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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

CONSIGNA Y UTOPÍA EN EL ARTE (1965)

Toda posición política, toda estructura moral, toda concepción religiosa del mundo, aspiran a poner a su servicio al arte, a convertirlo en un resonador de sus dogmas, a hacer de él, en suma, un instrumento de propaganda.

Esta imposición, expresa y tácita, puede ser aceptada por el artista cuando se mueve en el nivel de la conciencia y toma en cuenta sus intereses como individuo, su deseo de halago y éxito, su temor a las represalias, al silencio, al exilio.

Ser poeta maldito fue una moda mera. A nadie le parece ya deseable actualmente cortar su carrera, en la flor de la edad, colgándose de un farol, asilándose en un manicomio o confinándose en tierras salvajes donde todo será propicio para el embrutecimiento.

El artista de hoy, el auténtico, el capaz de crear objetos que interesen a la comunidad hasta el punto de adquirirlos y de pagar por ellos un precio (una de las maneras de reconocer el valor), se permite, a veces, la excentricidad de una melena, el ostentoso abrigo de un suéter con cuello de tortuga, pero estas concesiones a la tradición — que ha considerado siempre al poeta un ser distinto de la generalidad y aparte, cuando no opuesto a los otros— no le impiden tener una noción muy clara, muy precisa, de cuáles son las exigencias del gusto del consumidor y cuáles las consignas del bloque político, moral y religioso al que pertenece.

El primer movimiento de reacción, natural, espontáneo, es el de la rebeldía y el de la resistencia. ¿Por qué satisfacer ese gusto cuando de sobra se sabe que es mediocre o estereotipado o irracional? ¿Por qué plegarse a esas consignas si cuando nos detenemos a examinarlas se nos aparecen contradictorias, inoportunas, frágiles o de plano inoperantes? ¿Por qué no romper con todo este aparato de tradiciones, de prejuicios, al placer de experimentar, a la obra maestra; en una palabra?

La tentación es semejante, en intensidad, a la que hizo sucumbir a Luzbel. ¿Cuántos habrán cedido a ella en el recogimiento de su gabinete de trabajo, en el aislamiento de su taller? Tal vez no haya uno solo que haya escapado de esta prueba. Pero a fin de cuentas los mejores nos han entregado un libro, una estatua, un cuadro en los que advertimos destellos de originalidad, hallazgos destinados a ser perdurables pero arraigados en un contexto de formas heredadas, de signos que, para comunicarse con sus semejantes, ha inventado el hombre desde el principio de la humanidad, de alusiones a temas compartidos.

¿Qué ha pasado? ¿Debe el artista rasgar sus vestiduras y cubrir de cenizas su cabeza porque no fue capaz de lograr sino un éxito a medias, lo que equivale muy bien a un fracaso a medias? Nada de eso. Los que han sustentado una lucha contra una materia cualquiera a la que intentan reducir a un principio estético conocen las resistencias de esa materia, las posibilidades que ofrece y los límites que marca. La única manera lícita de subyugarla es obedecerla.

Por otra parte el artista, en cuanto ente social, es susceptible de pactar o de entrar en conflicto con los príncipes de este mundo. Este segundo caso es el más frecuente y por lo mismo es más abundante el número de quienes abogan por la libertad de creación, una libertad a la que no debe coartarse con ataduras de ninguna índole. La obra de arte, afirman, tiene que situarse en una especie de cielo hasta donde no alcanzan las órdenes del poder, ni las dicotomías de la ética ni las revelaciones de la divinidad. Un cielo en el que a nadie se le ocurriría hacer otra cosa que contemplar y del que la idea de lo útil, bajo cualquiera de sus disfraces, está expulsada.

Esta libertad tan incondicionada no deja de ser una utopía. El artista no suele ser un modelo de equilibrio de las potencias humanas. Muchas de sus facultades se atrofian en provecho de su vocación y de su oficio de creador; muchas otras se subordinan. Pero atrofiadas o subordinadas esas facultades existen y piden lo suyo. Y el artista no le queda más remedio que concedérselo en detrimento de su obra. En estas coyunturas se deja guiar por la astucia. Le es indispensable para servir a tantos señores y no quedar mal con ninguno y de ella recoge ejemplos memorables Brecht (en sus apuntes acerca de las dificultades para decir la verdad) para que los tengamos presentes y aprendamos a imitarlos, amoldándolos a nuestras circunstancias.

Se compadece muy fácilmente al artista medieval que se veía obligado a situarse ante el mundo desde el punto de vista de la teología y a representarlos según los cánones emanados de ella. Se recuerda cómo después, cuando la Iglesia perdió su hegemonía, el enemigo natural de la libertad creadora fue el consumidor de sus productos: el burgués. Las únicas alternativas que se le presentaban al proveedor de objetos de arte eran satisfacerlo o escandalizarlo y ambas implicaban sacrificar el criterio propio al ajeno.

Hoy, con el mundo partido en dos mitades, disponemos de una terminología especial para designar a los artistas que pertenecen a cada uno de los bandos: comprometidos o no comprometidos.

La falta de compromisos, ya lo probaron los existencialistas, es un mito. Pero el compromiso llevado al extremo de la enajenación es una catástrofe.

¿La solución estará en el término medio aristotélico? Dejemos este punto por ahora, porque nos preocupa más aclarar otro. Si es verdad que el artista no se le pueden dictar desde fuera de los ámbitos de la estética cuáles han de ser los lineamientos a los que se apegue, cuáles las normas que predique, cuáles las buenas nuevas que anuncie —en resumen, cuáles las consignas a las que obedezca—, también es verdad que el mismo artista no puede disponer, ya a solas, de sí mismo, más que hasta cierta medida.

Entre lo que se propone y lo que logra hay siempre una distancia no sólo desde el punto de vista de la calidad sino también de orientación. ¡Cuántos no darían un ojo de la cara por dormirse realistas y despertar en el apogeo del abstraccionismo! ¡Cuántos tocan desesperadamente las puertas de la cárcel del soneto, de la lira, desde las llanuras sin término del verso libre! ¡Cuántos se esfuerzan por penetrar en los ritos ocultos de la música concreta!

Pero el arte, por desgracia, no es sólo cuestión de voluntad. Ni siquiera es sólo cuestión de talento. Intervienen muchos otros factores que, por pertenecer al reino de la subconciencia y de la inconciencia, los antiguos llamaron con el nombre de inspiración. Y no hay quien la haya visto actuar que no le pinte como caprichosa, inconstante, impredecible. Se ríe de los horarios, hace trizas los programas y se burla de las promesas. Despótica, mantiene aterrorizados a sus súbditos con la amenaza de abandonarlos. Exige una fidelidad a la que no ofrece corresponder y el que la traiciona se pierde irremisiblemente. Junto a este amo feroz, que es el primero al que tiene que reconocer el artista, ¿qué pueden valer los otros?


Excélsior, 30 de abril de 1965, pp. 6A, 9A.

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