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EUGÈNE IONESCO: CONCIENCIA DE LA MORTALIDAD (1973)

  • Foto del escritor: Rosario Castellanos Figueroa
    Rosario Castellanos Figueroa
  • 22 jul 2023
  • 4 Min. de lectura

Tel Aviv.— El último martes de abril se reanudaban clases en la Universidad, después del lapso entre un trimestre y otro. Pero antes teníamos que asistir a una comida de los funcionarios del Instituto Central de Relaciones Culturales entre Israel y los países de habla hispana le ofrecían al licenciado Raúl Ortiz, director de la Escuela de Cursos Temporales de la UNAM.

La mañana era espléndida y en toda la atmósfera se respiraba ya el aire festivo con el que iba a conmemorarse el primer cuarto de siglo de la existencia, de independencia del Estado de Israel.

A las tres de la tarde, con dos horas de asueto por delante ¿qué se le habría ocurrido a usted? Lo ignoro. Pero a mí me atravesó, como una flecha, esta pregunta: ¿por qué no nací odalisca? Para Dios habría sido facilísimo y para mí… Nada más imagínese: bella y misteriosa, detrás de las celosías, se me habría instruido y formado dentro del marco de las tradiciones orientales. Pero debido a la aristocracia de mi familia se me habría dado, por añadidura, una institutriz inglesa o francesa para que me colocara, como un adorno, lo más refinado de la cultura occidental.

En mis ratos de ocio, que serían todos, leería con deleite la última novela europea que no tendría por qué ser de modo necesario, ni de Robbe-Grillet ni de Alberto Moravia. Naturalmente mantendría correspondencia con los autores, arrojando las luces de mi intuición sobre las perplejidades de su trabajo creativo. Y mientras mi familia cavilaba en la manera en que habría de casarme con el hombre más gordo del rumbo yo habría dado a mis cartas un tinte sentimental e inventado, para firmarlas, un seudónimo.

Mi corresponsal extranjero se sentiría atraído por mi enigmática personalidad, por el tráfico de armas, por las emanaciones del hachís (¿quién sabe?, las motivaciones de la conducta son tan complejas) y visitaría mi país y buscaría mi barrio y rondaría mi casa. Para obtener, como única recompensa, una furtiva mirada al través del velo. Él partiría, como Pierre Loti, con una novela entre pecho y espalda. Y yo, corroída por la frustración comería golosinas hasta emparejarme, sin desventaja, con mi prometido. Y el día de la boda yo tendría que ser llevada en andas a la ceremonia o rondando por las alfombras porque mi pie chiquito como un alfiletero no sería suficiente para sostener mi peso.

Al llegar a este punto de mis ensoñaciones decidí retirar mi propuesta de callejoneo por la Ciudad Vieja, husmeando en los bazares todo lo que no se puede comprar y tomando café turco mientras los hombres fuman en su narguile y repasan sin cesar las cuentas de ámbar con que acompañan sus oraciones.

Así que cuando Nahum Megged propuso que nos fuéramos directamente al campus universitario no protesté. Pero, ay, estaba tan desperdigada y distraída que se me ocurrió que quien debería de ocupar mi cátedra en esta ocasión sería Raúl para hablar de las muchísimas cosas que sabe.

Yo quería presumirle sobre mi popularidad pero encontramos el aula vacía, a no ser por un alumno que se sentía a salvo de la inminencia de la clase porque era portador de una gran noticia: Ionesco iba a dar una conferencia a esa misma hora. ¿Por qué no ir? Dejamos un aviso en hebreo para los que llegaran más tarde y Amalia (de quien le platicaré largo), quien todavía no domina la lengua bíblica, que tiene la particularidad de no escribir las vocales, leyó lo que sigue: “Hay una reunión de la UNESCO en el Conservatorio”.

El supuesto conservatorio era el Auditorio Wise en cuya plataforma se hallaban los principales del Departamento de Literatura francesa y una enorme cantidad de alumnos que esperaban la aparición de un hombre pequeñito, calvo, famoso que debía comparecer, según el programa, al día siguiente y a otra hora.

Este cúmulo de incongruencias hizo innecesaria una explicación del porqué del teatro del absurdo, cuya paternidad se atribuye, en parte, a Ionesco. Así que se dispuso a contestar otras preguntas. Por ejemplo ésta: ¿es necesaria la enseñanza de la literatura? Y si la respuesta es afirmativa: ¿esa enseñanza es posible?

Ionesco decidió ignorar la presencia de los profesores que lo flanqueaban y dijo que la literatura era una experiencia demasiado radical como para poder recibirla de otra mano. Así como nada debe interponerse entre el escritor y su tema (el tema único que es alcanzar la plena conciencia de que somos mortales y de que lo demás es anécdota, diversión, coqueteo) así también debe interponerse entre el libro y el lector.

Claro que los dos momentos privilegiados—el de la creación y el de la lectura en serio— no son frecuentes. Citó la frase de Simone Weil: “El alma humana tiene horror a la luz” y para evitarla se refugia en lo que puede. Y así describe costumbres como si fueran eternas; estados de ánimo como si no fueran efímeros. Analiza, sondea, pero cuidándose mucho de no tocar el fondo. Se compromete con una ideología política como si adquiriera un seguro contra accidentes. Pero la muerte, insistió Ionesco, no es accidental nunca: es siempre necesaria. Y si los políticos no ignoran este hecho concebirán el mundo de muy otra manera, configurarían sus proyectos partiendo de un punto verdadero y tendiendo a llegar a otro cuya precariedad no lo invalida.

La conciencia de que somos mortales haría —añadió Ionesco— a las religiones menos dogmáticas, a las formas de gobierno menos rígidas, a las prácticas consuetudinarias menos inanes, a los descubrimientos científicos más seguros de que son provisionales. En suma, para citar al Evangelio, la verdad nos haría libres. Pero, exclamó un muchacho del auditorio, con esa conciencia sería imposible vivir. Ionesco se señaló a sí mismo: “yo tengo esa conciencia y he escrito varios libros y he servido a alguna causa y he viajado y he venido a Israel a recibir un premio”:

Pero a los profesores no les interesa tanto el problema general de la inmortalidad sino el muy específico de ser superfluos porque su oficio no había sido aún justificado por Ionesco. La agilidad rumana y la cortesía francesa se pusieron de manifiesto cuando Ionesco reconoció que en el libro habría siempre algo que era sustantivo y lo demás que era adjetivo. Y que los profesores tenían la misión de despojarlo de estas hierbas parásitas y de ofrecerlo como un espejo al joven que se contemplaría en él como una criatura hermosa, apasionada… y mortal.


Excélsior, 1º de junio de 1973, pp. 7A, 10A.

 
 
 

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