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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

AVENTURA DEL LIBRO (1947)

Es admirable, decía Anatole France, la sobrehumana energía con la que un recién nacido se apodera paulatinamente del mundo. Es tan habitual –que el milagro ha perdido su calidad de asombro− contemplar sus pequeños cuerpos absorbiendo el sol, el agua, los sonidos. Sólo sentirlos respirar es tonificante. Pero hay también otra clase de infancia que ya no resulta tan agradable de ver: la que propende de un modo harto sospechoso al uso prematuro de los anteojos y que llevada al terreno patológico produce eso a lo que en términos generales se denomina precocidad. Al menor asomo de estas disposiciones corresponde, como es natural, un trato desconfiado por parte de los compañeros sanos de la misma edad mientras que los adultos evitan acercárseles porque ven en ellos su imagen caricaturizada. Además, como no admiten más entretenimiento que el que proporcionan las palabras y como la sinceridad es algo que desde épocas inmemoriales se considera inconveniente para menores, estar al lado de estos especímenes equivale a un ejercicio de la fantasía que no está al alcance de todos.

Yo pertenecí a este tipo de niños con un último agravante: era niña. Y tal vez consciente de mi culpabilidad doble, pedía constantemente perdón por mi presencia escondiendo las manos detrás de la espalda y los pies debajo de las sillas. Sin embargo mi pretensión de situarme en un plano ajeno al del espacio no llegó nunca (a pesar de mis esfuerzos) a cumplirse. Ahora, después de reiteradas experiencias, sé que lo que hubiera colmado mis más íntimas ambiciones habría sido transformarme en un ente tan real y al mismo tiempo tan impalpable como un protagonista de novela. Exacto. Y entre las fronteras de un libro yo me hubiera movido con más espontánea soltura que jugando a la roña por ejemplo. Pero ¿cómo iba a adivinar esto entonces si ignoraba la existencia de las novelas? Con todo, poco a poco mi vocación fue siéndome revelada. Primero aparecieron sólo veintisiete letras. Las repetía con fruición, saboreando su orden sucesivo, meciéndome en el sonsonete de la repetición. Nada todavía lo mismo que las semillas. Pero en su seno el futuro encerrado, palpitando.

Mi primera amiga se llamó Lucia. Para encontrarla –y esto era cada mañana− corría despedazando en mil resonancias vibrantes el silencio de las calles que conducían a la escuela. Quizá no era un procedimiento muy difundido en nuestro ambiente pero el caso es que la mantenía encerrada con llave en un pupitre negro, desequilibrado y estrecho para impedir que se me escapara. Por lo demás a ella parecía no molestarle este alojamiento ya que me recibía cotidianamente inalterable, sonriente. Nos parecíamos. Iba y venía, como yo, de su casa a la de su maestra pero ella satisfecha en su papel de persona ejemplar que jamás desobedecía a sus mayores y siempre estudiaba las lecciones. Como era de esperarse yo procuraría imitarla por todos los medios posibles pero me desconcertaba en cierto modo, el que las circunstancias a su vez no procuraran imitar a las circunstancias de que Lucía estaba rodeada. Así ella tenía una conmovedora prima huérfana a quien proteger. En cambio mis primas, sin excepción, estaban provistas de madres bastante saludables todavía. Y en cuanto a la mía propia de ninguna manera podía compararse con la de Lucía: ésta abría los brazos exclamando ¡Hija mía! y pronunciaba largos discursos para premiar alguna buena acción que desde luego Lucía había ejecutado en secreto y dejado descubrir por casualidad. En tanto que aquélla no decía frases altisonantes más que en el momento en que resultaba indispensable regañarme por una travesura cualquiera. Aquí tiene su origen sin duda mi escepticismo respecto al valor de las cosas que miro a mi alrededor y mi fe incondicionada en la verdad de lo que leo.

Comenzó a circular por entonces, recuerdo, una revista infantil que ahora me doy el lujo de despreciar acaso porque se eleva ya fuera de los límites de mi comprensión y en la que semanariamente se sucedían impresionantes episodios de cruzados en la Tierra Santa, de cowboys en el oeste de los Estados Unidos y de exploradores frente a toda la gama de fieras salvajes. Aparte de estas truculencias la revista contaba con una sección de colaboraciones espontáneas a cargo de suscriptores. Publicaban allí chistes, dibujos y lo demás. Fue un estímulo irresistible para mis capacidades creativas y el vehículo al través del cual inicié mi carrera de escritora enviando un verso cuyo contenido total he olvidado pero animado con la intención principal de hacer rimar a dos de mis personajes favoritos: Paquín y Rintintin. Cuando mi obra se mostró como algo independiente de mí dentro de sus caracteres de imprenta, sentí una emoción extraordinaria. Había dado el primer paso y ahora me encontraba a la misma altura de los cowboys y los cruzados. De una manera oscura supe que uno de mis deseos fundamentales empezaba a adquirir categoría de realidad.

¿Hay alguna monstruosidad semejante a la de los cuentos para niños? Mientras no pude leerlos todo marchó bien y mi confianza en la bondad de la vida no fue amenazada por ningún peligro.

Pero cuando tuve ante mis ojos un libro (regalo especial de Navidad) firmado por un señor Perrault (quien si hay justicia debe gozar hace siglos del clima cálido del infierno) mi concepción del universo cambió radicalmente. Y no era para menos. Por él averigüé que los lobos devoraban a las caperucitas, los ogros habitaban los castillos y los héroes eran colocados dentro de un confortable barril erizado de clavos y arrojados ambos, barril y héroe, desde la cumbre de una montaña hasta un abismo. Y esto carecía de importancia. Los reyes entretanto se enamoraban de sus hijas y éstas para esquivar su persecución se cubrían con pieles de asno. Constituyéndose este dato en especial en uno de los enigmas de la Esfinge que suscitaban en mí un mayor número de hipótesis para explicarlo. Aún hoy no me considero muy convencida de que la citada piel haya sido el disfraz adecuado para disimular la propia condición y se me figura que la princesa que acudió a tal expediente daba una pista inequívoca de su verdadera personalidad.

No sé si a consecuencia de tales atrocidades o por haber comido demasiado pero el hecho es que caí enferma. Para distraer el fastidio de las horas que mis padres tenían que permanecer acompañándome, compraron una edición expurgada (pero no lo suficiente) de Las mil y una noches. Mi padre se sentaba a la orilla de la cama y leía en voz alta. Había que andar con cuidado porque entonces todo podía acontecer: repentinamente las alfombras se echaban a volar, los árboles hablaban y al destapar un frasco se liberaba un genio. Y repentinamente también mi padre empezaba a tartamudear y a ruborizarse, saltaba párrafos y remendaba la narración con añadiduras de su cosecha para que no se notara el salto dado. Así nunca pude entender nada de lo que allí se trataba ni me enteré de ningún desenlace de aquellas tramas tan prodigiosamente complicadas por intervenciones sobrenaturales. Pero cuando quedaba sola, sigilosamente me acercaba al libro como Eva a la manzana para esclarecer lo que me había ocultado. Y me topaba de manos a boca con transportes de amor, desmayos y otras escenas de la misma índole que no transcribo aquí porque su significado me es ya accesible. Cuando años más tarde me enfrenté al Apocalipsis me pareció una simpleza sin paralelo comparada con aquel laberinto. Pero no pude nunca inclinarme con una predilección decidida hacia acontecimientos tan singulares y escalofriantes y ha sido éste el motivo por el que evité hasta donde cabe en la vida real, el contacto con magos, lobos y turbantes. Y en cuanto a los príncipes con quienes departía entonces, fueron también rigurosamente discriminados y sólo consiguieron ser aceptados en forma permanente los que llenaban una única condición cromática: el color azul.

La belleza escoge a veces para conmovernos los caminos más inauditos. Hasta mí se acercó por el intermedio increíble de Amado Nervo. A los doce años yo era una entelequia absurda que después de haber navegado por siete u ocho mares a bordo de buques piratas, de haber hecho aterrizajes forzosos en las selvas vírgenes y haber participado en toda suerte de lances de capa y espada, estaba sacudida por el arrepentimiento de sus tropelías y había decidido convertirse en santa. Entonces fue cuando Serenidad llegó hasta mi retiro. Para mis incipientes arranques místicos estaba bien. O por lo menos yo lo aseguraba así. Con todo no fue este su mensaje. La belleza es algo tan radicalmente cierto que resplandece aun a pesar de los obstáculos que se le opongan. Y yo quedé deslumbrada sin saber la causa, el porqué. Ignoraba (y era una gran ventaja) lo que quería decir el autor con vocablos tan inesperados como subconsciente, abscóndito, etcétera. Pero éste era el velo tras el cual yacía una sustancia más misteriosa y compleja. Yo la sentía debajo y por encima de los signos musical, absoluta, perfecta. No hubiera podido nombrar su esencia, identificar la aguda punta con la que hería mis nervios. No hubiera podido decir: aquí está y señalarla en el espacio. Pero allí estaba invisible y vital como la soledad y como el aire. Era la poesía. Después volvería a ella con frecuencia y la hallaría revestida de múltiples ropajes, más evidente, más pura, más amable. Pero aquella anunciación fue definitiva.

No quiero hablar aquí de las enfermedades que es imprescindible sufrir (horcas caudinas sin otra alternativa) cuando se aspira a una madurez decente. No aludiré pues ni al sarampión, ni a la manía de coleccionar autógrafos ni a las novelas rosas. Básteme confesar, para descargo de mi conciencia, que en cada una de ellas pagué sin regateos mi tributo a la naturaleza.

Y heme aquí una adolescente hecha y derecha, con espinillas y todo. Es más, hasta con crisis. Como a mí no me urgía el problema de no saber qué hacer lo sustituí con éxito por otro igualmente efectivo y angustioso: el de no saber qué pensar. Intenté al principio el método. Sus indicaciones eran esquemáticas y omnicomprensivas: pasar revista a los clásicos. Y me arrojé sobre Homero con Furia. Y cuando después de páginas y páginas describiendo las armas de los contendientes en las batallas o remontándose a los árboles genealógicos extraía una sencilla frase: “el mar innumerable”, “la de los rosados dedos” o tantas más, suspiraba recompensada como el que encuentra una perla después de abrir muchas ostras. Pero aunque me hubieran sometido a un potro de tormento no hubiera estado de acuerdo jamás entonces con quien afirmara que Homero como cualquier poeta de idénticas dimensiones a las suyas, me aburría espantosamente. Y me atrevía incluso a citarlo. Y es que anhelaba, con excesiva impaciencia, poseer lo mejor, captar lo más alto y lo más profundo, asir la llave del destino, la respuesta absoluta a las preguntas. No acertaba a derivar placer alguno de mis lecturas porque demandaba de ellas algo que no lograba determinar con exactitud lo que era. Pero aun así, leer se había convertido para mí en el vicio impune que dijera Valéry-Larbaud y hacía de este modo las más ortodoxas combinaciones: la Imitación de Cristo al lado de El retrato de Dorian Gray, Chesterton y Nietzsche, Huxley y La vorágine. El resultado de tantas visiones contradictorias de la vida no fue la síntesis armoniosa sino un caos. Es malo, cuando se precisa una orientación, tener demasiadas. Así yo era a ratos cínica y otras veces devota; me entusiasmaba al par que Scheler siguiendo las vicisitudes del espíritu y destruía mi convicción en él fabricando paradojas al estilo inglés. Porque con los libros se puede ser tan leal y tan desleal como con las gentes de carne y hueso: aceptarlos y condescender con ellos cuando platican con nosotros y criticarlos en cuanto vuelven la espalda, buscarlos siempre con renovado interés o perderlos de vista, estar orgullosos de su amistad o desafiar, para conservarla, las opiniones ajenas. De mí sólo sé decir que las exaltaciones más intensas, los hallazgos más fecundos, las sorpresas más sorprendentes se las debo a ellos. Y sé también que si alguna vez vislumbro la señal de mi propio camino he de agradecerlo a estas conversaciones con “los hombres más honrados” como los bautizó un filósofo.

Suma Bibliográfica, núm. 8, noviembre-diciembre de 1947, pp. 126-128.



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