más vulgar, algo que más naturalmente hagan todos, desde el momento en que nacen y se injertan en una familia y después en un grupo social y luego en un matrimonio?

Este último es el problema. Porque se trata de elegir a la pareja adecuada, a aquella a la que no tenemos jurar una fidelidad y un apego eternos.

He dicho elegir y creo que si quiero ser exacta he de cambiar el verbo. Porque, en este país al menos, las mujeres no elegimos. Nos sentamos pasivamente a esperar que un hombre vuelva sus ojos hasta el rincón que nuestra modestia nos depara y descubra las cualidades maravillosas que nos adornas. Lo demás está previsto y sujeto a reglas bastante rigurosas. Los pasos progresivos de la aproximación del macho, nuestra esquivez convencional, nuestro disimulo del terror de perder esa oportunidad, porque nadie nos ha garantizado que se presentará otra. A veces, claro, la oportunidad es tan deleznable, que no nos queda más remedio que rechazarla. Pero, en general, nos conformamos con poco. Con alguien que tenga un trabajo estable, que alcance cierto índice de salud y cuya apariencia no sea decididamente repugnante.

Sus cualidades morales se reducen a que acepte que el casamiento es una institución válida con la que no se juega y que dentro de ella la esposa tiene un lugar y hay que dárselo. Pero, ¿cuál es el lugar? Eso ya depende de las circunstancias. Si los contrayentes —como de manera tan delicada dicen las crónicas sociales— son ricos, el lugar de la esposa puede ser el de un mueble decorativo que tiene la ventaja de que, además de poder ser mostrado a las visitas, puede ser transportado, para su lucimiento, a fiestas y reuniones. Se espera de ella que suprima cualquier acontecimiento capaz de deteriorar su figura y se le permite que dedique su tiempo restante a obras de beneficencia.

Como es un objeto que casi no tiene contacto con la realidad, no vamos a ocuparnos más de ella, sino de la esposa del empleado de su marido. Desde luego, también aspira y tiene la obligación de ser un elemento decorativo, sólo que cuenta con menos medios y tiempo, ya que desempeña todas las faenas domésticas y que, anualmente, alegra su hogar con la visita de la cigüeña. Es difícil, entre pañales y berridos, travesuras de los que ya son capaces de untar la crema carísima de mamá en el tapete y alarmantes silbatazos de la olla express conservar, ya no sólo la ecuanimidad, sino las características humanas. La señora va olvidando, paulatinamente, los más elementales principios de la civilización: no se peina, por ejemplo. Y el marido contempla, desde su aspecto impecable, a una mujer desgreñada, a su regreso de las rudas tareas burocráticas. ¿No es ése motivo suficiente para recurrir a los amigos y correr una parranda y contratar a los mariachis, para que ayuden a olvidar el fracaso? Si el marido tiene una mentalidad práctica (y dinero, naturalmente) instala una casa chica donde siempre lo espera, con los brazos abiertos y cubierta por una incitante negligé de nylon “la otra”. Esa otra cuya existencia principal radica en la mente de la esposa abandonada por pretextos clásicos: la junta con los dirigentes de la empresa que por motivos técnicos, cada vez se prolonga más; las cenas con los antiguos compañeros de colegio, que no tienen límite para llegar a su término; el viaje repentino a alguna sucursal del negocio, cuyas cuentas no están muy claras… en fin. Si la mujer, ay, has sido bendecida en la pila del bautismo por la falta de imaginación, tomará en serio los pretextos y ganará gracias arreglando con esmero la maleta o planchando la camisa especial o sacando, del baúl los tesoros, las mancuernas que pertenecieron a aquel tío que, si hubiera llevado una vida ordenada, los habría hecho millonarios al morir (como murió) soltero e intestado.

Pero las noches son largas y las mujeres tienen pocas diversiones a su alcance. Después de acostar a los niños y cancelarlos hasta el día siguiente, prenden la televisión. Allí se enteran vagamente de una intriga que se desarrolla en algún país exótico lleno de palmeras y nativos, donde un muchacho rubio reparte puñetazos, desbarata las maquinaciones de los malos y se queda con el botín y con la muchacha rubia.

La mujer bosteza. Cree que ha llegado el momento de dormir y se mete en la cama. Pero al apagar la luz la invade una sensación de malestar. El sueño no acude y, para pasar el rato, ¿qué mejor que la lectura de una de esas revistas especialmente hechas para las amas de casa? Prende la luz de nuevo, resuelve entre los periódicos hasta dar con lo que busca. Ahí está, en la portada, una joven seductora, con los ojos brillantes, los labios brillantes y el pelo educado por los mejores peinadores del mundo. La lectora lo observa como podría observar un condenado la visión de un ángel. Hojea, entre irritada y distraída, las páginas interiores. Pasteles a todo color, ¡a ella, que con tanto sacrificio ha renunciado a la cena con la esperanza de reducir aunque sea un centímetro de cintura! Modelos parisienses que ni su esbeltez ni su presupuesto le permitirían poseer. Pero, a estas altas horas nocturnas, está sola y puede soñar. Sí, ella pasea por las avenidas del bosque llevando por la cadena un perro; asiste a un coctel y a una recepción de gala y amanece, al día siguiente, sin el menor rastro de fatiga, derramando a su alrededor esa maravillosa bata de vela y revela los encantos que las maternidades sucesivas (¿cuáles?, las había olvidado) eclipsaron transitoriamente.

Señora, en este momento crítico, cierre la revista y duerma. Soñará sueños agradables e imposibles. Porque si usted da vuelta a la página encontrará su retrato. E irá reconociéndose, poco a poco. Las ausencias de su marido, señora, no son justificadas; las excusas son falsas. Porque usted ha descuidado su persona, usted, ante la alternativa de ser esposa o madre, ha elegido ser madre y ha abandonado al hombre a las innumerables tentaciones que lo cercan. Y eso, señora, se paga. Y usted está pagando. Pero no, no puede perder usted el gobierno de sus emociones. Los hombres se van, claro. Pero vuelven. Es una ley natural, tan invariable como la migración de las aves. ¡No eche a perder el retorno con una escena de llanto, celos o recriminaciones! Al contrario, exagere su dulzura y comprensión; preocúpese por mejorar su aspecto; ingéniese para que los niños parezcan no existir en las breves estancias de su esposo en el hogar. Un hogar agradable, acogedor y, sobre todo, legítimo. Porque usted, señora, provoca en su marido un profundo sentimiento de culpa, ya que lo obliga a hacer acciones indebidas. Y en cuanto a “la otra”, no le guarde rencor. Contra lo que usted supone, no está en un lecho de rosas. Su situación es equivoca y no ignora que, a la larga, ha de perder. Simple cuestión de tiempo. ¿Cuándo los placeres no han causado hastío? En cuanto a lo que usted concierne, esfuércese y ganará. Sí, señora. Ganará usted esta vez. Y otra. Y otra. Y otra. Su virtud cardinal es la paciencia y si la ejercita, será recompensada. A los noventa años, su marido será exclusivamente suyo (si es que ha sabido evadir los compromisos y usted ha tolerado sus travesuras). Le aseguramos que nadie le disputará el privilegio de amortajarlo.


Excélsior, 25 de enero de1964, pp. 6A, 8A.

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