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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

LOS DÍAS DE PRUEBA: EL APRENDIZ DE BRUJO Y YO (1971)

Tel Aviv.— Dice el aforismo que no hay gran hombre para su ayuda de cámara. Dejemos a un lado que lo que ya no hay son ayudas de cámara; para proponerle una variante: no hay chofer pequeño para quien no se atreva a manejar.

Se lo digo, porque, ay, lo sé muy bien y a costa mía. Cuando me dispuse a venir a Israel pensé en lo que es más o menos lógico pensar en esos casos y muchos me ayudaron con sus consejos y sus advertencias. Yo venía prevenida acerca de las eventualidades de una situación política que, cuanto más de cerca se mire, más compleja se vuelve; sabía de los extremos del clima; me figuraba los enigmas que iban a proponerme un idioma y una cultura totalmente diferentes a los míos. Y, ya en un ámbito totalmente particular, tenía mis aprensiones en relación con la inexperiencia en un trabajo que no había intentado nunca antes y el enfrentamiento con hechos que me eran rigurosamente inéditos.

Pero cuál no sería mi sorpresa cuando descubro que mi problema más inmediato, urgente y espeluznante era el de carecer de los servicios de alguien capaz de manejar el voluminoso Mercedes que pertenece a la embajada y al que yo oía piafar de impaciencia por ser conducido hacia los lugares en los que estaba aquerenciado, especialmente Jerusalén.

Jerusalén, donde yo tenía que presentarme a la mayor brevedad y con la mayor pompa y circunstancia posibles. ¿Qué hacer? A la pregunta retórica respondió una persona muy bien intencionada y generosa… a la que debo mis momentos más angustiosos en Israel. Esa persona (sí, acertó usted en su hipótesis) era el candidato a cumplir las funciones de chofer.

De origen español pero sedicente polígloto, con varios años de residencia en el país, práctica automovilística, espíritu servicial, pocas pretensiones en cuanto a sueldo (tan pocas que podían ser satisfecha por mí), etcétera, me sacó del atolladero… para meterme en todos los líos imaginables.

El primero fue el paulatino descubrimiento mutuo de que él ignoraba prácticamente todos los idiomas, inclusive el castellano a tal punto que, en su vocabulario, he ido transitando de un “señora embajadora” más o menos correcto a un más bien inseguro “ambassadrice” que pronto generó (o ascendió) a “emperatriz”. Desde donde no había más que un paso (y lo dimos con la ayuda eficaz de mi hijo Gabriel) a “señora avestruz”. Es allí donde ahora me encuentro estacionada y no acierto a imaginar cuál será mi próximo avatar.

Bien. Pero éste es únicamente asunto de palabras y como usted comprende a mí las palabras se supone que me hacen los mandados. Hay—o ha habido, por lo menos— también la fuerza de las cosas. El hecho de que vivir en una ciudad no significa, de ninguna manera, conocerla. Yo en México acostumbraba a perderme en cada esquina, lo cual me hace muy proclive a comprender a quienes carecen totalmente de sentido de la orientación, entre las cuales habrá que contar en sitio primerísimo a X. (Lo llamo así para no divulgar su nombre porque la competencia es muy reñida y no dudo que habrán de arrebatármelo personas que se encuentran en casos de mayor necesidad que yo.)

X suele hacer simulacros previos de cada visita o desplazamiento oficial. Lo que no despoja a tales actos del sabor agridulce de la aventura. Y así fue como, cierta vez, luego de haber dado más vueltas y revueltas que la ardilla de la fábula, sin alcanzar nuestro punto de llegada, X decidió bajar a preguntar su camino a una oficina de correos alrededor de la cuál estábamos girando. Mientras lo hacía yo me puse a contemplar el horizonte en el cual se incluía una pequeña bandera mexicana que proclamaba, a todos los vientos, la nacionalidad de los ocupantes del vehículo.

De pronto, advertí que la bandera ondeaba con la gracia que le es peculiar. Lo que no dejó de asombrarme. Es raro, me dije, con esa lentitud de los procesos mentales de quienes estamos provistas de intuición femenina pero nos negamos a proceder de acuerdo con ella. Es raro porque no sopla ni el menor asomo de brisa. Y sin embargo se mueve. Y se movían también las casas de enfrente y los árboles y las banquetas y todo porque el automóvil había sido estacionado en la cumbre de una colina y no le había puesto frenos y ahora se deslizaba hacia abajo con la velocidad uniformemente acelerada que le garantizan las leyes a la inercia.

No tuve tiempo de deliberar si era una representante diplomática o una acróbata del Circo Atayde. Abrí la puerta, me lancé a la calle y corrí al lado contrario a abrir la puerta donde se encontraban todos los aparatos para mover o parar la máquina a la que no lograba dar alcance.

Pero tal despliegue de agilidad me valió un público numeroso y entusiasta. Se formó una especie de valla para detener al fugitivo. Eneas mientras alguien entraba a la cabina de mando y lo reducía a la inmovilidad.

Cuando X volvió yo ocupaba, imperturbable, mi sitio de costumbre. No quise decirle nada… porque, con el susto, lo único que perdí fue la capacidad del habla.

La recuperé, para proferir toda clase de denuestos, una noche que fui a Jerusalén a ver una representación teatral de una obra sefardí que ofrecía a los embajadores latinoamericanos el Instituto de Relaciones Culturales de Israel con los países de lengua española y portuguesa. La disfruté muchísimo pero como no hay placer sin pecado ni pecado sin castigo, el mío fue la sorpresa de abandonar el recinto de Talía y no encontrar ni automóvil ni chofer ni rastros. Iba y volvía al sitio en el que los había dejado como si mi insistencia fuera una especie de conjuro que los hiciera materializarse de nuevo. Contemplaba con incredulidad el espacio vacío hasta que tuve que rendirme a la evidencia y volver a Tel Aviv como Dios me dio a entender.

Al llegar a mi casa lo supe todo. X había supuesto (con uno de esos pálpitos infalibles) que yo me había venido con algunos amigos: por lo que él emprendió el regreso por su cuenta. Al descubrir que yo no estaba volvió, como una flecha, a Jerusalén. Pero [yo] ya habría partido y se pasó la noche entera buscándome en los sitios más inverosímiles. Me encontró al día siguiente, en mi casa, pero convertida en basilisco.

Desde entonces ambos somos muy prudentes. No vamos, sino a donde es indispensable. Y cuando nos separamos es con el juramento mutuo de volver a encontrarnos en un sitio clave.

¿Que por qué no lo sustituyo? Porque tengo la certidumbre de que es insustituible y he visto casos peores que el mío. ¿Que por qué no manejo yo misma? Pero, señor, cómo se atreve a sugerirlo. Yo, abnegada mujercita mexicana, nací como la paloma para el nido. No como el león para el combate.


Excélsior, 31 de julio de 1971, pp. 7A,8A, 9A.

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