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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

AULA EN JERUSALÉN: EL TESORO COMPARTIDO (1973)

Actualizado: 23 oct 2023

Tel Aviv. —“Como no escapará a su atinada consideración…” ¡Qué bonita frase! No voy a presumir de que la inventé yo. Me la encontré ya hecha y me encanta. Así es que la uso cada vez que puedo. Hoy no puedo mucho pero, de todos modos, vamos a ponerla; como no escapará a su atinada consideración, si usted recuerda mi texto de la semana pasada sabrá que, haciendo a un lado mi conciencia culpable y todo, me paso la vida muy capulinamente dando mis clases en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Este año decidimos, mis alumnos y yo, examinar juntos algunos textos: los que Samuel Ramos, Octavio Paz, Jorge Portilla y Carlos Fuentes han escrito sobre lo mexicano.

Empezamos, por orden cronológicos, con El perfil del hombre y la cultura en México en el que leo el párrafo que sigue: “he tratado de explicar que un cierto número de defectos muy generalizados en los mexicanos deben referirse a una causa común inconsciente; el sentimiento de inferioridad. En verdad, ese sentimiento no puede considerarse como una anormalidad psíquica peculiar y exclusiva nuestra. Siendo los motivos que lo producen conflictos psicológicos de índole muy humana, el sentimiento de inferioridad aparece en hombres pertenecientes a todas las razas y nacionalidades. Pero, mientras que en otras partes ese sentimiento se presenta en casos individuales más o menos numerosos pero siempre limitados, en México asume las proporciones de una deficiencia colectiva… En donde hay un sentimiento de inferioridad surge la ambición desmedida del poder que quiere decir la primacía en un mundo en que todas las cosas son vistas bajo la óptica de lo inferior y de lo superior; la discordia aparece con su corolario de actitudes negativas: el rencor, el odio, el resentimiento, la venganza. La lucha por el poder en todas las esferas, grandes o pequeñas, en lo privado o en lo público, en el círculo familiar o nacional, conduce frecuentemente al aislamiento, la misantropía, la neurosis, etcétera, etcétera. Todos estos efectos traducen la inadaptación a la vida de la comunidad y es entonces de la mayor importancia que la escuela ayude a vencer el sentimiento de inferioridad desde que aparece en la niñez”. Es un sistema educativo en quien Samuel Ramos confió para que adquiriéramos la sabiduría de la vida “ya que hasta ahora —1934— los mexicanos sólo han sabido morir”.

Precisamente cuando yo trataba de explicar a mis oyentes el tipo de relación que mantenemos con la muerte recibí, para ilustrar mis palabras con un ejemplo más significativo que cualquier otro, el número 5, que corresponde a los meses de octubre y noviembre del año que acaba de terminar, de Tláhtoc-Pilcayotl (Palabra de niño) que publica el Instituto Nacional de Protección a la Infancia.

Como es fácil de suponer este número (por uno de los meses a los que corresponde) está dedicado a las calaveras. Allí toda irreverencia es permitida: los alumnos señalan el defecto más peculiar de sus maestros, los maestros señalan las lacras de la burocracia y todos los redactores se carcajean de los ídolos de la multitud: altos funcionarios, programas, reformas. En un momento dado —el final— la crítica es posible. Porque la muerte nos vuelve a todos iguales.

Es curioso comparar en qué momento surge, en una cultura determinada, la certidumbre que existe entre los hombres una igualdad radical. Entre nosotros, acabamos de verbo, es después del trance último. Entre los judíos —a los que no les gusta pensar en este trance y lo conjuran con frases rituales o por el silencio—, la igualdad de los hombres está en su origen. Todos son hijos de Dios. Y si se atrevieron a desobedecerlo —y pagaron su culpa con la pérdida del Paraíso— y si se han atrevido innumerables veces —según el testimonio de la Biblia— a enfrentarse con él, a discutir sus órdenes, a usar sutiles argucias para esquivar un mandamiento que no se comprende o que, comprendido, no se acepta, ¿por qué no van a atreverse a desobedecer a los príncipes de este mundo? ¿Por qué no van a argüir con ellos?

El hecho de que uno sea un príncipe y el otro su siervo es un hecho circunstancial que podría invertirse. La autoridad no vuelve sagrado a quien la detenta porque la autoridad, como los hombres, también viene de Dios y fuera de él no hay nada divino. Por lo demás, ¿qué sería el príncipe sin el siervo? Nadie. Puesto que uno es el correlato objetivo del otro no va a escatimársele ni su dignidad ni su importancia. Mal siervo sería el que no advirtiera al príncipe de sus errores y no lo ayudara así a alcanzar la perfección dentro de sus funciones, es decir, en tanto que funcionario. En tanto que es contingente y que puede ser efímero.

Nosotros, en cambio, para uniformarnos necesitamos despojarnos no únicamente de nuestras insignias (las que proclaman un rango que pertenece al orden natural, un orden que no puede alterarse más que pensando en lo sobrenatural), sino también de nuestro cuerpo. Protegidos por la anormalidad de la calavera podemos burlarnos de todo aquello a lo que cotidianamente estamos sujetos. Una válvula de escape anual que nos permite volver a la rutina aliviados de tensiones, limpios de rencor, dispuestos a la genuflexión, al silencio o, cuando mucho, a esas palabras entre dientes con las que se queja “la sierva enemiga” que tan bien describió Alfonso Reyes.

El tema, como usted está viendo, no era para un día ni para el trimestre entero que acaba de terminar. Porque fuimos ascendiendo poco a poco de estas palabras y dibujos infantiles, de los coloridos altares con los que se celebra a los difuntos del 2 de noviembre en Pátzcuaro o en Mixquic, de los velorios tan animados gracias al café con piquete y a los chistes que siempre resultan irresistiblemente cómicos porque se está en un lugar en el que no es decente reírse, hasta las expresiones más altas de nuestra literatura. Allí está el poema cuya vastedad, hondura y perfección no han sido superadas aún y quizá no las sean nunca. Hablo de “Muerte sin fin” de José Gorostiza.

No, no lo conocían. Algunos lo habían oído mencionar en alguna tertulia, habían leído alguna referencia en algún manual de la literatura latinoamericana contemporánea. Pero conocerlo directamente, no.

Hay en el Departamento de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Hebrea una colección, casi completa, de Voz Viva de México. Allí José Gorostiza lee su propia obra. El impacto que produjo su revelación en los oyentes fue estremecedor. ¡Tenía belleza, tan hondo pensamiento, tan riguroso desarrollo!

No, no basta escucharla una vez. Otra. Otra. Y hay que leerla a solas. Alguien se encargó de las copias fotostáticas del texto. Hay quien ha decidido ya hacer su tesis de doctorado en letras sobre él.

Aunque no hubiera habido, ni hubiera, ninguna otra cosa, el solo hecho de haber sido el vehículo gracias al cual un grupo de estudiantes tuvo acceso a esa obra maestra que es “Muerte sin fin” justificaría, por lo menos ante mis propios ojos, mi estancia en Israel.

Excélsior, 24 de enero 1973, pp. 7A, 8A.


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