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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

UNA ESTAMPA HUMANA: ¿EL ORDEN SE HA IMPUESTO? (1967)

A veces uno se hace ilusiones, se equivoca. Comienza a pensar que en México estamos olvidando aquel arte de la arbitrariedad y de la improvisación que nos hizo tan famosos (aunque no por ello menos mal afamados), para entrar en los cauces de lo previsible, de lo regulado, de lo que conduce a la respetabilidad. Sobre el capricho se ha impuesto el orden, sobre el chispazo súbito la retórica, sobre la cabalgadura briosa galopa, a buen paso, la institución.

Se recuerdan con nostalgia los tiempos idos ¡tan pintorescos! Como podría recordar un valetudinario sus travesuras de juventud. Cuando de pronto un incidente cualquiera nos hace advertir que la apariencia es engañosa y que aún no hemos perdido la iniciativa, que estamos frescos, disponibles todavía para la invención, que a la disciplina únicamente la hemos saludado de lejos y que seguimos rindiendo homenaje a la persona individual por encima de cualquiera otros valores.

Pero usted, lector (no me atrevo a pluralizar no por modestia sino porque detesto las exageraciones), no va a creerme si no le demuestro mis aseveraciones con un ejemplo. Pues bien, el ejemplo ahí va.

Sucede que ni usted está para saberlo ni yo para contárselo pero tengo un hijo de seis años. Naturalmente, como todas las mamás del mundo y como todas las abnegadas madrecitas mexicanas (en esto me apego de la manera más estricta a la tradición), doy por hecho que mi retoño es el colmo de las maravillas y que las ocurrencias que tiene no las ha tenido nunca nadie antes en los millones de siglos de civilización y que su candidez lo hace observar y descubrir aspectos de la realidad que a los adultos nos pasan inadvertidos y que estar junto a él es, de alguna manera, recuperar esa ingenuidad que únicamente conservan los poetas.

Por desgracia, entre los aspectos de la realidad que mi hijo observa se encuentran los anuncios de espectáculos. Y que en cuanto descubre una película de Walt Disney ya puedo componérmelas porque no me dejará descansar sino hasta que hayamos contemplado las aventuras de un profesor distraído, de un perro gran danés con complejos de salchicha, de un fundador de los boy scouts.

El domingo último me rendí a la insistencia y nos dispusimos a presenciar la exhibición de una película en la que se unía lo útil a lo agradable, lo instructivo a lo entretenido. Mi experiencia del mundo y de la vida me avisaba que no podríamos lograr nuestro objetivo sino a fuerza de paciencia. Porque en día festivo ningún espectáculo en la capital es accesible sino después de haber pasado por la prueba de fuego, rito de iniciación, purgatorio de “la cola”.

Bien. Ya nadie se amontona en las ventanillas en las que expenden los boletos, todo el mundo tiene sentido de prioridad de los demás y los conflictos se han reducido por esto, por nuestra “institucionalización” como país al mínimo. Lo que tiene sus ventajas.

Así que nos formamos muy ordenadamente en el sitio que nos correspondía que distaba más de una cuadra de la meta de nuestras ambiciones. La cola se movía con lentitud pero con regularidad y todos nos sonreíamos mutuamente, satisfechos de este progreso y de las esperanzas que nos hacía concebir de llegar al término de nuestros deseos cuando de pronto sobrevino una parálisis brusca, inexplicable y aparentemente definitiva. Se corrió el obligado rumor de que se habían agotado las localidades pero fue desechado por optimista. De que dentro había estallado un incendio pero no pudo sostenerse por falta de signos de alarma. Hasta que de pronto las hipótesis contradictorias cristalizaron en una frase, enigmática al principio: “se durmió”.

Recordé a Miguel Hernández cuando exclamaba conmovido y comunicativo. “Se me durmió la sangre en la camisa”. Ah, me dije, ¡cómo el pueblo sabe encontrar por puro instinto ese manantial de imágenes que de un modo tan directo aluden a la realidad! Sí, la cola estaba dormida y había que respetar el sueño.

Pero alguien fue más explícito y añadió que quien se había dormido era la vendedora de boletos en la taquilla, lo cual me pareció no sólo absolutamente prosaico sino totalmente inverosímil. ¿Cómo es posible que una persona que está desempeñando sus funciones de atender a un público heterogéneo, cambiante y exigente pueda abandonarse al sueño? Eso por una parte. Por la otra ¿cómo es posible que un público permita que sus exigencias se sacrifiquen en aras de un solo individuo en esta época en que la colectividad tiene todos los ases de triunfo? Además ninguna empresa toleraría que uno de sus empleados diera una muestra tan contundente de su ineficacia.

Lo mismo que a mí la sensación del absurdo y la incredulidad predominó en muchos quienes, nuevos santo Tomases, rogaron a sus vecinos que les reservaran su lugar mientras ellos se lanzaban a la investigación. Su regreso era una mezcla de asombro y resignación que no encontraban fórmula para expresarse así que repetían la frase hecha: se durmió.

Lo vi con mis propios ojos: sí, dormida como un lirón estaba la encargada del despacho de boletos. Mi hijo, que entre otras monerías tiene un silbato, lo hizo sonar vigorosamente en sus orejas, sin ningún resultado apreciable. Comenzamos a alarmarnos. “Es un ataque.” “Una muerte repentina.” “En la flor de la edad”, etcétera, etcétera.

Allí cada uno mostró su verdadera personalidad. Los sentimentales perseveraron en las lamentaciones, los inconformes recurrieron a las quejas. Se dirigieron “a quien corresponde” y le informaron de la situación. El superior jerárquico de la no tan bella pero sí indispensable durmiente no mostró ninguna simpatía por las irregularidades que se exhibían ante su vista. ¿No tienen ustedes ninguna consideración?, preguntó. Es una muchacha que empieza a pasarse y anoche fue la primera posada. Probablemente se fatigó bailando y ahora se repone de la fatiga. Y con estas palabras nos hizo sentirnos a todos mezquinos y envidiosos de una dicha ajena y de una capacidad de divertirse que no nos era propia.

Volvimos a nuestro puesto, en silencio para no turbar el sueño que quizá estaba poblado de hermosas imágenes, de recuerdos dulces, de amables proyectos. Aun los niños comprendieron que algo estaba aconteciendo y reprimieron su natural bullicio y permanecieron, callados, a la expectativa. Una expectativa que duró casi una hora.

Transcurrido este tiempo sobrevino el despertar y cada uno de nosotros recibió, como premio de su solidaridad, un boleto. Y lo recibimos con gratitud porque quizá ésta será la oportunidad única que se nos haya brindado de mostrar el espíritu navideño que reina en esta época del año.


Excélsior, 23 de diciembre de 1967, pp. 6A, 9A, 17A.

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