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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

NUBES DE VERANO: EXCESO DE INFLUENCIAS (1971)

Tel Aviv.- Agosto es un mes en el que, por lo menos en el hemisferio norte, arrecian los calores, se suspende el trabajo y el mundo entero se va al disfrute de sus bien ganadas vacaciones. El encierro al que se vio uno forzado por las nieves invernales; el esfuerzo impuesto por los calendarios académicos se compensan por un gran movimiento migratorio de todas partes hacia todas partes.

Las compañías de transporte reducen sus tarifas; los que organizan viajes inventan itinerarios accesibles hasta para los presupuestos más reducidos: los que regentean los hoteles abren de par en par las puertas para recibir la clientela; y la voz de la prudencia, advirtiendo catástrofes como las de la devaluación de la moneda, no pueden percibirse en medio de la algarabía de los preparativos del viaje. Porque, como diría Ernesto Cardenal en uno de sus primeros y ya memorables poemas “es necesario partir… es necesario partir”.

Israel no tenía por qué ser la excepción y no lo fue. Antes al contrario. La realidad sobrepasó en mucho a las expectativas de las autoridades encargadas de la industria sin chimeneas y en vez de los diez mil visitantes que se calculaban hubo una afluencia de cerca de cincuenta mil.

De esa cifra tenemos que contar a bastantes mexicanos. Y de esos bastantes a algunos a los que conocí personalmente porque, por un motivo u otro, llegaron hasta la embajada.

Hubo un grupo de muchachos y muchachas que estudian en el Colegio Hebreo Tarbut. Habían venido bajo la vigilancia de sus maestros a conocer la tierra de sus mayores. Y era hermoso verlos, tan jóvenes, tan ávidos, tan receptivos, bebiendo del manantial mismo de la tradición que ha nutrido a su pueblo durante miles de años y que lo ha mantenido íntegro de las vicisitudes y sobresaltos de la historia.

También vino otra delegación del Club Deportivo Israelita de México. Sanos, confiados, felices. Mirándolos a todos, escuchándolos hablar yo sentí un secreto orgullo: el de que mi país sepa ser también patria de quienes se han acogido de su hospitalidad y han continuado su linaje en nuestro territorio. El de que quien se establece entre nosotros no padece la “extrañeza” de ser un extraño entre quienes se sienten iguales. Y deseé fervientemente que cada vez más nos empeñemos en borrar las diferencias de lo que algunos, después de Hitler, todavía se atreven a llamar raza; o la religión o la lengua o las costumbres para que sólo prevalezca un sentimiento fraterno de solidaridad.

Quizá para algunas conciencias rutinarias estas frases suenen a hueco y se empeñen en practicar lo que San Pablo prohibía explícitamente hacer: acepción de personas. Pero en las nuevas generaciones existen muy pocas barreras que los separen entre sí. Claro que reconocen que son diferentes pero de ningún modo concluyen que esa diferencia significa superioridad. Y en muchos casos se admite que las maneras de concebir el mundo y de enfrentarlo que se tienen en otras latitudes son dignas no únicamente de ser comprendidas sino hasta de ser imitadas.

Es así como he visto a compatriotas nuestros, más mexicanos que el tepache, solicitar su ingreso a los kibutzin de Israel para tener una experiencia de lo que es un trabajo colectivo, una responsabilidad común, una ruptura de los límites de la individualidad en beneficio del grupo. Y he visto cómo los que allá eran niños o niñas mimadas, incapaces de levantar una hoja de papel que se les cayera al suelo, se curten en las labores campesinas y se ufanan de sus manos callosas, de su rostro tostado por el sol.

Desde luego no piensan quedarse y tal vez cuando regresen a su órbita nacional y familiar recuperen sus hábitos y exijan que la criada les sirva el desayuno en la cama. Pero la harán a sabiendas de que existen otras formas de comportamiento. Y que el trato entre los humanos no es exclusivamente el de amo y siervo sino también de camaradas. Y que se es más libre cuanto más libertad se concede a los otros. Y que no hay nadie más esclavo que el que esclaviza a los demás.

Han venido también, en esta última oleada, altos funcionarios de la administración pública de México y distinguidos intelectuales para tomar parte en la Conferencia de Rehovot sobre problemas de urbanización y desarrollo. El que hizo un papel extraordinariamente brillante y llamó la atención de los asistentes (de Asia, de África, de América Latina) fue Edmundo Flores, cuyos artículos leen ustedes semanalmente en Excélsior.

Pero si les digo que mi cosecha de verano se redujo a estos opulentos frutos del árbol de la sabiduría ¿me lo van a creer? ¿Es que no hubo ningún ingrediente extravagante o cómico? ¿Qué pasa entonces? ¿Nuestra mujer en Tel Aviv está en decadencia? ¿Empieza a apoderarse de ella el espíritu de la seriedad? ¿La está devorando ya su personaje? Juzguen ustedes por sí mismos después de lo que les voy a platicar.

Un día solicitó audiencia alguien que aseguraba venir obedeciendo una recomendación muy especial. ¿De parte de quién? Pregunté, sospechando —detrás de las apariencias más bien modestas— la importancia de algún Haroun al-Raschid criollo. Adivine, me contestó con una mirada cómplice.

¿De parte de quién se toma la molestia de telefonearme con regularidad? ¿De quien me escribe sin falta? Al mover la cabeza negativamente yo me trasladé, ipso facto, al terreno oficial. Oficial mayor, para ser más precisos. Emilia Téllez Benoit me avisaba que ya no le diera tanta lata por correo. No. Gloria Caballero me remitía la pinacoteca para lucirla en el Museo de Tel Aviv. No.

Piense más alto, me instó mi huésped que, para entonces se había tomado ya tres vasos de refresco, dos tazas de café y una de té mientras yo todavía estaba en ayunas. ¿Más alto? ¿Y en la misma dirección? Facilísimo: Emilio Rabasa. No. Más alto, repitió con un asomo de impaciencia ante mi falta de audacia. ¿Conque más alto, no? ¡Luis Echevería! No. Más alto aún.

—Dios— me respondió con sencillez mientras su índice apuntaba hacia el cielo. Sí, era espiritista lo mismo que Jesusa Palancares y en múltiples sesiones habría recibido el alivio divino. Ve y dile… así que vino y me dijo.

Hacia calor. Pero yo sentí un escalofrío recorriendo mi espina dorsal. Un escalofrío que se desvanece ahorita, cuando reflexiono qué fue, en resumidas cuentas, lo que me dijo: que como México no hay dos. Y que si yo no guardaba por ahí un paquetito de harina Minsa que me sobrara y le quisiera regalar.


Excélsior, 22 de septiembre de 1971, pp. 6A, 8A, 9A.

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