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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

CADA UNO EN SU ÓRBITA: EL ESCRITOR COMO PERIODISTA (1972)

En la revista en la que se encarga de la sección bibliográfica, Rubén Salazar Mallén analiza el último libro de Carlos Fuentes, Tiempo mexicano, y aprovecha esta oportunidad para hablar de la distancia establecida, desde la época de los Contemporáneos hasta las fechas muy recientes, entre los que practican profesionalmente la literatura y los que se dedican a la labor periodística.

Parece que algunos escritores consideraron indigno de su talento emplearlo en la redacción de textos que no fueran a conservarse para la posteridad en las páginas de un libro. Hubo, desde luego, sus excepciones, entre las cuales Salazar Mallén tiene la modestia de no incluirse. Pero es obvio que esa actitud y ha cambiado y no es difícil hacer una abundante lista de nombres de quienes cultivan simultáneamente los dos modos de escribir.

Yo no sé cuáles serán las experiencias de mis colegas anfibios y por eso no pretendo generalizar sino sólo describir las mías.

Como yo me inicié con la poesía (descubrí a muy temprana edad que corazón y pasión, amor y dolor eran términos inseparables, puesto que rimaban bien, y esto me condujo no sólo a una temática y a un estilo infectos, sino también a una concepción de la vida y del mundo de la cual aún padezco las consecuencias) me fue muy difícil hacerme a la idea de que lo que yo hacía era algo más que un monólogo. Porque aunque mis amigos lo eran a tal grado que, oscuros que de todas maneras permanecían intactos. Y lo que Valéry Larbaud dijo de la lectura (que era un placer impune) yo lo apliqué durante muchos años a la escritura. Y puesto que la impunidad me estaba garantizada yo podía darme el lujo de decir lo que se me diera la gana y en la forma en que se me diera la gana.

Cuando comencé a publicar relatos tuve una dolorosa sorpresa: la de que algún absoluto desconocido me detuviera en la calle para increparme porque yo había expuesto al ludibrio público los más íntimos secretos de su vida privada que según él, yo había usado como tema de alguno de mis cuentos.

Los incidentes no fueron tan numerosos como para que yo alcanzara a formular el concepto de que esto con lo que yo tropezaba era un lector. Quizá  hubiera permanecido eternamente en mi propio limbo a no ser por la intervención de Julio Scherer, quien, a la sazón, no era director de Excélsior sino encargado de la sección editorial.

No sé que vería en el agua cuando la bendijo, pero me solicitó que yo colaborara en la página editorial, posibilidad que me llenó de un pánico tan grande que no hubo otro modo de vencerlo que diciendo que sí.

¿Pero qué escribe un editorialista? Desde luego, cosas importantes. ¿Y qué cosas importantes me han ocurrido o se me han ocurrido? Hasta el momento en que me hice tal pregunta la respuesta era: nada. Quizá era posible utilizar un recurso que me había resultado positivo en la memorable ocasión de mi examen final en la carrera de Filosofía en la que traté de disimular mi ignorancia con uno que otro retruécano.

Mas, como dice el refrán, verba volent…Es más fácil echar arena en los ojos del que escucha y no del que lee. En ese preciso instante caí en la cuenta de que, a partir de entonces, iba a escribir para que me leyeran. Temor y temblor. ¿Cómo voy a presentarme por primera vez? ¿Pedante? Muy bien, me encantaría serlo y presumir de que mis insomnios se deben a que cierto pasaje de Aristóteles… ¿Cuál pasaje? Si me tomo la molestia de buscarlo tengo tan mala pata que seguramente es el único que se considera inequívoco. Ni modo. Hasta para hacer el ridículo que se necesita una preparación especial. ¿Solemne? Ah, no, eso sí que no. Ése es el monopolio del estado de ánimo poético. Espontaneidad. Eso nunca falla. Y mi primer artículo fue tan espontáneo que parecía grabado a cincel en una piedra volcánica.

Julio me tuvo paciencia y me estimuló y me aconsejó y acabé por agarrar el paso y ahora me siento de lo más cómoda platicando con usted de esto y de aquello y de lo de más allá. Y comentamos los acontecimientos e intercambiamos puntos de vista y, ¿lo ve usted?, somos amigos, antes puntuales ahora intermitentes, pero siempre amigos.

Usted se puede imaginar, con lo dada que soy a considerar un hecho lo que no es más que una ilusión, que yo me sentí instalada en el mero cogollo del periodismo. A tal punto que cuando alguien me propuso que le hiciera una entrevista a una muy notable mujer mexicana (tanto en el campo de la política como en el de la cultura) me apresuré a aceptar. Ahora ya no por pánico sino porque eran pan comido.

Sí, Chucha. Comencé por elaborar un muy cuidadoso y extenso cuestionario que, al ser contestado, sacaría a la luz de las ideas, los recuerdos, los proyectos de la entrevistada. A la imagen pública y convencional se añadiría el dato íntimo pero revelador; la inteligencia se equilibraría con el calor humano; el poder con la simpatía.

Con mi cuestionario bajo el brazo me apersoné en su oficina. y en cuanto me vi sentada frente a ella y tomando té, rodeada de una atmósfera femenina y podría decir que casi hasta doméstica, me pareció absolutamente desprovisto de sentido romperla con las preguntas que había preparado. Además era difícil interrumpir el flujo de la conversación en la que intercambiábamos secretos de cocina, comparábamos las gracias de nuestros respectivos hijos y los horrores de nuestros respectivos maridos y descubríamos que éramos almas gemelas.

Salí de allí eufórica: había ganado una amiga… y había perdido la única oportunidad que hasta entonces se me había dado (y que yo me cuidaría muy bien de que nunca se me volviera a dar) de convertir una experiencia en noticia, de hacer que la actualidad fuera palpitante y apareciera desprovista de retórica, de reflexiones, de análisis: la pura cosa en sí.

Lo que es, desde luego, resultado de un ejercicio pero al que antecede un don. El don del periodista es tan grande como el del escritor y es, además, diferente. Como difiere su punto de vista para contemplar los hechos, sus procedimientos para mostrarlos, su mera relación con ellos. Hay, quizá, una tierra de nadie —esta página— en la que ambos, un momento, podemos coincidir. Pero luego cada quien, por reconocimiento de sus límites, por respeto a las cualidades del otro de las que carece, vuelve a su órbita, enriquecido por lo que ha tomado del lenguaje y de la vida ajenos.


Excélsior, 10 de enero de 1972, pp. 7A, 9A.

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