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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

BROCAL (1950)

El doctor Oswaldo Robles, en el prólogo a la segunda edición de su Propedeutica filosófica, insiste en la necesidad de que las ciencias no se aparten de su lenguaje riguroso y exacto, que usen una terminología estricta si es que pretenden ser consideradas seriamente, huyendo de la “vaguedad descriptiva y metafórica, de la seudomística sentimental” que atraen hacia sus terrenos y les franquean las puertas a muchos cultivadores que carecen de auténtica vocación y cuyos trabajos, más que contribuir a la aclaración de los problemas, ayudan a confundirlos.

La defensa contra la confusión es pues el conjunto de fórmulas esotéricas, patrimonio de los iniciados, y nadie que no lo posea, que no lo domine, puede hacerse pasar por uno de ellos. De la dificultad de las disciplinas científicas emana el respeto que se impone sobre quienes, sin comprenderlas, las admiran.

¿Sucede lo mismo en la literatura, en la poesía? ¿No es la “vaguedad descriptiva y metafórica” su propia característica? Así, no puede ser despojada de ella para ser sustituida por otra menos propicia al libertinaje, al abuso. Si el hombre de la calle enmudece sumiso ante una teoría de la relatividad o un silogismo, ese mismo hombre se siente autorizado a opinar cuando se trata de leer versos o novelas. Y eso no es lo peor: se siente también autorizado a escribirlos. La poesía, sin defensa eficaz, sin límites intraspasables, sin estatutos rígidos, se convierte con facilidad en mujer pública. Cualquier burócrata jubilado puede alardear de haberla poseído, por una mezquina paga, en su juventud; y cualquier joven puede acercarse a ella sin ese temblor, sin esa devoción que no teme al sacrificio, sin esa entrega incondicionada del verdadero amor.

Fuensanta, núm. 6-7, junio de 1950, pp. 2-3.


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