DOS POEMAS INÉDITOS DE GABRIELA MISTRAL (1963)
- Rosario Castellanos Figueroa
- 12 abr
- 5 Min. de lectura
DOS POEMAS INÉDITOS DE GABRIELA MISTRAL (1963)
La trayectoria poética de Gabriela Mistral va, de lo más radicalmente terrestre, a un cielo de símbolos misteriosos, inasibles por su consistencia de nube, de aire, de luz.
Desolación nos muestra la figura desgarrada de una mujer amante que cumple su destino en el abandono y desde allí comienza a dialogar con Dios y con su presencia tangible e inmediata: la naturaleza. En cada objeto encuentra Gabriela un eco de su dolor, una forma de nostalgia por la ausencia del amado, de aquel de quien nos nutrimos para vivir, del que enciende la opacidad de nuestro ser en un resplandor que nos hace visibles y aceptables.
Al trascender esta experiencia íntima, personal, Gabriela se convierte en un instrumento para que la historia de los demás sea cantada. El niño halla en sus poemas la piedad que necesita y duerme en su cuna, arrullado de mares y constelaciones, o abre los ojos a un alrededor limpio y ordenado en el que cada cosa ocupa su sitio y su rango y se corona de un hermoso nombre.
Pero si en Ternura hay todavía tanto pulso de sangre derramada en la maternidad, en Tala el ímpetu del desasimiento avanza más allá de la zona corpórea y atraviesa “noches oscuras”, áridas regiones de sed, de soledad, de desconsuelo. Sin embargo esta peregrinación del alma va guiada por la estrella del retorno que, entre los platónicos como Gabriela, es la memoria. Hacia el origen, a la plenitud total en que principio y fin se desposan.
Contempladas a esa luz vuelven a aparecer las materias, transfiguradas por su parentesco divino: la sal, Santa Lucía blanca y ciega; el pan, con su calor de pichón emplumado; el agua, fábula, hallazgo, bendición.
Pero todavía las revelaciones que alcanza Gabriela son instantes privilegiados, días erguidos para hacerse mástiles de la vida. La ascensión definitiva al reino promedio, el cumplimiento, no se logra sino hasta las páginas de Lagar.
Los temas han sido despojados de sus accidentes para dejar que la esencia se muestre y la forma, que olvidó el adorno, se rompe en balbuceos de lo que quiere decir lo inefable.
Pero Lagar por la misma dificultad de su índole tenía que exigir muchos años de trabajo. Sí, trabajo. Esta palabra, que parece tan distante de la obra de Gabriela por lo que tiene de espontánea, de fresca, de milagrosa, es la que la sustenta. Una atención siempre vigilante, una disciplina siempre puesta en el camino de la búsqueda, un ejercicio continuo de las formas preparaban el advenimiento feliz del poema, su flexibilidad, su transparencia. ¿Qué saben los de afuera de este ritmo secreto de germinación y de desarrollo? Unos editores impacientes publicaron el libro inconcluso. Y tal vez Lagar no se hubiera concluido nunca, porque la muerte sorprendió a Gabriela en plena labor, si su devota amiga, Doris Dana, no hubiera heredado los manuscritos.
Ahora, después de años de fatigosa tarea de clasificación y ordenamiento, la Editorial Losada puede ya anunciar la próxima aparición del libro. Pero mientras tanto Doris ha hecho entrega a La Cultura en México de dos de los poemas que hasta ahora eran desconocidos. ¡Qué bien se advierte en ellos la resonancia de los pasos anteriores de Gabriela y cómo presentimos el fin de su itinerario! En estas líneas podemos asistir al instante de confluencia del mayor rigor con la mayor libertad.
La remembranza
Desde que me recuerdo en esta carne
y esta caña de sangre, yo te busco
y desvariada voy por la memoria
que no me deja nunca y que, de aguda,
la vigilia y el sueño me alancea.
Me acuerdo sí, cuando el día y la hora
benditos son y todo lo devuelven.
No pesan ni la sangre ni el sentido;
y cuento con nudillos de indio quechua
lo que resta de noche y cautiverio.
Y cuando se derrumba esa memoria,
como el ciervo alcanzado me desangro
y valgo menos, tirada en el polvo,
que el carrizo o la larva pisoteada,
y vuelvo a ser la hija que no sabe
el rumbo del hogar y no recibe
en cada noche hostil su derrotero.
O soy la niebla de rodillas rotas
gateando por dunas que no aúpan,
burla del caminante o del cabrero,
o me siento racimo desgajado
que, sin vendimia, cayó de la cepa.
Como una isla cortada por tajo
y que nos lleva consigo, recobro
a veces un país que ya me tuvo
sin veleidad de locas estaciones
y el día no llamado que regreso,
y la bandada como de albatroses
de mis muertos me encuentra y reconoce
y toma y lleva en río poderoso.
Digo, les digo: llevadme, llevadme,
al eterno, al país sin estaciones
y no desmayan plegaria ni canto
y me aguardan sin olvido y mengua.
¡A qué la rueda de las estaciones,
a qué la vana lentitud del año
con su torpe ración de noche y día,
la raya mentirosa de la ruta
y el sol devuelto que nada devuelve
ni la voz reidora de la madre
ni el perfil dolorido de la hermana!
Y de pronto se rompe la memoria
como cristal infiel de jarro herido.
Y es otra vez el costado en la peña
que sangra sin encía, y muda mata.
Y es mi ancha aventura arrebatada
como por fraude, befa o mofa oscura,
y el yacer en la arena innumerable,
al duro sol, con dogal de horizonte,
redoblados la sed y el desvarío.
No me retires este corto vaho,
este harapo, esta brizna de memoria
incierta que se allega y se rehúye,
silbo tuyo que se hace y se deshace,
palabra que se allega y nada dice
o se deshace dejándome sílabas
que quedo balbuceando sin sentido
o que voy repitiendo, como el loco.
Un auxilio de ti para acordarme
con memoria violenta, alzada y vívida.
Quiero acordarme más, quiero acordarme,
coger como península que se hurta
la vaga Patria de bruma morosa
que los sueños me rasa de dormida
y me burla en neblinas de despierta,
isla querida que en jirones baja
y que antes de arribar se vuelve un hálito.
Memoria, quiero ahora, más memoria
para pasar el vago y corto sueño,
a un soñar poderoso que la sangre
no pueda sacudir, al sueño denso
que no partan el grito ni la flecha.
¡No más volver como el ciervo o el gamo
que regresan al Valle de su leche!
Dos trascordados
Anduvimos trocados por la tierra,
él por las costas, yo por las llanuras,
él dispersado entre materias ciegas,
yo desvariando nombre que era el suyo,
zarandeados del agua y del fuego
y mordidos de la loba y la iguana,
y sin comer y beber alimentos,
sólo mordiendo por granada el pecho.
Nos cruzamos en noche de ventisca;
en las mismas posadas estuvimos,
ciegos dormidos y ciegos despiertos.
De la vigilia ya desconfiamos;
toda la fe ponemos en el sueño.
Si es que estamos soñando, que soñemos;
hasta que nos convenza nuestro sueño.
Está el pasado cayendo en pedazos
como el mendigo de las ropas bufas...
no lloramos viéndonos desnudos:
el agua arrase y el viento disperse…
ni tiritamos de tanto despojo.
Si tanto falta es que nada tuvimos.
Todos partieron y estamos quedados
sobre una ruta que sigue y nos deja.
Todos partieron de oír el silencio
en casa nuestra sin arpa y laúdes
y no lloramos cuando desprendimos
sus pobres manos de la vieja ronda.
Si todo ha sido sueño y desvarío,
que me madure en el sueño la muerte.
La Cultura en México, suplemento de Siempre!, núm. 79, 21 de agosto de 1963, pp. xiii-xv.
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