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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

DORIS DANA O LA DEVOCIÓN AL GENIO (1963)

En 1945 una muchacha norteamericana, joven, sensible, de corazón arrebatado y generoso estaba colaborando en la organización de un homenaje al gran escritor Thomas Mann. Se le encomendó —por su conocimiento del español— la traducción al inglés del texto con el que Gabriela Mistral iba a participar en ese homenaje.

Doris Dana se aplicó la traducción con el cuidado, con la seriedad que pone en todos sus actos. Quería lograr la exactitud, difícil, porque Gabriela siempre usó un idioma rico en giros locales y en arcaísmos. De algunos términos no daba noticia el diccionario y otros habían sido tomados con un sentido peculiar. Para satisfacer sus escrúpulos Doris escribió una carta a Gabriela, residente a la sazón en un pequeño pueblo de California y universalmente famosa porque se le acaba de conceder el premio Nobel.

Esa carta es el principio de una larga historia que no termina aún. Doris recibió una respuesta amplia y llena de esa simpatía que en Gabriela parecía inagotable. No fueron necesarios más trámites para que la amistad quedara establecida. Se habló, entre ellas, de literatura, de personas, de planes de viaje. Y mientras llegaba el momento en que las dos interlocutoras a distancia pudieran reunirse, Dorios leía la obra de Gabriela, iba desentrañándola, iba pasmándose ante su riqueza emotiva, su fuerza de expresión y ese ímpetu casi salvaje con que se lanza a los abismos en que el hombre se encuentra, se reconoce y se rescata.

Por fin Doris fue de Nueva York a Santa Bárbara y encontró una mujer agobiada por la enfermedad y debatiéndose contra una serie de pequeños problemas domésticos que forzosamente tenían que obstruir su trabajo de creación.

Contemplar esta situación y decidir tomar parte en ella y remediarla parecen haber sido actos simultáneos. Si Doris tuvo un titubeo, si en cierto momento consideró las exigencias de su propio trabajo, si ponderó la renunciación de sus proyectos individuales, de eso no se guarda memoria. El hecho es que a partir de entonces Doris se convirtió en la Marta de aquella María que iba, iluminada e inerme, por los caminos del mundo.

La administración, la comprensión de la tarea de Gabriela estaba abocada a realizar hacía ligero el fardo de las labores cotidianas. Cuyo término final era dar a Gabriela su sitio necesario en la tierra, su casa. Algo que la resguardara del ruido de la multitud, de la curiosidad de los inoportunos, de la presencia de los cronófagos, como llamó Goethe a estos insaciables devoradores del tiempo de los grandes. Un lugar en que resplandeciera el orden, imagen del otro orden, trascendental, que el espíritu se esfuerza por asir. Que proporcionara el ámbito para la amistad, para la confianza, para la conversación. Que permitiera el descanso sin sobresaltos, el instante de recogimiento profundo.

Doris representó todo esto para Gabriela. Y también la delicadeza de ocultar el don que le regalaba y de estar siempre alegre, solícita. Y de ser prudente y no dar la compañía más que cuando la otra precisaba de ella. Y de eclipsarse cuando la soledad era el único aire que Gabriela era capaz de respirar.

Esta convivencia, hecha de equilibrios milagrosos, duró diez años, Doris siguió a Gabriela primero a México, donde tuvieron una larga estancia. Como la salud de Gabriela era todavía precaria y su corazón no soportaba la altura de la meseta se quedaron en Veracruz. Hasta allá iban las peregrinaciones de amigos de Gabriela para escuchar su palabra de sabiduría, para mirarla, como se miran esos monumentos cuya fragilidad no nos es desconocida, con una nostalgia anticipada, con una emoción tanto más intensa cuando que sabemos que no se repetirá.

De México, por exigencias del servicio consular que Chile había encargado de por vida a esta mujer que le había dado tanta gloria, Gabriela y Doris tuvieron que marchar a Italia.

Para quienes las visitamos entonces nos era difícil imaginar que Gabriela, tan pródiga de sí misma, tan atenta al surgimiento del talento en los demás, tan ligada con todas las otras grandes personalidades de su tiempo, guardara una disciplina tan estricta con respecto de sus propias obras.

Pero los resultados estaban a la vista. En 1954 apareció su libro Lagar, un haz de poemas donde alcanzaba la desnudez última de los hechos esenciales. Nunca, en nuestro continente de haba española, habían sido cantados el amor, el destino, la religiosidad y la muerte, con acentos tan graves y tan desgarrados. Nunca se habían tocado profundidades tales, nunca se habían sacado a la superficie experiencias que así sobrepasan los límites del individuo para convocar la memoria de la humanidad.

Y esto, que el lector sencillo (ése al que Gabriela no olvidó jamás) podía considerar excesivo para su sensibilidad, que el crítico podía dictaminar como el extremo al que la forma podía ceñirse sin quebrarse, para Gabriela no era aún suficiente. Continuó trabajando en esa veta y en otra, más amable, más accesible —la de hacer un inventario de la naturaleza y el espíritu de su país—, hasta que la muerte paralizó su mano y la arrebató a esas otras regiones de beatitud a las que Gabriela, como el heliotropo al sol, estuvo siempre vuelta.

Pero no terminó con su muerte el deber filial que hacia ella había asumido Doris. Nombrada albacea de todos los bienes de Gabriela quedaron en sus manos los textos que no alcanzaron a ser corregidos ni revisados; las páginas en las que no se plasmó la forma definitiva de un objeto. Y Doris se impuso ahora la obligación de que este tesoro no permaneciera oculto ni al alcance únicamente del erudito y del especialista, sino que llegara al destinatario para quien las palabras habían sido alguna vez invocadas.

Auxiliada por las opiniones de los conocedores de la obra de Gabriela, Doris descifró los manuscritos. Siguió la pista de los poemas al través de las diferentes versiones hasta alcanzar aquella que hubiera satisfecho a su autora. Ordenó los fragmentos de ese viaje al través de Chile (que Gabriela en forma de niebla hacía guiando a un niño y a un venado) siguiendo un orden geográfico y cronológico que son la base de su estructura.

Fueron años de dedicación, de esfuerzo, que por fin rinden el fruto esperado. La Editorial Losada anuncia ya entre sus próximas ediciones la de todo el material inédito de Lagar, que constituye en volumen completo, y la del inconcluso “Poema de Chile”.

Mientras tanto Doris va por toda esta América ennoblecida por el canto de Gabriela, evocando su figura, repitiendo su lección de amor al prójimo, de solidaridad y de paz.

Doris acaba de estar por segunda vez en México, en cumplimiento de esta misión. Y ahora parte al Sur, consagrada al culto de una persona y una obra con ese tan admirable olvido de sí misma.

Excélsior, 3 de agosto de 1963, p. 7A.

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