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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

ANTIGÜEDAD DE LO NUEVO (1965)

Nada explica mejor el hecho de que cedamos al asombro, a la sorpresa y aun al escándalo con tanta facilidad, como el imperfecto uso que hacemos de una de nuestras potencias fundamentales: la memoria. Olvidamos todo lo que no nos ha herido en lo vivo o lo recordamos fragmentariamente o la distancia nos da una perspectiva que desvanece los contornos precisos de las figuras y las rodea de un halo tan falso como poético y como absolutorio.

Digo esto a propósito de uno de esos tópicos en que incurrimos periódicamente quienes practicamos el simple oficio de mirones o el más urgente de padres de familia o el más elaborado de pedagogos y es el de clamar por la relajación de las costumbres. Relajación que, desde luego, practican con el ímpetu de su edad los jóvenes a quienes atribuimos, además de esta energía cuya falta llama en sí misma la vejez, virtud, una capacidad de inventiva de la que en realidad carecen.

Porque el fenómeno de la rebeldía sin causa (en el que sociólogos improvisados, moralistas sin imaginación y meros contribuyentes se obstinan en ver un resultado de la desintegración de la familia en la que la madre, ¡ay!, trabaja o juega canasta uruguaya, según el nivel económico y social al que pertenezca; y esta desintegración aparezca a su vez como una consecuencia de la proliferación de las ideas exóticas que pone en crisis los sólidos fundamentos sobre los que se asentaba un orden cuya validez los siglos no hacían sino consagrar), el fenómeno de la rebeldía sin causa, decíamos, no es nuevo.

La filiación del vago y malviviente que se asocia en pandilla, se arma y se convierte en el azote de las colonias suburbanas es posible de establecer con el gangster ya periciclado, y, más atrás, con esa galería de bandidos que tanto carácter le dio al siglo XIX y que los románticos se obstinaron en presentarnos bajo la luz más favorable haciéndolos —a más de audaces— generosos y, a sus horas, conscientes de la injusticia imperante contra la que protestaban a su modo. Un modo ineficaz, es cierto, pero que apaciguaba los sobresaltos de una conciencia sensible.

Pero dejemos a los susodichos esgrimidores de cadenas (y no, no caigamos en la tentación de encontrar un símbolo en tal gesto) y vayamos a otros ámbitos más conspicuos. El de los juniors nos ofrece el consabido espectáculo del coche deportivo que se estrella porque su conductor es presa del vértigo de la velocidad; pero también nos muestra cómo opera la fuerza —esa fuerza que emana de la influencia política, del prestigio social y, en última instancia, del dinero— cuando es ciega para los valores a los cuales la humanidad rinde acatamiento. ¿De qué otro modo se comportaban los altos lores, víctimas del spleen? ¿Esos que acudían, según nuestro conocido poeta, a reír las gracias de Garrik, actor de Inglaterra? Ahora Garrick ha muerto (porque “también los cómicos mueren”), pero en un país tan cuidadoso de su tradición no iba a cometer la imperdonable descortesía de hacer mutis sin dejar preparada su decencia. No estamos forzando mucho la comparación cuando pensamos en los Beatles. Si uno recitaba los grandes textos clásicos los otros cantan, bailan, hacen piruetas y hasta improvisan sus parlamentos. ¿Querrá esto decir que progresamos?

Queda otro sector de la fauna de marginales, que es en el que queremos detenernos: el que justifica sus infracciones a los convencionalismos con una concepción general y escéptica del mundo y supone que la inteligencia es la forma extrema del desdén. Fincan su sentimiento de su superioridad en un atributo que, generalmente, no transita jamás del estado de latencia al ejercicio activo. Están dotados de múltiples aptitudes, pero les falta esa constancia, muchas veces rayana en la obsesión, con que el creador verdadero se dedica a la realización de la obra. Les falta también esa especie de apego instintivo a los proyectos que les permite transformarse en objeto artístico o en idea formulada. Carecen, en suma, de esa gama de cualidades de la voluntad sin la cual el genio se malogra y queda en un mero alarde de ingenio que admiran, envidian y tratan de emular, durante un instante, los prójimos más próximos.

Nuestros antepasados daban a tal espécimen el nombre de bohemio y esta palabra era ambigua porque en ella confluían un desprecio evidente y un prestigio secreto. Un bohemio era un candidato a morir de miseria, pero también de amor, de inspiración fulminante, de todas esas experiencias que tan hermosas son de contemplar desde la barrera de una rutina de labores regularmente pagadas, de unos lazos afectivos seguros por mediocres, de un vasallaje incondicional a lo permitido y sancionado por el uso, lo cual garantiza, al menos, contra el riesgo de que alguna vez nos asalte el afán de aventura.

Balzac define bien este tipo de hombre y de vida, vigente en su época y que todavía no se extingue en la nuestra. Es, dice,


una juventud maliciosa, esa juventud lo bastante fuerte para reírse de la situación en que la coloca la ineptitud de sus mayores, lo bastante calculadora para no hacer nada al ver la inutilidad del trabajo y lo bastante viva aún para aferrarse al placer, la única cosa de que no ha podido privarla. Pero una política a la vez burguesa, mercantil y santurrona va suprimiendo todos los desagües por los que podrían encontrar una salida tantas posibilidades y talentos. Nada para esos poetas, nada para esos jóvenes sabios. 

Poetas sin poemas, sabios sin especialización. ¿No era apenas natural que la administración no les reservara ningún sitio? Ya era bastante con que contaran con dos alternativas: el mecenazgo, estatal o privado, que tiene su abolengo histórico y que es una forma de relación entre la hormiga y la cigarra que resulta igualmente satisfactoria para la vanidad de ambas. Y, por otra parte, la beneficencia, estatal (otra vez) y eclesiástica. Ante la limosna el orgullo del bohemio retrocede indignado. Pero ante el fraude y la insolvencia, no ante la burla despiadada a los proveedores a los que esquilma.

Hay, sin embargo, un elemento que no se ha conservado en la sucesión de generaciones que llevan del bohemio de ayer al desencantado de hoy. Aquél cree en el amor “como en una combinación del sentimiento de lo infinito que hay en nosotros y del ideal de belleza que se revela bajo una forma visible. El amor que abarca a la criatura y a la creación”. El amor que exalta y que aniquila, que salva o que pierde pero, en todo caso, que acaba por proporcionar un sentido de la existencia.

Ahora, ¿quién se atreve a comprometerse en una creencia semejante? Si se trata de política tal vez valdría la pena apostarlo todo. Pero los sentimientos son tan efímeros que bien pueden ser reemplazados por las sensaciones.


Excélsior, 23 de enero de 1965, pp. 6A, 8A.



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