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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

DEL VALOR A LA PRECISIÓN: PARA DECIR LA VERDAD (1966)

En días pasados, y muy recientes, se celebró una fecha que debe ser fundamental para quienes dedican su vida y su trabajo al periodismo: la que reitera la promesa, por parte de las autoridades, de la libertad de prensa.

Esta libertad como la de pensar y expresarse en cualquier forma, está garantizada por nuestra Constitución. Ahora bien, ¿para qué ha de aplicarse? La respuesta acude tan inmediatamente a nuestros labios que casi parece un reflejo condicionado: la libertad de pensamiento y de expresión es el vínculo necesario para que la verdad se reconozca y se difunda.

¿Qué es la verdad? Aquí es donde comienza el problema a mostrarse erizado de obstáculos, sembrando de pistas que no conducen a ninguna parte o que desembocan en respuestas ambiguas o francamente contradictorias. Pilatos, ante una pregunta semejante, recurrió al fácil expediente de lavarse las manos, como si el asunto no le concerniera. Bertolt Brecht, en cambio, acepta el reto y escribe un pequeño tratado en el que examina las cinco dificultades que, a su modo de ver, son las que no puede eludir el hombre que medita y se dirige a un público numeroso, heterogéneo, con mecanismos de pensamiento estereotipados y sujeto a las fuertes presiones de la propaganda tanto mercantil como política o religiosa.

Aunque Bretch la coloque en segundo lugar, lo inmediato y lo esencial para el periodista, para el escritor, es poseer, la sagacidad suficiente para advertir, entre las diversas proporciones que se le ofrecen, cuál es la verdadera. Tiene que ser muy escrupuloso para no confundirla con sus prejuicios, para no soslayarla por el deseo de congraciarse con la mayoría, para no ceder a la tentación de escandalizar a la mayoría.

Esta dificultad puede ser vencida con la lucidez, con el hábito cotidiano de analizar y de analizarse, con honestidad intelectual. Pero si el hallazgo de lo verdadero no es fácil, la elección de lo que vale la pena decir sobre ello, tampoco lo es. Bretch pone un ejemplo ilustrativo; nadie duda de nuestra veracidad cuando afirmamos que el peligro de la guerra, cuando señalamos las fuerzas negativas que se empeñan en que ese peligro se convierta en una inminencia, y hasta en una catástrofe. Ésta es, obviamente, una verdad. Pero no la única. Hay otras. “También es cierto que las sillas sirven para sentarse y que la lluvia cae de arriba para abajo”. Hay quienes suponen que su tarea está cumplida cuando formulan una perogrullada como las que acabamos de citar. Cierto que ambas son irrebatibles pero ¿es necesario aludir a ellas? Los que actúan de tal manera, dice Brecht, son semejantes a pintores que cubrieran con naturalezas muertas las paredes de un barco que se hunde. Para que la verdad opere es preciso que se enuncie en el momento oportuno y con la mayor claridad y exactitud posibles. Si nos preocupa el mundo en el cual “nos movemos, vivimos y somos” hemos de describirlo con conocimiento de hechos, con percepción de las relaciones y conexiones entre ellos, con habilidad para deducir lo que se concluye de estos hechos y de sus nexos. Para lograr este propósito no bastan las buenas intenciones sino un aprendizaje serio y el uso de un método coherente y lógico.

Pero a veces el método, el camino, nos muestra —como evidentes— absurdos tan horribles que nos echamos a temblar sólo de contemplarlos. Es entonces cuando requerimos valor para “no plegarnos ante los poderosos ni engañar a los débiles”. No son buenas épocas, observa Brecht, aquellas en las que se discute mucho sobre las cosas grandes y elevadas. El valor se manifiesta entonces enfocando la atención sobre las cosas pequeñas y mezquinas; sobre esas piedras contra las que se estrellan los humildes. Cuando el que dice la verdad es perseguido por eso debe tener un valor peculiar: el asumir los propios defectos. “Decir que los buenos fueron vencidos, no por buenos, sino por débiles”, requiere un grado muy alto de objetividad.

Esta objetividad carece absolutamente de mérito si de ella no se extraen lecciones aplicables a la situación concreta por la que atraviesa un país, un grupo, una persona. Hablar en forma genérica, elevada e imprecisa es quizá más nocivo que no hablar. Reducir a abstracción cuestiones concretas constituye una graciosa huida de los peligros que siempre encarnan en formas muy concretas de pensamiento y de vida. Llamar peligro por su nombre común y corriente, desmontar con paciencia las diversas piezas que lo componen, exhibir cada una de esas piezas en su aislamiento, insistir en que la composición es resultado de la facultad humana y no de las fatalidades naturales o históricas ayudan a tomar ante el peligro una actitud correcta de defensa y hasta de anulación. “Cuando se quiere escribir con eficacia sobre ciertas condiciones deplorables, se requiere escribirlas de tal manera que se puedan reconocer las causas evitables. Cuando las causas evitables se reconocen, las condiciones deplorables pueden combatirse.”

En cuarto lugar el que se ocupa de la verdad ha de tener presente al destinatario de sus escritos. Encontrará así el tono justo para que el pusilánime se vuelva combativo y para que el arrebatado reflexione. Y si quiere perseverar en su tarea y no ser reducido al silencio por aquellos cuyas susceptibilidades (y algo más) son heridas por las palabras, el escritor no debe desdeñar la astucia para que esas palabras no se interrumpan, para que se propaguen, para que adquiera cada vez un ámbito mayor de resonancia.

Esas astucias ya eran practicadas por Confucio cuando falsificó un viejo y venerable calendario histórico en el que sólo sustituyó ciertos vocablos. Donde decía: el soberano de Kun hizo matar al filósofo Wan, por predicar cosas inconvenientes, Confucio sustituía esta frase por otra: ajusticiado. ¿Manía de filólogo? No. Maña del que quiere arrojar una luz sobre un suceso, dotarlo de un significado, calificarlo desde el punto de vista del derecho o de la moral.

Hay muchos otros recursos. El clásico de Antonio junto al cadáver de César en que ensalza la figura de Bruto pero describe con tanta elocuencia su acción que el juicio se inclina irresistiblemente a condenarla. El muy elaborado de Swift que propuso, para conjurar una crisis económica, salar a los niños pobres y venderlos como carne. O las utopías, que sirven de término de comparación (y de crítica) de lo existente.

En fin. ¿Pero a santo de qué hemos hablado de estas dificultades para decir la verdad cuando vivimos en un país en que ninguna censura se levanta para acallarla o deformarla? Quizá por espíritu de previsión y porque todavía es válido aquel refrán de que la verdad no peca, pero incomoda.

Excélsior, 11 de junio de 1966, pp. 6A,8A.

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