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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

ACADEMIA DE LA LENGUA, REDUCTO MASCULINO: ¿Y SI HUBIERA UNA SÓLO PARA MUJERES? (1970)

Por Rosario Castellanos


Naturalmente yo soy la persona menos indicada para tratar este asunto. Porque todos dirán, y con razón porque entre otras cosas es verdad, que respiro por la herida. Naturalmente es por eso que voy a tratar el asunto. Reacciones paradójicas, usted sabe. Y las padezco en todos los órdenes. Si me recetan un sedante entro en un estado de frenesí. Considero que los críticos más autorizados y justos son los que han dicho pestes de mis obras. Rechazo automáticamente un producto en el momento en que se vuelve popular.

Pero pasemos de un aspecto de la autobiografía (que me fascina, como a todos y en esto sí tengo que admitir que soy absolutamente normal) para entrar en otro. ¿Recuerda usted el revuelo que se armó cuando don Francisco Monterde (yo le diría don Panchito, porque así le he dicho siempre y así me hace continuar diciéndole pero alguien podría interpretarlo como una falta de respeto) en su calidad de presidente de la Academia Mexicana de la Lengua dejó entrever a un reportero, ávido de noticias sensacionales, la posibilidad de que las puestas de tan augusto recinto se abrieran para dar paso a una mujer? ¿Y cuando, para entrar en detalles, citó nombres de quienes podrían aspirar a la candidatura, entre los cuales estaba el mío?

Si usted lo recuerda es que tiene memoria de elefante y lo felicito y se la envidio. Pero lo que seguramente ha olvidado es lo que ocurrió después. Porque no ocurrió nada sino que se exhumaron los reglamentos según los cuales ninguna persona que haya sido registrada bajo el rubro de sexo femenino puede tener acceso a la institución que “limpia, fija y da esplendor” a nuestro lenguaje. ¿Por qué? Por la misma razón que Tobi y sus amigos pusieron el letrero prohibitivo a las puertas de su club, que indica con toda claridad que no se admiten niñas.

Así que aquí me tiene usted: en vez de estar sentada en un sillón de los inmortales, tomando chocolate (no alcanzo a imaginarme un estado de beatitud mayor que el de tomar chocolate a ciertas horas de la tarde o de principio de la noche) y departiendo, de lo divino y de lo humano, con los espíritus más generosos y cultivados de nuestra patria.

¿Pero qué quiere usted? A mí me tocó una suerte muy diferente de la de Sor Juana, quien afirmaba en alguno de sus romances que había venido al mundo para que si era mujer, ninguno lo verificase. En mi caso la verificación no es siquiera necesaria. Es tan obvio, pero tan obvio que nací “como la paloma para el nido”, como afirmó nuestro bardo clásico, que aquí me tienen, como la pequeña Lulú, tratando de imaginarme lo que sucede en el interior de ese claustro en el que se deliberan y alternan nuestros dueños de la pluma.

En la culta Francia las cosas ocurren de otro modo… aunque a la postre los resultados vienen a ser los mismos. Da la casualidad de que quienes redactaron los reglamentos de la Academia Francesa no pusieron como requisito ser varón porque no previeron la eventualidad de que a alguna señora se le ocurriera la osadía de ir a llamar a sus puertas solicitando la entrada. ¿Cómo iba a producirse tal exhibición de mal gusto en el país de la elegancia, tal desafuero entre quienes alardean de su sentido de la mesura, tal absurdo en la cuna misma de Descartes?

Pues bien, lo inconcebible ocurrió en 1893 cuando una novelista –Paulina Savari− (¿usted la había oído mencionar antes?) se postuló para suceder a Ernesto Renán que, al cabo como era ateo, bien se merecía el infierno en el otro mundo y una sucesora mujer en éste.

Pero aun esta consideración teológica no fue bastante. “La Academia, considerando que sus tradiciones no le permitían examinar semejante cuestión, pasó acto seguido a la orden del día.”

Lo inconcebible vuelve a ocurrir hoy cuando Françoise Paturier, a quien la prensa define como una “osada escritora, de 42 años, autora de varios libros exitosos, ensayista y cronista del matutino conservador parisiense Le Figaro… bella, de fino humor, acérrima feminista”, aspira a ocupar una vacante en ese exclusivísimo círculo cuyos integrantes no pueden sobrepasar la cifra de cuarenta miembros.


Planteo mi candidatura a la Academia Francesa –dice la Paturier− sin voluntad de provocación ni escándalo, como una consecuencia lógica de ideas que defiendo con la pluma desde hace quince años y con el corazón desde siempre. Considero que llegó el momento de cumplir este gesto. No tengo ambición personal alguna. Sólo quiero abrir puertas. Las rechiflas, los sarcasmos, las risas y las preguntas idiotas serán para mí, el sillón para otro. Bien lo sé y me presento a la Academia Francesa, la primera entre todas las mujeres de este siglo, sin mayor candidez que insolencia. 

Por lo visto está muy consciente de que su gesto tiene un valor simbólico pero que carece en absoluto de eficacia. Es más, ya han empezado a elaborarse los razonamientos por los que será rechazada y van a fundamentarse, sobre todo, en que sus libros son ligeros y bastante divertidos. ¡Dios mío! Y uno piensa en Cocteau y en tantos otros nombres que de tan ligeros se han desvanecido en el aire; y en tantas obras de que tan sesudas no las lee nadie, y menos que nadie los encargados de discernir los espíritus y los méritos de quienes adquirirán la categoría de inmortales.

De Françoise Paturier debo reconocer que no conozco más que su “carta abierta a los hombres” en la que su “feminismo acérrimo” se manifiesta a través de una extraña mezcla de agresiones al sexo opuesto (en este caso más opuesto que nunca y a todo, por lo visto), de burlas, de datos biológicos, sociológicos, psicológicos, políticos, etcétera, que tienden a demostrar lo palmario: que la discriminación de un grupo humano por otro siempre es injusta y se apoya en verdades a medias, mentiras completas y prejuicios.

Pero lo que me preocupa ahora no es la calidad del talento de Françoise Paturier sino el sentido de la empresa que acomete. ¿De veras vale la pena asaltar estos reductos que tan celosamente han guardado los hombres? ¿No se le hace el juego al enemigo y se acata la jerarquía de valores de una sociedad patriarcal cuando se empeña uno tanto en alcanzar una distinción, como si de ella dependiera nuestra vida perdurable? ¿No sería mucho más irónico –y desde luego más fácil− abrir un expendio enfrente y decir que no se admiten hombres? Éste es el tema de meditación para la semana.


Excélsior, 17 de octubre de 1970, pp. 6A, 10A, 11A.

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