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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

JUAN CHARRASQUEADO: TAL DÍA COMO HOY (1973)

Tel Aviv.— Creo que es poner la carrreta de los bueyes (y no estoy tratando de hacer albures) entrar en el tiquismiquis de la posibilidad de igualar — desde el punto de vista no biológico sino puramente humano, por supuesto— a las mujeres con los hombres. Antes de meterme a averiguar si es posible me gustaría estar segura de si es deseable.

Para acabar pronto, me gustaría enterarme de cuál es la definición de "hombre” que se está usando al respecto. Porque la escala puede oscilar entre la concepción sublime de que se trata de una criatura apta para el conocimiento de la verdad, dotada para la práctica del bien y capaz del disfrute de la belleza hasta el arranque tabernario en que la hombría se demuestra disparando una pistola o clavando un puñal en el cuerpo de “otro” que no cumplió con más requisito que el de estar al alcance del arma y el de haber suscitado los ímpetus homicidas del matón.

Estoy segura de que si hiciéramos una encuesta para sacar en claro cuáles son las ideas o las imágenes que suscita la palabra “hombre” en quien la escucha, la mayoría en México habría de optar por la segunda de las dos aquí expuestas.

Pues bien, a este modelo de “hombre” o a su sinónimo de “macho” yo me niego terminantemente a parecerme. Y no por nada sino porque es una empresa titánica que consume las energías enteras de la existencia y las vuelca íntegramente en el vacío. Veamos un día en la vida de Juan Charrasqueado.

Juan Charrasqueado se despierta, como es natural, tarde. Cuando ya el titipuchal de hijos (porque uno de los lujos de los que alardea es el de tener siempre la gallina echada y la escopeta cargada) se marcharon, sin hacer ruido para no turbar el reposo paterno, a la escuela. Los que alcanzaron inscripción, desde luego. Los otros al parque, a la calle, a ver qué. Desayunaron té de hojas, leche aguada, eso qué más da. Lo importante es lo que se prepara en la cocina para curarle la cruda al señor. Un buen caldo bien picoso. Hasta que no lo consume íntegramente no se considera en sus cabales.

A este proceso de recuperación, asiste, temblando de miedo la esposa y, si los medios alcanzan, también la criada. ¿No habrán dejado algo mal puesto? ¿No se le habrá olvidado el cumplimiento de alguna recomendación? Juan bebe su caldo y gruñe. Ese gruñido es ambiguo y lo mismo puede expresar satisfacción por el alimento que recibe que malhumor por una causa que pronto se pondrá de manifiesto. ¡El caldo estaba frío! Además de incoloro, inodoro e insípido. Nomás que él es muy aguantador y no dejó ni rastros.

¿Y qué? ¿No hay otra cosa que comer? La abnegada mujercita trata de explicarle que con el gasto que le da y la carestía de la vida tiene que hacer milagros. Ajá, con que eso era lo que quería: hacerle reclamaciones. Y, ni dudarlo, pedirle dinero. Más dinero. ¿Qué se anda creyendo?  ¿Que el dinero se barre con escoba en las calles? Si quiere convencerse de los ajigolones que él pasa no más que se dé una asomadita al mundo para que se convenza de que sólo el que tiene más saliva traga más pinole. Y que donde hay buenos hay mejores. Y que Juan es el mejor es asunto que ninguno duda que se acaba de demostrar y que rubrica dando un portazo.

¿A dónde va Juan? Adonde sus obligaciones lo llaman. A la casa chica. No es que se le antoje pero tiene que mantenerla bien vigilada. Allí no hay ni hervidero de escuincles ni lamentos de pedigüeña. Además todo lo que la querida recibe se le da por añadidura. Derecho no tiene nada. Entonces todo se le va en gratitud y en arrumacos y en “¿te preparo un cafecito bien cargado?” Juan sabe que si acepta tiene la mañana perdida y ha de comparecer a la cantina, ante el tribunal de sus amigos para que se convenzan de que ninguna vieja lo tiene amarrado a sus faldas. Así que agarra al vuelo la mota de polvo que venía a posarse en la primera superficie que encontrara y arma un alboroto sobre el descuido y la pereza de la señora y se marcha dando el segundo portazo del día.

Por eso las puertas de la cantina son de vaivén. Y el tablero de las mesas de mármol y ahí rebotan los dados y escurre la espuma de la cerveza y salpica la sangrita que acompaña al tequila. Que nadie interrumpa porque los señores están discutiendo temas de importancia: política, negocios, cosas de la vida.

Pero aquí como que no hay ambiente. ¿Por qué no mejor irse a una casa (no a una casa privada, se entiende) a ver si como roncan duermen todos y cada uno de los presentes? Lo demás es de ritual; se acaba la quincena, se empeña el reloj, se le raja la cara a cualquiera, se lo llevan a uno a la comisaría, se le habla al compadre influyente para que intervenga y se sale a celebrar la libertad recuperada. Y la rueda vuelve a girar.

¿Qué de dónde amigo vengo? Si fuera de una casita que tengo no importaría. Pero en todas nuestras novelas, de todas nuestras películas, de todas nuestras canciones. ¿Igual a Juan Charrasqueado? Ni hablar. No tengo agallas para tanto.


Excélsior, 2 de abril de 1973, p. 7A.  

 

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