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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

DE LA MAGIA A LA RAZÓN: LA PALABRA COMO INSTRUMENTO (1970)

Francisco Martínez de la Vega preguntaba ayer cuál es el resultado de las investigaciones (si es que las hubo) acerca de la injerencia de extranjeros en el movimiento estudiantil de 1968; de quiénes resultaron ser los autores de los múltiples atentados ocurridos desde esas fechas hasta las actuales y que se dirigieron contra instituciones culturales o periodísticas; sobre el asunto Carrillo Colón, cuyo desenlace fue tan insatisfactorio desde cualquier punto de vista que se le juzgue, porque si era culpable debió ser castigado y si era inocente debió habérsele devuelto la buena fama; sobre incidentes tan escandalosos y tan graves como los enumerados sólo que mucho más recientes en los que el aparato judicial, si actúa, lo hace con un sigilo que quizá sea muy encomiable pero que nadie se ha tomado el trabajo de justificar.

Por mucho que nos irriten estas manifestaciones de falta de interés (no queremos decir desprecio porque ¿quién podría ufanarse de haber penetrado los ocultos caminos de la providencia administrativa y gubernamental?) hacia la opinión pública, tenemos que tener presente que no son las únicas.

Todo funcionario de cierto rango, de cierto grado de poder y de cierta complejidad de responsabilidades, lanza decretos, no promueve consultas, dicta órdenes, no escucha consejos ni mucho menos los solicita.

Él se sienta en el “sillón con respaldo”, él empuña la vara de la autoridad porque ése es su destino. Y el de sus subordinados es obedecer y callar, entregarse incondicionalmente a la voluntad ajena que es mejor, puesto que ostenta el don de mando. Y si el que manda se equivoca, ya lo dice el refrán, vuelve a mandar.

Nos enteramos siempre de los hechos consumados: consumados frente a nosotros, sobre nosotros, contra nosotros, con nosotros, sin nosotros. No se nos revela jamás las causas de estos hechos ni su proceso de gestación.  Esas causas, ese proceso no son un enigma pero su conocimiento es un monopolio. Los que lo detentan constituyen la élite del poder. Y los demás constituimos lo que llamaba el doctor Angélico la masa de la perdición.

El tapadismo opera en todos los niveles, no sólo en el de la elección presidencial, y en todos los momentos, no una vez cada seis años. El conciliábulo (suponemos que hay conciliábulo porque así lo afirman los rumores pero quizá se trate simplemente de un monólogo aunque, desde luego, no estamos capacitados para identificar al que lo pronuncia) sustituye al diálogo; un diálogo exigiría un grado de igualdad, un lenguaje común, propósitos semejantes, métodos afines.

Un diálogo sería una relación reversible entre gobernantes y gobernados; implicaría una concepción del mundo en la que la divinidad no encarnaría, ni siquiera transitoriamente, en los seres humanos ungidos por el poder; en la que los mitos no se protegerían por un halo de misterio sino que se explicarían gracias al análisis. Para evolucionar hacia esa concepción del mundo se necesita madurez. Un dios no desciende de su pedestal mientras lo sostenga la sumisión de otro.  Y respetar a un igual es mucho más difícil que inclinarse ante un superior o que oprimir a un débil.

De parte de quienes poseen la clave de nuestra realidad y no la divulgan la motivación se entiende. Un secreto nos confiere superioridad sobre quienes lo ignoran, siempre que ese secreto no sea absoluto. Siempre que el ignorante no ignore que el secreto existe. Y siempre que quiera averiguarlo y no acierte.

Los que quedan colocados al margen de “donde está la acción" se esfuerzan por tener acceso a ella. Pero, como dice el Evangelio, piden pan y les dan piedras.

La incomunicación entre el pueblo y su representante —en las más variadas gamas de la escala— no se produce por falta de medios.

Existen periódicos que cuentan con las maquinarias más perfectas y eficaces, con un sistema de distribución impecable y con un cuerpo de reporteros hábiles y conocedores de su oficio, así como de una planta de colaboradores inquisitivos y preocupados por los asuntos nacionales.

Existe una red radiofónica potente y que abarca hasta el último rincón del país. Existen diversos canales de televisión que cuentan con un enorme auditorio.

¿Por qué, a pesar de ello, seguimos sin entender más que como pasos rituales, no como procedimientos lógicos, los que se siguen para la designación de un funcionario, para la creación de una dependencia administrativa, para la selección de un programa de trabajo?

¿Por qué no se discuten las ideas de una manera franca y directa sino que se confía su interpretación a oráculos cuya ambigüedad, cuyo hermetismo último se aplaude como virtudes cardinales?

¿Por qué no se ponen a consideración pública los planes que van a afectar al público, las rectificaciones, los resultados de la acción?

¿Por qué los únicos tiempos lícitos de manejar por los informadores y comentadores políticos son el tiempo pasado (que si corresponde al sexenio vigente está iluminado por la luz del éxito, y si a sexenios fenecidos por la luz de la crítica) y el tiempo futuro en que se llevarán a cabo los proyectos que resuelvan, de una vez y para siempre, los problemas? El presente, que es la perspectiva desde la que se juzga el ayer y la base desde la que se elabora el mañana, es tabú.

¿Por qué cuando un ciudadano común y corriente usa los medios de comunicación para dirigirse, muy respetuosamente y de acuerdo con los más minuciosos cánones formales, a las autoridades (bajas, medianas y altas) solicitando su atención o interpelándolas para enterarse de las razones por las cuales se ha tomado una determinación o se ha trazado una línea política, no recibe ningún tipo de respuesta?

¿Por qué cuando la vox populi encuentra un cauce para expresarse, su expresión se reduce a un acto puramente simbólico que nadie registra? El tono que se adopte es lo de menos: comedido, airado, suplicante, aleccionador o servil, a cada uno se le otorga la misma ración de silencio, la misma espalda de indiferencia.

Naturalmente, en México, lo mismo que en cualquier país civilizado, se hacen encuestas. Pero son para averiguar si usted prefiere el rock al bolero ranchero, si usted usa jabón o shampoo, nunca para preguntarle qué opina usted respecto a cualquier asunto general en el que está usted, de alguna manera, involucrado: la ley del trabajo, el control de natalidad, la validez de la censura.

En el caso de que usted estuviera en aptitud de contestar, ¿contestaría? Supongamos que el organismo encargado de hacer la encuesta le merece confianza; supongamos que no teme usted a las consecuencias de sus palabras, supongamos unas circunstancias óptimas. Contestaría, si… ¿para qué?

Pesimistas, escépticos, no importa. Es preciso seguir haciendo uso de la palabra si alguna vez queremos que se rompa el círculo de la magia y que advenga la edad de la razón.

 

Excélsior, 17 de enero de 1970, pp. 6A,8A.

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