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EL DIÁLOGO: FUNDAMENTO DE LA DEMOCRACIA (1972)

  • Foto del escritor: Rosario Castellanos Figueroa
    Rosario Castellanos Figueroa
  • 24 may
  • 5 Min. de lectura



¿Usted sabe lo que es sabra? Aprovechando que no puede usted contestarme que sí, me adelanto y le demuestro lo que ilustran los viajes al explicarle que sabra es una persona que ha nacido y se ha criado en Israel. No el judío de la diáspora que ha hecho la aliá, el viaje del retorno sino su descendiente, su heredero, aquel cuyas raíces no se reparten por el mundo sino están bien hundidas en la tierra de palestina.

 

Sabra también es el nombre del fruto de lo que el diccionario describe como “planta de las cácteas, de unos tres metros de altura, con tallos formado por una serie de paletas ovales de tres o cuatro decímetros de largo y dos de ancho, erizadas de espinas que representan las hojas; flores grandes, con muchos pétalos encarnados o amarillos y por fruto el higo chumbo, algo mayor que un huevo de gallina, de corteza verde, amarillenta y pulpa comestible, anaranjada, abundante, dulce y llena de semillas blancas y menudas. Procedente de Méjico se ha hecho casi espontáneo en el mediodía de nuestra península donde sirve para formar setos vivos”.

 

Por lo que alcanzo a ver en estos rumbos me atrevería a decir que es completamente espontáneo en el Medio Oriente y que por eso… Pero no me diga usted que no ha reconocido, tras ese ropaje de pomposas palabras, a nuestro modesto nopal, al que sólo vamos a ver cuando tiene tunas. Es la tuna precisamente, lo que aquí se llama sabra y es sabra lo que representa a este pueblo que se define a sí mismo como “áspero por fuera y dulce y jugoso por dentro”.

 

Su dulzura, su cortesía, si usted la sabe apreciar, consiste en su sobriedad para el consumo de las bebidas alcohólicas ─que es mínimo─; en la variedad de lenguas que ponen a su disposición como posibilidad de comunicarse; en el valor moral y casi sagrado que concede a la palabra.

 

Allí, en la palabra, es donde nosotros los mexicanos sentimos la aspereza. Porque preferimos el silencio y cuando hablamos empleamos el diminutivo aun en las circunstancias más inadecuadas. Es así como la frase ritual cuando se entierra un verduguillo en el vientre de alguien es: “Ahí le dejo a guardar ese fierrito”…

 

En México habla, más que el que sabe el que puede, el que manda (y si se equivoca, como dice el dicho, vuelve a mandar): el otro acata y asienta (lo que de ninguna manera garantiza que la orden vaya a cumplirse satisfactoriamente sino al contrario). Y el de en medio sonríe para expresar una solidaridad que es la ambivalencia pura.

 

¿Se imagina usted que en el interior de un hogar de nuestra provincia opaca o de la capital, donde cada hora vuela ojerosa y pintada, en carretela, un ama de casa dispusiera que ese día iba a comerse pollo y la criada le saliera respondona y le preguntara que por qué?

 

Si usted se lo imagina es que es aficionado a la ciencia-ficción. Pero usted rechazaría, por absurda, semejante escena dentro del contexto de una novela realista.

 

Pues bien, reproduzca usted el mismo episodio teniendo como interlocutor al peatón y al taxista, a la despeinada y a la peinadora, al vendedor y al cliente, al maestro y al alumno, al hombre de la calle y al lucero del alba (y no digo entre el recluta y el sargento porque es un secreto militar que no he penetrado) y tendrá usted una idea aproximada de lo que es la vida cotidiana en Israel. Si hay un deporte nacional ése es el cuestionamiento y la explicación. Alternativos. Mutuos. Incesantes.

 

De acuerdo con nuestro criterio maniqueo de vencedores y vencidos, de blancos e indios, de exquisitos y analfabetos, de abnegados y machos, tal hecho nos parece una impertinencia. Pero según el criterio israelí podemos interpretarlo de dos maneras: a) Si todos, en principio, son iguales y la jerarquía es necesaria, la superioridad se establece de acuerdo con la mayor habilidad dialéctica con la que uno expone su propia posición; b) Si todos, en principio, son iguales la pregunta sólo es síntoma de solicitud y de interés por el prójimo que, a su vez, demuestra el aprecio de esta solicitud exhibiendo sus razones.

 

Lo cual si usted lo considera bien, es muy sensato y muy sano. Cuesta trabajo acostumbrarse cuando uno viene (como es mi caso) de regiones en las que la pasividad ajena es total.

 

Recuerdo por ejemplo, un hecho significativo. Andábamos por las montañas de Chiapas los que manejábamos entonces el teatro guiñol del Instituto Nacional Indigenista. Yo iba a caballo y mis acompañantes indios a pie. (¡Viva la diferencia!) Subíamos una empinada y pedregosa cuesta, y el caballo no tenía una noción clara de dónde meter la pata. El proceso, sujeto a tales hesitaciones hamletianas, era una lentitud desesperante. Así yo tuve el tiempo de observar todo: el paisaje, la flora y la fauna y… algo insólito: el pescuezo del caballo comenzó a crecer, a cada paso, uno o dos centímetros. Pensé que sería el resultado de un esfuerzo sobrehumano. Me regocijé creyendo que, de pronto, se había puesto de manifiesto alguna ignorada ley de la genética según la cual un equino se transforma en jirafa y… y no pude elaborar ninguna otra hipótesis porque caí apasionadamente con todo y montura. La cincha se había venido aflojando desde una hora antes y la montura y yo nos deslizamos suavemente por las ancas del caballo hasta que las ancas se terminaron y ¡zaz! Mis compañeros, que iban detrás de mí, como es rigor entre jefe y subordinados, atestiguaron el desarrollo íntegro del drama sin un parpadeo. Por respeto (sic.) no me habían advertido lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo iban a atreverse ellos, viles gusanos de tierra, a ponerme sobre aviso a mí, distinguida poetisa que había abandonado el D.F., sede del progreso y cultura, para acudir a civilizarlos hasta sus remotas y bárbaras tierras? Y si usted cree que me hablaron con ironía se equivoca. Eran perfectamente serios. Esto es lo que me parece más grave.

 

Aquí en Israel no podría ocurrirme jamás nada semejante. Si yo diera en la flor de que quiero subirme a un caballo el primero en preguntarme por qué, sería el caballo. Y, de allí en adelante, todos. El conserje, en ladino. El vecindario, simultáneamente, en yiddish francés, inglés, árabe, ruso, y hasta hebreo. Yo tendría que meditar muy bien mis argumentos, fundamentar sólidamente mis motivaciones. Y luego expresarlas en esperanto.

 

Pensándolo bien es preferible quedarse en casa y no meterse donde no lo llaman. Así pues, anuncio mi cambio de propósito y el coro me pregunta: ¿por qué?

 

Esto, señores, es lo que se llama diálogo. Si usted quisiera iniciarlo conmigo me preguntaría ¿por qué? Y yo se lo comenzaría a explicar.

 

Excélsior, 18 de marzo de 1972, pp. 6 A, 9 A.

 
 
 

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