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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

AGNON EN NEPANTLA (1971)

Existe en nuestro vocabulario una palabra de origen náhuatl cuya traducción exacta significa “la tierra de en medio”. Pero Nepantla nos sirve para aludir fundamentalmente a un estado de ánimo crepuscular que, en cierta manera, nos caracteriza, a un nivel de conciencia en el que advertimos nuestro desasosiego, por una parte, y por la otra lo que nos falta para alcanzar la opuesta orilla, una situación histórica en fin, que se prolonga durante siglos y que, como a Oliveira, el personaje de Cortázar, no nos permite permanecer (ni pertenecer) al lado de allá ni al lado de acá.

Si lo pensamos con cuidado no es una mera casualidad que nuestra Sor Juana haya nacido en Nepantla y haya vivido allí toda su vida. Oscilando desde las raíces de una feminidad de la que se jactaba que ninguno hubiese verificado jamás, hasta el cultivo monstruoso de un intelecto al que, de haberle supuesto una encarnación posible le hubiera supuesto una encarnación de cerebro de hombre, yendo de la corte a celda, del aislamiento al rumor de comunidad, entregándose a la satisfacción del apetito de saberlo todo, de conocerlo todo. Y renunciando después a todo, despojándose de libros y de instrumentos de investigación, abnegándose, muriendo en la plenitud de la edad de Sor Juana es el paradigma de nuestra condición de mutantes, de criaturas que han sido registradas en una fecha pero que se mueven y son, en otras dimensiones temporales. A quienes constriñe un espacio y reclaman otro espacio diferente. A las que solicitan, con igual urgencia, el pasado que exige ser conocido y el futuro que pretende ser realizado. Y a las que, mientras tanto, se les escapa el presente antes de que se le imponga ningún perfil porque su forma no es, no puede ser, ni de la anticipación ni la de la nostalgia. Porque el presente tiene una forma propia, intransferible que no alcanzamos a descubrir porque no tenemos tiempo de reflexionar sobre ella, desgarrados como estamos entre un ayer que se borra y una mañana que todavía no se configura.

Es por esto, quizá, que para un latinoamericano resulta más fácil de comprender o de aproximarse al fenómeno de la formación de la mentalidad de Israel que lo que parece en otros pueblos que poseen una distinta experiencia histórica en la que la ruptura y la contradicción no son los signos definitivos.

En Ayer y anteayer, Agnon acompaña a un joven judío, nacido en el centro de Europa, seducido por los ideales sionistas, en su viaje de retorno a la tierra prometida. Durante siglo y medio las generaciones que lo precedieron se han aplicado a poner en tela de juicio los dogmas, las costumbres, los hábitos en los que habían creído o que habían practicado con tal constancia y durante un periodo tan prolongado que llegaron a pensar que formaba parte de su naturaleza misma, que constituía su esencia y que encerraba su destino, pero que ahora, a la luz de la revisión, se les revelaban como producto de las circunstancias, respuestas a los estímulos dados, adaptación a un medio real, pero que una vez alterado el medio, sustituidos los estímulos y cambiadas las circunstancias perdían no sólo su validez sino también toda posible explicación.

Pero un cambio que va a tener tan amplias e imprevisibles repercusiones, que se da en los más diversos sectores del pensamiento y de la acción y que emerge de las más misteriosas causas, no alcanza su objetivo sino tras de largos rodeos, sin que se establezca un pacto en el que la realidad y del deseo, enfrentados, acuerden treguas, compromisos, medias tintas.

Según Herzl, el teórico y visionario del sionismo, el instrumento para pasar del estado de ensueño al de la plena realización, es el trabajo. Y no cualquier trabajo sino el que pone al hombre como adversario de la naturaleza, a la que tiene que convertir en sierva y en aliado. Para nadie es un secreto que cualquier europeo es susceptible de darse el lujo de emigrar de su patria pronunciando la famosa lamentación de Alejandro Magno respecto a la escasez de mundos por conquistar. Hay que ir a buscarlos a otra parte. ¿Cuántos no cruzaron “la mar salobre” para hacer la América? ¿Cuántos no fueron arrojados por ambición a las costas de África?

¿Cuántos no se aventuraron y se perdieron —o se ganaron— en las remotas latitudes asiáticas?

Mas para el europeo, recordémoslo; todo el monte es orégano. Son libres, eligen. Para el judío la emigración significa otra cosa o necesidad (porque ha sido pronunciado un edicto mediante el cual se les expulsa de un país o de otro) o predestinación (porque desde el principio de las edades se ha escrito que pertenecen a una tierra determinada tanto como ella les pertenece).

La naturaleza, pues, a la que hay que domar mediante el trabajo no es cualquier naturaleza sino una y sola: Palestina. El problema está sólo en hacer las maletas y partir. Pero partir… es morir un poco, ya se sabe. ¿Por qué no mejor hacer los preparativos con calma? Sin por eso dejar de ser activo, por supuesto. Se constituyen comités de ayuda para los que marchan, se hacen colectas, se discuten —en interminables sesiones— cuáles son los requisitos previos para el viaje. Que algunos, como Itsajk Kumer, por ejemplo, se deciden a emprender sin más trámite que una muda de ropa (confeccionada para el invierno más riguroso) y algunas vagas nociones del sitio al que se va a arribar.

Y ese sitio al que se arriba parece como soñado por Kafka. El ritmo de la existencia es lento, el proyecto de vida utópico. Se soñaba con las labores del campo, con la energía íntegramente dedicada a hacer fecundo el desierto, inofensivo el pantano, comparable al Jardín del Edén el paisaje.

Pero ocurre que el campo, si es bueno, tiene dueño. Y el dueño ni admite intrusos ni necesita peones. Pero, contra lo que reacciona de manera violenta, es contra las nuevas ideas que los intrusos y los peones quieren meterle en la cabeza. ¿Técnicos? ¿Para qué? Está acostumbrado a la mano de obra barata, al rendimiento moderado pero seguro de sus bienes, a los rutinarios métodos de explotación de la tierra. Itsajk vaga, como en un sueño, de una aldea a otra. Sufre hambre, penurias. Y además (y se alegra de no tener la oportunidad de comprobarlo) sospecha que no es apto para ese tipo de trabajo que ha considerado como una vía mediante la cual el hombre realiza al máximo sus potencialidades.

Así que, pasito a pasito, va a radicar a una ciudad no muy distinta, en el fondo, a la ciudad europea de la que provenía. Va a desempeñar oficios que no son otros que los que desempeñaba “en el lado de allá”. Y va a languidecer de decepción, de desesperanza, en destartalados cuartos de hotel. Y va a usar la lengua sagrada —el hebreo— para fines profanos sin que las palabras hayan perdido en su boca el sabor del sacrilegio. Y si no muere en la más absoluta desesperación en porque le sostiene la certidumbre que su vida no se agota en su cuerpo sino que pertenece a la colectividad de los que fueron, de los que son y de los que vendrán.

En Huésped para una noche, Agnon imagina otro desenlace para su historia. Quizá más poético aún. Porque el que emigró a Palestina y realizó una parte de su obligación, pero no toda su obligación pues tiene que habérselas con una compleja estructura geográfica, económica, política y social en la que no tiene cabida, decide volver al país de Europa del que procedía. Sólo para descubrir que la sinagoga no era tan grande como lo que recordaba, que el pueblo fue destruido por la guerra, que sus amigos han muerto o se han dispersado, que sus tradiciones se conservan fragmentadas por las discusiones, violadas por la irrupción de nuevas formas de vida. Y para descubrir que él se ha convertido en un extraño incapaz de establecer comunicación con los demás.

Porque los que no le reprochan haberse marchado le reprochan haber vuelto. Y se ríen de él por su asombro ante el cambio que sufrieron las cosas que en su memoria habían adquirido la categoría de inmutables.

Agnon es el testigo de ese momento que está, según Valéry, entre el advenimiento y el vacío. Fue fiel a ese momento que sólo las nuevas generaciones consideran como definitivamente superado y sustituido por otro: el de la afirmación de una nacionalidad y de un pueblo que no renuncia a su derecho de existir y a manifestarse de un modo peculiar.


Diorama de la Cultura, suplemento de Excélsior, 13 de junio de 1971, p.5.

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