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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

BUENAS NOTICIAS DESDE MÉXICO: PENSAR ALTO, SENIR HONDO, HABLAR CLARO (1971)

Tel Aviv.— Por fin, un manojo de buenas noticias mexicanas. Que le dieron el Premio Nacional de Letras a don Daniel Cosío Villegas, ese gran hombre movido de iras proféticas que mide, una y otra vez, la distancia entre lo que es y lo que debe ser y que no se conforma con recibir lo dado tal como lo encuentra sino que aspira a enderezarlo hacia el ideal que imperfectamente encarna.

Ese memorioso que recuerda el pasado para entender el presente y para preparar el porvenir de una patria que es la porción—que todos hemos de compartir, porque la heredamos de nuestros padres y hemos heredarla a nuestros hijos— de espacio sobre la tierra, de tiempo en la historia, de anhelos comunes, de luchas, de propósitos, de ciegas furias y arrebatos, de negros nubarrones de adversidades y de instantes lúcidos en los que casi hemos comprendido por qué el ancho torrente de acontecimientos y cuál es el sentido último de nuestros actos particulares y colectivos.

Cuando supe la noticia de este premio (con retraso normal de la distancia) me regocijé en mi corazón. No tanto por don Daniel; un hombre de sus tamaños hace lo que hace porque, como dice Sor Juana cuando tiene que resumir su vida: “obra necesariamente”. Me regocijé por los otros, por nosotros y… ¿sería exagerado decir a boca llena y desde lejos, por mi patria? Porque el reconocimiento de una grandeza es, en cierta manera muy entrañable, compartir esa grandeza, colocarse a su nivel, asimilarla.

Y México ha tendido, en épocas recurrentes con cuya evocación no quiero oscurecer la plenitud de este momento, a rechazar a sus mejores hijos, a los que disciernen estrictamente entre lo circunstancial y lo perdurable, entre lo que es efímeramente oportuno y lo que es permanentemente válido. A los que, en síntesis feliz, “piensan alto, sienten hondo y hablan claro”. Cuando leí la crónica del acto en que don Daniel, y los ganadores también de los premios de artes y de ciencias recibieron sus respectivos premios me fijé en un detalle que no deja de ser también significativo: el de la presencia, en dicho acto, del doctor Ignacio Chávez y el de que hubieran sido saludado por una gran ovación del público.

¿Que qué tiene de raro que lo ovacionen cuando ostenta los méritos que ostenta? No tiene nada de raro y, en lo que a mí respecta yo lo encuentro perfectamente lógico; sólo que no puedo dejar de recordar a quienes, en otros tiempos, cuando Dios quería, “avisaban prudencia o amenazaban miedo” cuando yo decía lo que repito ahora: que quizá una de las experiencias más importantes y aleccionadoras, desde el punto de vista moral e intelectual que haya tenido nunca, es mi colaboración con el doctor Chávez durante los años en que fue rector de la Universidad Nacional Autónoma de México. Y que una de las reliquias que conservo de esos tiempos en la amistad que ha perdurado entre las dos desiguales partes que somos él y yo. Él, en su sitial de persona mayor. Yo entre quienes lo servimos con lealtad y lo miramos siempre como ejemplo.

Como quien dice, pues, ése fue un día en el que repicaron recio. Ay, y no haber estado con todos los que lo disfrutaron. Ésas son las verdaderas saudades. Las otras, las nostalgias del mole y del papadzul son cotidianas y almas comedidas y delicadas condescienden, muchas veces, a remediarlas.

Y otras, que mandan libros: los hermosos poemas de Rubén Bonifaz Nuño, donde la palabra es ya tan desnuda como una brasa ardiendo a la que ninguna ceniza recubre. Y los apasionados ensayos históricos de Gastón García Cantú para que lo que se ha padecido como una injuria ascienda hasta el lugar en que los conceptos se entienden. Y todo el ingenio, la gracia, la ironía, la desgarrada burla, el sobrio dolor, el ademán declamatorio, el poder verbal, en suma, de nuestro pueblo, reunidos por esa insobornable inteligencia de Gabriel Zaid en lo que ha llamado Ómnibus de poesía mexicana.  

Antología de antología, la llama. Y es, cierto, una tentativa de reunir todo lo que queda de nuestras expresiones escritas. Desde la poesía indígena prehispánica hasta la que continúa transmitiéndose por tradición oral entre nuestros indios sobrevivientes a los que sólo creíamos haber visto gritar, de modo inarticulado, a los pies de sus imágenes santas o caer en el estupor de la borrachera, y que ahora vemos expresarse con los finos matices que da la percepción atenta de los fenómenos y el dominio del propio lenguaje.

Y luego ese panal de rica miel que es la poesía popular: “refranes, conjuros, oraciones, arrullos, trabalenguas, adivinanzas, juegos infantiles, romances viejos, coplas, canciones del campo y los suburbios, románticas y modernistas, improvisaciones, calaveras, glosas, parodias, letreros de camión y de letrina, poesía inocente”.

Andaba por ahí, suelta; de niños, quienes nos cuidaban, nos ayudaron a aprender a caminar, a mover otros músculos del cuerpo, a dormir, con estos versos. Ahuyentaron nuestras enfermedades y nuestros demonios con estos exorcismos; nos enseñaron verdades prácticas, entretuvieron nuestros ocios, dieron normas a nuestros juegos. Y nos contagiamos del sentimiento del amor y de actitud ante la muerte gracias a esas fórmulas que andaban de boca en boca porque el dueño no era nadie, y el uso es de todos.

La distancia entre lo popular y lo culto es grande y la tablita para saltarla no es ancha ni muy sólida, y a veces somos cojos de un pie y mancos de una mano. Pero, de todos modos, estamos ya del otro lado, aplaudiendo el madrigal que desgrana Gutierre de Cetina y conmoviéndonos, con don Luis Sandoval y Zapata, ante el cadáver de una actriz.

¡Cuánta descripción de nuestros paisajes en los poetas de la Colonia! ¡Qué minucioso retrato de edificios! ¡Qué deliberados juegos de palabras! No es extraño que los románticos hayan reaccionado con esa hinchazón del yo que acabó por querer ocupar el mundo entero y sustituir los fenómenos de la naturaleza con la representación de los estados de ánimo. ¿El poeta estaba triste? Lloraban con él todas las cosas. Y como es más fácil hacerlas llorar que reír… La melancolía fue patrimonio de los elegidos mientras la risa siguió siendo la posesión del pueblo que sabe echar vivas a su desgracia y sacar tripa del mal año.

Paralelas han seguido hasta ahora las dos corrientes: la que anda por calles y plazas, pintando letreros en las paredes y bautizando tiendas y camiones; gritando en los tendidos de sol, en los estadios y en las manifestaciones públicas, su ronco desafío. Mientras en la torre de marfil se desvela el poeta que busca la piedra preciosa que ha de resplandecer en su página como el mayor mérito de exactitud.


Excélsior, 28 de diciembre de 1971, pp. 7A, 10A.

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