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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

EL DERECHO A LA INFORMACIÓN:¿QUIÉN MANIPULA NUESTRA CONCIENCIA? (1970)


El Centro Nacional de Productividad acaba de organizar una serie de conferencias en las cuales se trataba de llegar a un conocimiento de la participación de la mujer mexicana (indígena, campesina, obrera, burguesa, etcétera) en las diversas actividades gracias a las cuales se lleva a cabo y se consolida el desarrollo de nuestro país.

A mí me hicieron el honor de invitarme a hablar del problema de la educación formal, honor al que correspondí con una conferencia en la que, como de costumbre, lloré las plagas de la condición de nuestras profesionistas dentro de las circunstancias de su mercado de trabajo, de su contexto social y de su núcleo familiar y me rasgué las vestiduras clamando contra las injusticias, las paradojas y los absurdos que padecen quienes han logrado el privilegio de adquirir una formación intelectual, de haberse capacitado para el desempeño de puestos de alta responsabilidad y de ocupar cargos de importancia y prestigio. Todo lo cual, en abstracto, es muy bonito y muy plausible. Pero en concreto, cuando se refiere a una persona de carne y hueso, le vale (al que escuche de monería antedicho), pura y estrictamente bolillo.

Peo no crean que éste va a ser el tema de mi artículo, aunque yo siempre esté puestísima para describir cuadros de costumbres y para defender la causa del feminismo, única por la que estoy dispuesta a arrostrar el ridículo. (Quizá porque es la única en México que se paga con la especie del ridículo porque nadie la toma en serio sus opositores. Todas las otras causas en México se toman con un espíritu de seriedad mortal.)

Pero tampoco es éste el tema de nuestra conversación de hoy, sino que resulta que llegué a la sala de debates en el momento en que Marta Andrade del Rosal hablaba de las actividades cívicas de las agrupaciones femeniles, de la conquista y del ejercicio del voto de la mujer “como uno de los modos con que la Revolución pagó la deuda que tenía con ella”. (Estoy citando de memoria, aclaro. La frase no pudo haber sido exactamente ésa pero sí el sentido. )

Al terminar su exposición, en la que alternaba datos estadísticos con las anécdotas, intervino el público con sus preguntas. Y de un punto a otro se fue a dar algo que acaparó la atención de todos los circunstantes y que, de no haber sido suspendido por la premura del tiempo y porque el desarrollo del programa exigía pasar a otro asunto, estaríamos aún discutiendo a estas horas.

Lo que nos apasionó de tal manera fue el problema de la planeación familiar o para decirlo en términos más directos, el control de la natalidad.

Cada uno fue tocado en lo vivo y en lo que le duele. Unos citaban el caso patético de mujeres que, por razones religiosas, por ignorancia o por las exigencias irracionales del marido o de las costumbres de su medio tienen un hijo tras otro sin tomar en consideración ni su salud, ni sus recursos económicos, ni la atención que pueden (o que mejor dicho no pueden) dedicarle a cada nuevo vástago quien, a pesar de lo que dice el refrán, no trae ningún pan bajo el brazo.

Otros clamaban que la limitación de los nacimientos hacía sentirse frustrados a los matrimonios, inseguros a los hombres, humilladas a las mujeres, las que florecían con cada hijo como una primavera repetida. No, no había que limitar los nacimientos sino que multiplicar los centros asistenciales, las clínicas, las escuelas, las habitaciones, los parques de juego, etcétera.

Cada opinión esgrimía argumentos que parecían contundentes… hasta que se escuchaba al refutante. Lo que no tiene nada de raro ni de sorprendente para el que esté acostumbrado a las disciplinas del sector de las humanidades. Pero hubo al que sí me causó pasmo: averiguar que está estrictamente prohibido que se mencionen estos problemas a través de la televisión, el radio, los grandes medios masivos de comunicación, en fin. Entre los cuales espero que no cuenten para estos efectos los periódicos porque si no mi artículo se quedará preciosamente inédito.

Ignoro en qué se fundamenta esta prohibición aunque si tenemos en cuenta los antecedentes de Cinematografía es posible deducir que porque colocan el problema de la natalidad en el nivel de la pornografía. Y esgrimen ese párrafo, tan ambiguo y por eso mismo tan útil, de la Ley de Censura que veta todo aquello que atente contra las buenas costumbres. (Si nos atuviéramos a la letra de la ley se desterrarían de nuestras pantallas la mayor parte de las películas muchas de Chaplin porque come con precipitación, mastica desaforadamente y hace un uso indebido de los cubiertos… todo lo cual atenta contra las buenas costumbres en la mesa.)

Pero ninguno de nosotros ignora que no es la mesa lo que importa sino otro mueble cuyo nombre no escribo para no incurrir en la violación de la ley. ¿Qué tiene de malo ese mueble, tan cómodo, en el que dormimos cotidianamente? Que se asocia con el ejercicio de una actividad fisiológica que tampoco voy a nombrar para no incurrir en la ira de los censores. Y como esa actividad fisiológica suele tener consecuencias y esas consecuencias se llaman niños, pues… No, pero no es posible borrar a los niños. Además son tan monos y conmueven tanto al público. Bueno, admitámoslos. Pero con una condición: que quede sobreentendido que los trajo la cigüeña.

Por favor, señores (me refiero a los que manejan los programas de radio y de televisión), ¿qué clase de auditorio creen ustedes que es al que dirigen? ¿Un conjunto de tarados que han formado un hogar y procreado una familia sin darse cuenta de lo que hacían, como en estado de trance o de sonambulismo? Concédanles, al menos, el beneficio de la duda. Quizá el padre conozca lo que se dice “los hechos de la vida”. Quizá la madre tenga sus sospechas de en qué consisten esos hechos. Quizá a ambos les resultara conveniente y beneficioso enterarse con exactitud de lo que la ciencia ha descubierto y descubre cada día en torno de estos fenómenos que tan directamente le afectan.

No se trata de que la televisión o el radio se conviertan en el vehículo de propaganda de un producto o de una técnica determinadas; no se trata siquiera de que se aconsejen la inhibición o disminución de los nacimientos. Se trata, nada más, de que informen acerca de lo que ocurre en este sector de la realidad. Y que sean lo bastante objetivos como para que no escondan ningún dato que signifique una ventaja pero tampoco ningún dato que signifique un riesgo. La posesión de esos datos permitirá a la pareja elegir libre y conscientemente (porque se tiene que suponer que son libres y conscientes) cómo han de proyectar su futuro.

Ay, Dios, ¿pero y si el programa es visto por los menores y con ello se les rompe el velo de la inocencia? No quiero discutir esta posibilidad. Sólo quiero comunicarles que en los últimos años ha aumentado, de manera alarmante, el índice de las madres solteras. Lo que no es para congratularse, ¿verdad? Y lo que muy bien podría atribuirse a la ignorancia.

Excélsior, 22 agosto de 1970, pp. 6A,8A.

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