FUNCIÓN DEL DIÁLOGO: CATARSIS Y ESCLARECIMIENTO (1968)
- Rosario Castellanos Figueroa
- hace 5 días
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Dice Kierkegaard, en alguna de sus páginas, que la reserva es el principio del endemoniamiento. En silencio, a solas, sin comunicarnos con los demás, podemos abandonarnos –de una manera total− a la fantasía. Ahí no tenemos que obedecer ninguna ley: ni la de la lógica, que cesa de regir en ese terreno, ni la de la posibilidad. Acogemos lo que nos es placentero, rechazamos lo que nos molesta, deformamos (según nuestro capricho momentáneo) lo que tiene un perfil exacto y definido. Nos encontramos, se podría decir, en estado de disponibilidad para la locura que es el aislamiento absoluto, el delirio elevado a la categoría de sistema, la incoherencia verbal y, en los casos extremos, la mudez.
De una manera instintiva todas las sociedades conocen este peligro y tratan de conjurarlo. En las muy primitivas la aparición de la enfermedad en un individuo se atribuye de inmediato a una causa psíquica, a la consecuencia de haber infringido las normas morales del grupo y, fundamentalmente, al secreto en que el delito se perpetra y se perpetúa al ocultarlo. El brujo, el curandero sirven para que el enfermo expulse de sí aquello que le causa daño, rompa la barrera que lo separa de la colectividad y se incorpore de nuevo a ella, liberado ya de su culpa, de su remordimiento, gracias a los mecanismos de la expresión. En cuanto un hecho se formula en palabras es susceptible de ser conocido, comprendido, compartido, asimilado.
En sociedades más desarrolladas y complejas el pecador recurre al sacerdote para descargar en él el peso de sus malas acciones, para buscar, auxiliado de sus consejos, el camino de la perfección. Y los pacientes exorcizan a sus fantasmas interiores en el diván del psicoanalista. ¿Cómo? Hablando. Fluyen en el cauce del lenguaje, los recuerdos enterrados en la subconsciencia, los sueños reprimidos, los deseos “que no se atreven a decir su nombre”. Y al fluir, al someter al orden y a la luz del verbo, pierden la energía negativa que los animaba, adquieren un significado, reciben una interpretación, y tales interpretaciones permiten que los pacientes dejen de ser enemigos de sí mismos y de los otros, se adapten al medio al que pertenecen y no sólo, al desaparecer la potencia de su agresividad, se vuelvan inofensivos, sino que inclusive sean útiles a la comunidad.
¿Por qué si el don de la palabra es tan benéfico desde todos los puntos de vista renunciamos a él con tanta premura, nos encerramos en el mutismo? ¿Pretendemos acaso imitar así la divinidad o a sus representaciones estatuarias ante las cuales se postran los fieles, con todas sus carencias a cuestas, con todas sus denuncias efervesciendo, con toda su desesperación a punto de estallar y no reciben más respuesta que un semblante impasible, una mirada fija y vacua, un oído sordo’
¿Por qué si el don de la palabra cumple funciones tan elevadas lo degradamos en la frase ambigua? ¿Pretendemos acaso semejarnos a las pitonisas que respondían con enigmas a quienes venían a consultarlas desde lejanas tierras, desafiando las tormentas del mar y las asechanzas de la tierra y se volvían a su lugar de origen con la mente conturbada de dudas, desorientados, confusos ante los inagotables sentidos del vocablo, tratando de evocar la entonación, el gasto, el ademán de la que había proferido la sentencia que no acertaban a desentrañar?
¿Por qué si el don del a palabra es una de las conquistas primeras y definitivas de la humanidad y se ha ido enriqueciendo y perfeccionando a lo largo de los siglos, lo aniquilamos al servirnos de él para mentir o lo corrompemos y lo desnaturalizamos al repetir una consigna con una insistencia tan machacona que comienza por convertirse en un lugar común, en automatizarse y termina por provocar desconfianza, hastío y asco? ¿Es que despreciamos tanto a nuestros posibles interlocutores que los consideramos incapaces de entender un término exacto, de recibir un mensaje inédito, de asumir la realidad correctamente captada y transmitida? ¿Es que los consideramos tan torpes como para no discernir el oro del cobre; para no establecer diferencias entre un discurso ornamentado, eufónico pero hueco y otro cuyo mérito radica en la verdad? ¿O es que nos despreciamos tanto a nosotros mismos que nos consideramos incapaces de escoger un término exacto, de pronunciar un mensaje inédito, de captar y transmitir correctamente una realidad que de antemano habíamos asumido? ¿O es que somos tan torpes que no discernimos ya entre el oro y el cobre; que no establecemos diferencias entre un discurso ornamentado, eufónico, pero hueco y otro cuyo mérito radica en la verdad? Quizá ambas hipótesis sean complementarias. El currículo vicioso que se cierra y encierra a los protagonistas del drama. Proyectamos a los otros lo que padecemos, les atribuimos nuestra ineptitud y los responsabilizamos de nuestra retórica.
El alma humana tiene naturalmente horror a la luz. He aquí otra cita, ahora de Simone Weil. Sí, nos defendemos de ella detrás de una espesa barricada de prejuicios que no se examinan, que únicamente se imponen, de acciones compulsivamente reiteradas como si la reiteración fuera a conferirles validez, de signos y de símbolos que son puras máscaras de nada.
¿De dónde nace la luz? De la discusión, reza el adagio. Entonces la aludimos. Evitamos el intercambio de ideas, de experiencias, de perspectivas. Nos echa a temblar el confrontamiento de criterios que divergen. Pedimos asilo a lo obvio, repetimos las fórmulas de cortesía que no son comprometedoras, charlamos acerca del tiempo. Y cuando, por alguna emergencia especial, no queda más remedio que declarar el pensamiento, el que está investido de autoridad (padre, maestro, gobernante) la invoca como argumento último para que el silencio se restablezca. Y el que está sujeto a la autoridad (menor, alumno, súbdito) o enmudece o estalla en insultos que, aparte de ser la forma más vil del lenguaje, es el síntoma de la impotencia y la renuncia a la razón.
No, no es sano un individuo que calla siempre. No es sana una familia en que los componentes no se comunican entre sí y los mayores rehúyen el contacto con los jóvenes porque temen que toda la armazón de su vida sea puesta en tela de juicio. Prefieren la soledad al riesgo de tener que justificarse ante ojos ajenos o, peor aún, que confesar que su historia está plagada de errores. No es sana una república en la que se abre, entre los ciudadanos y sus representantes políticos, un abismo de falso respeto sobre el que se tienden frágiles puentes de adulación mutua o se precipita uno en el vacío de la protesta a la que ninguno atiende o que carece de medios para formularse.
El diálogo no ha de ser el último recurso en circunstancias críticas sino costumbre de las épocas normales. Para que sea fecundo ha de ser constante, franco, sin interrupciones. Así la vida se mantiene en un nivel humano en el que la violencia ha sido vencida por el raciocinio.
Excélsior, 31 de agosto de 1968, pp. 7A, 8A.
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