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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

DE LAS COSAS ININTELIGIBLES: IZQUIERDA Y DERECHA EN LA UNIVERSIDAD (1971)

Dicen (yo presto a esta creencia común un total asentamiento basado en mi propia experiencia) que los artistas viven en una torre de marfil, que los aísla del contacto de la realidad. Y que cada vez que quieren salirse de los límites que les ha marcado su vocación y su oficio y cantar en corral ajeno, les va como en feria. Que no entienden nada de lo que pasa, que no aciertan en ninguna decisión de las que toman y que sus actos son la manifestación de la incoherencia misma.


Después de varios años de andar fijándome en cómo era la piedra contra la que tropezaba (dos o tres o mil veces, como cualquier ser humano) llegué a la conclusión de que este fenómeno de encierro o de falso contacto con las circunstancia no es privativo de los artistas sino que más bien caracteriza a los hombres en general. Los de acción, que proceden por impulsos; los técnicos, que van bien armados por instrumental teórico; los políticos que aúnan la intuición de las cosas la capacidad de su manejo práctico, todos habitan en su respectiva torre (de prejuicios, de ideas, de proyectos) que altera su visión de lo que está alrededor suyo y que hace subjetivo lo que era objetivo, a tal punto que los métodos para la modificación de los hechos acaban por volverse en absoluto inoperantes.


A este respecto quisiera recordar mis épocas de trabajo en el Centro Coordinador del Instituto Nacional Indigenista de San Cristóbal, en Chiapas. Los encargados de trazar la red de caminos; o de mejorar los productos agrícolas; o de incrementar la enseñanza; o de prestar servicios médicos y aumentar el nivel de la higiene y de los índices de la salud, elaboraban (basándose en sus estudios hechos sobre el terreno, en estadísticas, en experiencias previas de las que era preciso discernir el grano de la paja) proyectos, que en el papel, parecían inobjetables. Pero que en el momento mismo de ser llevados a la práctica suscitaban una serie de reacciones que de ninguna manera se habían considerado previsibles porque no eran lógicas; llegaban a resultados que eran, precisamente, los contrarios de los que se buscaban o derivaban en manifestaciones que ni la más desaforada imaginación de los poetas hubiera podido suponer.


Yo, que entonces era muy asidua lectora de Simone Weil, me auxiliaba de ella para comprender y asimilar estas paradojas, empleando su concepto de “gravedad”, ley suprema y férrea que rige los hechos de este mundo y los encadena de acuerdo con las relaciones internas que les atribuimos, basándonos en la observación de las meras apariencias.

Claro que esta noción de “gravedad “(dicen los que saben) es sumamente vaga y misticoide y por lo tanto no sirve, así que la abandoné para sustituirla… por nada. Ahora simplemente no entiendo y ya.


Y el no entender se me agudizó, hasta un punto casi mortal, cuando inicié mis actividades administrativas en la UNAM como directora de información y prensa. Este trabajo me obligaba a enterarme de lo que ocurría en la Universidad, tanto en el plano académico (que, ay, no es noticia nunca) cuanto de lo que pasaba en el nivel de la política estudiantil en el que siempre el ruido era mayor que la nueces.


Recuerdo que, al tomar posesión el doctor Chávez, la prensa coincidió en acusarlo, junto con sus colaboradores, de furibundo comunista, protector de los grupos de jóvenes subversivos y el resto de la parafernalia de adjetivos, usual en estos casos.


No es necesario aclarar que las acusaciones eran falsas y que ni el doctor Chávez sustentaba esta ideología ni se afiliaba a este partido sino que, por el contrario, las reservas con las que miraba la doctrina de Marx y la política de sus seguidores era bien conocida por los grupos izquierdistas de la Universidad que no desperdiciaban ocasión alguna de atacarlo de conformista, burgués y esa otra parafernalia de adjetivos usuales en tal caso.


Durante varios meses de su gestión como rector, el doctor Chávez pudo guardar un equilibrio entre las dos corrientes contrarias, sin que se alterase su ecuanimidad y sin que se viera forzado a asumir una actitud que, por lo menos, pareciera favorecer a una o a la otra de las posiciones opuestas.


Pero llegó un día… un día en que hubo cambio de mesa directiva en la Sociedad de Alumnos de la Escuela de Leyes, punto particularmente sensible, polvorín siempre a punto de estallar y caldo en el que fermentaban los más diversos gérmenes universitarios.


Pues bien: después de una reñida lucha (y al decir reñida yo quisiera que no pensaran en algo como un torneo de ingenios en el aula sino en golpes, amenazas y asaltos con nocturnidad como creo que se dice –y si no se dice debería decirse porque suena muy bonito−) salió vencedor un joven que representaba las tendencias de izquierda en el plantel.


Ese joven, en la noche de su toma de posesión, acto que fue solemnizado por la presencia del rector, produjo un vibrante y emotivo discurso en el que hizo profesión de fe marxista-leninista, fe que juró allí mismo defender, divulgar y mantener por los medios a su alcance.


El doctor Chávez lo escuchó con respeto, porque el principio sobre el que descansa la vida académica de la Universidad es precisamente la tolerancia a las opiniones ajenas. Pero no dejó de advertir el peligro que significaba no hacer una declaración pública de sus propias convicciones. Y como el doctor Chávez no era marxista-leninista lo dejó bien asentado y de esto se aprovecharon todo lo que les fue posible los grupos de derecha para alardear de un apoyo que las autoridades ni les prestaban ni les prestarían jamás.


La carambola fue tan perfecta que parecía deliberada. Yo, novata aún en estos menesteres, pasé por las fases que van desde la estupefacción, hasta la incredulidad y hasta la búsqueda de motivaciones ocultas que permanecieron siempre en el ministerio. Fue la primera vez. Cuando la segunda repitió, con una regularidad mecánica, el mismo esquema (la izquierda como mano de gato de la derecha para sacar las castañas de fuego, organizando huelgas y disturbios que tenían que ser reprimidos con lo que se fortalecía el fascismo), disminuyó mi sorpresa.


Cuando todo se volvió rutina me acostumbré. Pero antes de acostumbrarme todavía dejé un margen al beneficio de la duda: no, la invariabilidad de la táctica de los muchachos de izquierda indicaba que aunque fuera estúpida (o al menos lo pareciera) no podía ser casual. Perseguían algo cada vez que les ofrecían, en bandeja, un triunfo a sus enemigos. Pero ¿qué? Ah, ése fue precisamente el detalle que nunca alcancé a desentrañar.


Excélsior, 20 de marzo de 1971, pp. 6A, 8A.



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