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EL MEJOR DE LOS MUNDOS (1965)

  • Foto del escritor: Rosario Castellanos Figueroa
    Rosario Castellanos Figueroa
  • 10 ago
  • 5 Min. de lectura

(Con dedicatoria para la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística)

 

Dice la Biblia que Dios ciega a los que quiere perder. Pero la ceguera no fulmina al candidato a la perdición, como un rayo, sino que va manifestándose en formas progresivas de miopía que hacen necesario el uso de anteojos. Alguien, instrumento de la providencia, receta entonces aquellas célebres gafas del doctor Pangloss, las que permitían verlo todo bajo la luz más favorable y con los colores más hermosos. Las que borran de nuestro alrededor los objetos que nos desagradan y hacen que resalten y cubran la totalidad del horizonte, paisajes seductores. Las que nos dejan habitar, en fin, en el mejor de los mundos posibles. Aquel cuya única desventaja es que no existe.

 

Desde hace tiempo, y acaso para compensar una actitud anterior excesivamente rigurosa para señalar lo negativo y para restarle mérito a lo positivo, ha venido extendiéndose en México la moda de no quitarse, ni para dormir ni para soñar, las gafas del doctor Pangloss. Con ellas caladas nos reconfortamos, desde que amanece, enterándonos de que la marcha de nuestro progreso es incontenible y que si ayer quedaba todavía un pobre ahora lo hemos convertido en ciudadano próspero; y que si antes nos avergonzaba un analfabeto hoy lo aplaudimos ya presidiendo cultas sociedades. Y que nuestra tierra no sólo está muy bien repartida sino mejor cultivada. ¿Recuerda usted aquellos viajes en los que se caminaban kilómetros y kilómetros sin ver ninguna huella de presencia humana, ningún provecho para nadie? Bueno, pues esfuércese en conservar ese recuerdo porque es ya lo único que queda de una realidad superada.

 

Pero noticias de tal importancia no pueden quedar sin comentario. A ellas se dedican entusiastas y sesudos editoriales, análisis de sus aspectos menos evidentes, evaluación de su trascendencia. Ah, qué afortunados hemos sido de nacer en esta latitud y en esta época. La sangre de nuestros mártires no se ha derramado en vano. Ellos no alcanzaron a ver cómo el éxito coronaba sus empresas, pero nosotros disfrutamos de los beneficios, con la conciencia tranquila de que nuestros antepasados conquistaron para nosotros lo que poseemos y de que ninguno de nuestros contemporáneos permanece excluido de este festín de la abundancia cuyo cuerno reproduce simbólica y geográficamente nuestro mapa.

 

Entre una página y otra pasamos, como sobre ascuas, sobre inquietantes informaciones del resto del mundo. Una guerra, cuyo origen ya nadie acertaría a establecer, cuyo lugar de desarrollo no alcanzamos a ubicar con exactitud y cuyas vicisitudes no conducen a ningún desenlace claro. Un golpe de Estado en cualquier república hispanoamericana en la que el ejército, tan celoso tradicionalmente del orden, lo restablece y lo guarda, aunque sea a costa de las indispensables medidas sanguinarias. Un huracán, o cualquiera otra catástrofe natural contra la que ningún Voltaire moderno protesta, en nombre de la razón. Los asombrosos éxitos de los experimentos para descubrir un medio eficaz y masivo de exterminio. Nuevas hipótesis sobre las causas que producen el cáncer. La comprobación de que nuestros alimentos básicos contienen sustancias letales. Hambre en Oriente. Disputas ideológicas. Huelga de estibadores en el más importante puerto del globo. Millones de toneladas de café se tiran al mar para que se mantenga estable su precio en el mercado. Conflictos religiosos que se exacerban por el fanatismo. Discriminaciones raciales. Antropofagia.

 

Estábamos a punto de horrorizarnos cuando el egoísmo lícito en el ser humano vino a nuestro rescate. Nada de lo que acabamos de enterarnos, nos concierne. Porque, gracias a un privilegio especial con el que no ha sido favorecida ninguna otra nación, México se mantiene al margen de todos estos acontecimientos, preservado de toda influencia exterior, ajeno a las pugnas que dividen al mundo, a salvo de cualquier doctrina exótica, en la plenitud de sí mismo, llevando a la práctica, uno por uno los puntos del programa que trazó nuestra Revolución que, además, fue la primera de su índole en la historia.

 

Animados con esta confianza vamos a leer las otras secciones del periódico. En grandes titulares nos comunican que hubo quinientos damnificados al arder la Ciudad Perdida. Un nombre caprichoso, ciertamente, para designar una colonia que ha de ser en las formadas en los nuevos núcleos de habitación construidos por las dependencias gubernamentales. Aunque aquí dice que se trata de humildes viviendas. Ha de ser un error, porque las humildes viviendas –según dictamen de los entendidos− pertenecen al pasado. Y éstas a las que se refiere la prensa mucho más que as otras, puesto que acaban de quemarse.

 

Una curiosidad morbosa nos lleva a enterarnos de cómo un despiadado marido intentó dar muerte a su esposa y a su hijita. ¿Pero cómo es posible que se registren hechos tales si es un axioma que la familia mexicana es una de las instituciones más sólidas en la que se rinde culto a las mejor afamadas virtudes? Hay un atenuante y es que el marido susodicho se encontraba en completo estado de embriaguez. Aunque cualquiera de esos que se afanan por denigrar a México sería capaz de argüir que la embriaguez, aparte de construir un hábito poco recomendable, está bastante extendido en los más diversos círculos sociales.

 

Bueno, pero se necesita mala fe para sacar conclusiones sobre la situación de un país con datos tomados de la nota roja. Vamos a abrevar a fuentes más cristalinas. Las de la cultura, por ejemplo: la querella de los pintores… la consignación de un investigador… No, no hay por qué escandalizarse de tempestades en un vaso de agua. Pero de todos modos no deja de ser incómodo el hecho de que aun en niveles que se suponen altos la diosa tutelar sea la cólera y no la inteligencia.

 

Refugiémonos, por último, en la página de espectáculos. El arte y la diversión armoniosamente aliados para exaltar la pureza de las costumbres, para estimular la inventiva, para enriquecer los acontecimientos. Cantinflas protagoniza El padrecito, y Lola Beltrán Cucurrucucú, Paloma. Comicidad y música, dos constantes de nuestro espíritu. El Piporro, que se ha convertido también en un ídolo porque es representativo, aparece en El bracero del año, y María Félix, situada ya en la perspectiva de lo clásico, se eterniza en Juana Gallo. En un plano más modesto, Clavillazo habita El castillo de los monstruos, y Tin Tan es uno de Dos fantasmas y una muchacha; Miguel Aceves Mejía mantiene la llama sagrada del machismo en Bala perdida y la Academia de la Lengua concede a Irma Dorantes que grite que Nos lleva la tristeza. (Esto, señores –y cuidado con hacer una interpretación errónea−, no debe tomarse al pie de la letra, como una verdad, como un hecho, sino como una mera locución cuyo pintoresquismo lo absuelve de su inexactitud y de su vulgaridad.) Con lo cual volvemos a instalarnos en un optimismo justificado que nos hace olvidar unos problemas que, sí, ahora estamos seguros, únicamente son individuales y quizá, quizá imaginarios.

 

Excélsior, 26 de febrero de 1965, pp. 6A, 8A.

 
 
 

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