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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

DOLORES CASTRO, EL CORAZÓN TRANSFIGURADO* (1951-1952)

Es un lugar común, cuando se habla de una mujer que escribe poesía, aclarar que no se trata de una poetisa; del mismo modo que cuando se trata de una poetisa se explica que no es una poetisastra. (Cuando es una poetisastra no hay aclaración ni explicación posibles y simplemente se apela a la piedad del lector y se hace hincapié en la falta de pretensiones de la autora y en los motivos sentimentales que la impulsaron a hacer pública declaración de cursilería. El lector, enternecido hasta las lágrimas, disculpará a la autora y la absolverá olvidándola.)

Sin embargo, este lugar común es ya anacrónico. Por fortuna ha pasado para las mujeres la época en que se temía abrir un libro manufacturado por alguna de ellas porque era sabido, de antemano, que de sus páginas brotaría un chorro de miel (situaciones y sentimientos convencionales, “propios para familias”, color de rosa para no herir susceptibilidades) o el grito impúdico de un sexo insatisfecho (“para los hombres solos”, rojo subido, rebeldía contra las convenciones). Algunos luminosos ejemplos han bastado para rescatar a la literatura femenina de la vergüenza y el desprestigio en el que chapoteaba y situarla en un plano de limpieza, de arte, de auténtica humanidad, de contenido trascendental. Demasiado conocidos son los nombres de esas escritoras ejemplares para que su repetición no resulte obvia. Todos saben que me refiero a Gabriela Mistral, a Sara de Ibáñez, a Margarita Michelena, a Guadalupe Amor. En esta línea se coloca, con su acento conmovido, con la belleza intangible y eficaz de sus imágenes, con su acendrado lirismo, la poesía de Dolores Castro.

Hace apenas un año las realizaciones poéticas de Dolores nos eran comunicadas solamente a unos cuantos que seguíamos, con interés y confianza, los pasos y las estaciones a donde las llevaban su inquietud y su evolución. Hora, el círculo de quienes la aprecian y la admiran, se ha ampliado porque Dolores difunde su obra al través de periódicos y revistas, especialmente la antológica y generosa América a quien se debe la edición (con una nota preliminar de Efrén Hernández, ilustraciones de Francisco Moreno Capdevilla y un grabado de Francisco Amighetti) de su poema El corazón transfigurado.

El título nos orienta acerca del tema. Sí, es el amor. El amor más entrañable, el que rompe nuestra condición de isla y toma posesión del mundo, el que se ensancha en el tiempo, atrás, hasta el más remoto ayer, cuando Dios estaba aún “hiriendo las entrañas del vacío” y arrancado “la dolorosa flor de sus creaturas”. Adelante, hasta car filtrado “en el íntimo torso de las aguas”, hasta “fermentar el silencio”. El tiempo, de esta manera, se deshace, se sustituye por la eternidad, “paloma suspendida de un hilo sin principio”. Y el corazón a quien la eternidad no le basta “para su inútil vuelo”, se aposenta en el hueco de unas venas y se queda ahí, alimentándose con la fruta de una voz. Todo esto dicho con sencillez, desgajándose de un tan apreciado nudo de llanto que parece, a ratos, quebrado balbuceo. Es asombroso cómo, con palabras tan humildes, con elementos tan simples, pueda Dolores alcanzar tal hondura. Y tocar, como en sueños, la raíz misma de las cosas, feliz en el valor de sus hallazgos, sorprendente en la elección de sus cambios.

Para elogiar a Dolores es suficiente señalar su presencia. Es superfluo insistir en la novedad de su estilo, en su intención de perdurabilidad, en el vigor o la delicadeza de su aliento. Quienes la lean encontrarán, ineludiblemente, éstas y otras cualidades, pues de todas está su poesía transida y resplandeciente.

*México, Ediciones de América (revista antológica), 1949.

Rueca, núm. 20, invierno de 1951-1952, pp. 70-71.

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