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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

ABSTRACCIÓN E INSTITUCIONES: DE LA JUSTICIA Y OTRAS UTOPÍAS (1968)

En la última semana hubo dos acontecimientos que no por repetidos, dejan de tener su importancia y su significación, sino al contrario. Esos dos acontecimientos fueron protagonizados por grupos de estudiantes y por permisionarios de líneas camioneras.

Si dijéramos que el enemigo natural del estudiante es la ignorancia, pecaríamos de ella (además que de una pedantería de lo más ridícula). El enemigo natural del estudiante en México —y quizá en otros países de Hispanoamérica, a juzgar por los cables que publican los periódicos— es su medio colectivo de locomoción. El autobús, que tarda pero no llega. Que llega, pero que ya no tiene cupo (dándose con eso, ínfulas de aula). Que acoge pero estruja, asfixia, pisotea, pone a la merced de los carteristas, de los abusivos en otros niveles. Que sigue un itinerario laberíntico y que cuando nos vomita de su boca estamos tan aturdidos que no somos capaces de atinar si hemos llegado al punto que nos habíamos propuesto o a otro diferente… y, además, no nos importa.

Esto, en circunstancias normales. En otras tomamos parte, involuntaria, desde luego, en una carrera desaforada contra el tiempo, contra otro autobús rival y burlamos las señales de tránsito y nos subimos a las banquetas de seguridad y cargamos gasolina con pasaje. El caso extremo es cuando el autobús atropella a alguien o nos atropella y deja a la víctima inválida o muerta.

¿Qué sucede después? Depende. Si la víctima es un peatón corriente y moliente, se rasca con sus propias uñas y la secuela posterior es un asunto privado del que no se enteran si no quienes de algún modo tienen una relación con él. Pero si la víctima es un estudiante entonces sí hay repercusiones. Sus compañeros se lanzan tumultuaria y solidariamente a la calle, secuestran el mayor número posible de artefactos que serán destruidos en caso de que la empresa no satisfaga las demandas de indemnización que los estudiantes exigen.

El trato directo entre el ofendido y el ofensor, en una sociedad, se da cuando no existen instituciones encargadas de la administración de la justicia. No es ese el caso de México, en el que la Constitución específica cuáles son los órganos cuya misión es mediar y equilibrar los intereses contrapuestos y añade que esos órganos deben cumplir sus funciones, aparte de con imparcialidad (lo que es redundante tratándose de lo justo) también con rapidez. Expedito es el término y suena, a los oídos de nuestro pueblo tan amante de los diminutivos, no como la enunciación de una orden sino como la solicitud, humilde, de un favor.

¿Entonces por qué cada vez que un estudiante entra en colisión con un autobús la justicia no interviene? En vez de acudir a un juzgado y levantar un acta el grupo actúa de una manera directa. Se hace de rehenes y con esta arma en las manos plantea a la empresa las condiciones para la resolución del problema. Se propone una cifra, se discute alrededor de ella, se llega a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. El proceso se ha desarrollado y ha alcanzado su culminación sin que en él intervenga ninguna autoridad judicial. Ha sido la lucha entre dos fuerzas: la del número contra del dinero.

Eso es lo que se llama hacerse justicia por propia mano. ¿Es que los estudiantes no están enterados de que hay otras manos más idóneas, más autorizadas que las suyas para que la justicia se haga? No, es que desconfía de ellas. Y en esta desconfianza, que llega al grado de que uno de los géneros literarios —el policiaco—no haya tenido cultivadores importantes en nuestro país, no están solos. Se podría hablar de una unanimidad más bien descorazonada.

¿A qué se debe este fenómeno? ¿Es un prejuicio? ¿Es desengaño basado en la experiencia? Usted, lector, hablará de la feria como le haya ido en ella. Yo voy a limitarme a contarle algo que me sucedió… en otro sexenio, que es casi tanto como decir en otra latitud, en otra encarnación, en otro planeta.

Yo era joven e ingenua, tanto como para ir a arreglar una diligencia, dejar mi coche estacionado en la acera y suponer que veinte minutos más tarde iba a encontrarlo todavía allí. Naturalmente no estaba. Naturalmente puse el grito en el cielo. Y ya no tan naturalmente (porque con ello pongo en crisis todas las certidumbres acerca de la intuición femenina) se me ocurrió llamar a la policía.

Por lo pronto hubo un diálogo muy confuso en que lo que se sacó en claro era que se había robado un automóvil pero en lo que comenzaba la ambigüedad era en si yo era la despojada o la ladrona. Por lo pronto fui llevada a la delegación más próxima para redimir mi declaración. Logré salir libre pero custodiada por un agente que no abandonaba mi vigilancia sino cuando era revelado por otro.

Como yo era la principal sospechosa los detectives me sometían a unos interrogatorios de lo más largos y de lo más hábiles que conducían a un punto invariable: yo. Y yo era, según me lo dijeron varias veces con gran desprecio, bastante inepta para proporcionar ninguna información útil.

Así pasaron días, semanas. La investigación no avanzaba, el coche no aparecía y de ello ¿quién era la única responsable? Yo. Así que se me castigaba perdiendo, de una manera paulatina, interés en el caso. Hasta dejarlo abandonado por completo.

Entonces escuché el consejo de un hombre sabio. Puse un anuncio en el periódico ofreciendo una gratificación a quien me dijera dónde se encontraba un automóvil de tal color, tal modelo, tales placas, etcétera. En varias horas el automóvil estaba localizado. Estuve a punto de cometer otro nuevo error avisando… a la policía. Pero el hombre sabio me detuvo. No, no era prudente. Dado que el sitio el automóvil se encontraba era presumible que quien lo hubiera robado gozara de impunidad. Hasta se habló de un general cuyos méritos en campaña no tuvieron la recompensa de un puesto público, en la época en que la amistad era el valor supremo en la policía mexicana y al que se había desagraviado concediéndole la patente de corso para “operar” en ciertas zonas urbanas. ¿Verdad o ficción? No sabría decirlo pero por si las moscas encargué la tarea de la recuperación del coche a la persona adecuada y desempeñó su encargo con tal acierto que el coche volvió a mis manos no sólo intacto sino hasta pintado del color que yo elegí.

EL hombre sabio me aconsejó, para despedirse, que yo no diera parte de mi hallazgo a nadie porque el coche me sería incautado como cuerpo del delito. Así que hasta ahora, después de tantos años, todavía duerme en los archivos judiciales una denuncia de un robo que siempre permaneció en el ministerio.

Excélsior, 6 de abril de 1968, pp. 6A, 8A.

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