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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

NUEVA CAJA DE PANDORA: LA CIENCIA COMO TERROR (1970)

El hombre es un curioso animal que traiciona fácilmente hasta a la más nimia e inoperante de sus virtudes pero que guarda una fidelidad a toda prueba hasta al más espeluznante de sus defectos. Al grado de que dejan de serlo, en el transcurso de la historia, para convertirse en una característica, en una nota definitoria, en una parte constitutiva de su ser.

Una de esas características es muy limitada, errática y superficial capacidad de atención cuando la atención se dirige a las circunstancias reales en que se mueve. Y, consecuentemente, la variedad de miedos que inventa y que combina para evadirse de su mundo hacia otros mundos imaginarios.

Y no es que sean más placenteros. Casi siempre están poblados por fantasmas horrorosos, por espantajos temibles, por amenazas que lo hacen sobrecogerse de miedo, aguardar, temblando, la aniquilación y la catástrofe.

¿Por qué le resulta preferible ese mundo y no el otro? Sólo porque es ficticio y porque lo verdadero produce en la especie humana una repugnancia natural que sólo se logra vencer después de arduos esfuerzos y de disciplinas aprendidas con dificultad y ejercitadas con constancia.

Pero la especie humana tampoco está dispuesta a reconocer su alergia a la verdad y se engaña creyendo que los cocos que ha puesto con sus propias manitas poseen una existencia autónoma y están dotados de la potencia de dañar.

Para que el engaño resulte más eficaz no se confía la tarea a cualquier improvisado o aprendiz sino a un especialista que domina los mecanismos de su construcción y que se apoya en algún principio sagrado y al que se le da el nombre de mago en unas épocas, de sacerdote en otras, de político siempre y de técnico ahora.

¿Usted puede, por ejemplo, elaborar lúdicamente un presupuesto que le permita sobrevivir conservando el equilibrio hasta fin de mes si se entera, en la mañana, al abrir descuidadamente las páginas de un periódico, que el aire que usted respira está contaminado?

Si usted ha logrado asimilar esta noticia con indiferencia sería muy útil que revelara a la generalidad del público cuál es el método del que se ha valido para ello. Porque la generalidad del público empieza, automáticamente, a asfixiarse, a pensar en la fugacidad de la vida, a hacer planes para trasladar su domicilio a alguna zona agreste en la que la atmósfera haya conservado su pureza.

Para calmar sus nervios usted enciende un cigarrillo. ¡Cuidado! ¿Es que acaso ignora usted que las eminencias médicas han dictaminado que produce cáncer? ¿Quiere usted, de una manera deliberada, adquirir la más atroz de las enfermedades y agonizar sufriendo dolores incoercibles y morir sin que nada pueda salvarlo? ¡No!

Pero usted habría adquirido el vicio, a escondidas, desde luego, y en los más tiernos años de su infancia. ¿Cómo es posible que ahora, sin más trámite, suspenda una actividad placentera, una serie de gestos automáticos? No es posible, así que usted se promete disminuir las dosis del humo letal cuya inhalación ya no va a producirse nunca más que acompañada de sentimientos de culpa, de aprensiones, de malestar.

Le queda el recurso de ingerir una de esas pastillas que disminuyen la angustia y hasta provocan una sensación de euforia. La euforia le durará mientras no se entere (y tiene que enterarse fatalmente puesto que el dato viene impreso en el recipiente de la medicina) de que su empleo es peligroso. Puede ocasionarle un shock mortal, causar alteraciones en sus genes que traerían como consecuencia el nacimiento de niños deformes y monstruosos. ¡Vade retro!

Hay otras maneas menos arriesgadas de distraerse, de olvidar esa serie de trampas con las fauces abiertas que lo rodean y que sólo están esperando el menor descuido para devorarlo. Prenda usted la televisión y contemple su espectáculo favorito. Va a disfrutarlo enormemente mientras el gusanito de la conciencia no empiece el asunto aquel de las radiaciones que emite la pantalla y que aumentan o disminuyen la cantidad de glóbulos blancos en su sangre, no está usted muy seguro, pero sí tiene la certidumbre de que ese aumento o disminución es gravísimo.

En gustos se rompen géneros, dice el refrán. Y hay quienes tienen el gusto de comer mucho más desarrollado que todos los demás. Henry de Montherlant (que entre paréntesis no es santo de mi devoción) narra la anécdota de un señor que había llegado, por las más poderosas razones, a la determinación de suicidarse. Antes de llevar a cabo su propósito quiso despedirse de este mundo con una espléndida cena. Después del último bocado descubrió que aún amaba la vida y que volvía a creer que valía la pena de ser vivida.

Así que ¿por qué no regalarse con uno de esos filetes deliciosos o con una cazuela de mariscos o con unos papadzules yucatecos? Claro que usted saborearía su menú a sabiendas de que la carne y el colesterol guardan entre sí una relación que quizá no sea usted capaz de formular muy claramente pero que tienen mucho que ver con una gama de padecimientos y de síntomas que sería preferible evitar.

De los mariscos nadie le garantiza que fueron pescados en aguas en las que nunca se hubieran arrojado residuos atómicos que, obviamente, son mortales y en cuanto a los papadzules exceden la cuota de calorías que usted puede permitirle si quiere conservar su esbeltez y no dar a su corazón un trabajo extraordinario que lo haga más propenso a los infartos y a los paros cardiacos de los que han fallecido el 90 por ciento de sus conocidos, amigos y parientes.

Si usted lo piensa bien este mundo que ha dominado la ciencia y construido la técnica le va resultando un mundo bastante inhabitable. Apenas ayer usted podía refreír sus frijoles en una de esas sartenes de barro tan bonitas y tan baratas que manufacturan nuestros indios, que tan justa fama han ganado para las artesanías mexicanas entre propios y extraños.

Ayer apenas… porque no le habían informado aún que en los colorantes empleados para decorar dicho utensilio había una cantidad de plomo que lo conduciría a la tumba de una manera lenta pero inevitable. Ayer apenas usted consumía refrescos dietéticos que hoy han retirado de la venta por sus efectos nocivos. Mira usted con desconfianza a su alrededor. Cada cosa encierra un peligro que usted desconoce y que sólo va a revelarle, cuando quiera, el hombre de ciencia y el técnico. ¿Vale la pena continuar así? Usted no va a echarse atrás, desde luego. Pero quizá tampoco se atreva a llevar adelante la cadena de las generaciones. Antes de tomar cualquier resolución, medítelo. Porque la última novedad es que los métodos anticonceptivos, aparte de no ofrecer ninguna garantía, lo exponen a usted a algún modo particularmente horrible de muerte.


Excélsior, 28 de febrero de 1970, pp. 6A, 8A.

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