EL ARTE NO ES BELLEZA MUERTA: LA INÚTIL TORRE DE MARFIL (1965)
- Rosario Castellanos Figueroa
- 5 oct 2024
- 3 Min. de lectura
Todos los esfuerzos de los grandes poetas mexicanos de nuestro siglo han estado dirigidos tanto a la creación de su propia obra como al rescate de la sensibilidad de su país, empantanada en esa charca de miel, espesísima, que nos legaron nuestros antepasados del XIX.
En apariencia lo único que lograban estos campeones del refinamiento del gusto, de la concepción de la poesía como medio de comunicar a los otros nuestras vivencias más complejas, más fugaces, más inasibles, de lo que es esencialmente humano, de la relación y la re-ligación del hombre con el mundo, de la adivinación de su destino último, era el aislamiento en una torre de marfil exquisitamente labrada, pero inaccesible. La multitud continuaba fuera, congregándose "en torno de las mesas de cantina”, para emborracharse de los más groseros licores del sentimentalismo, a derramar la vieja lágrima por las amadas inmóviles, o traicioneras o traicionada —pero siempre imposibles—, a conmoverse ante la inocencia de los juegos de Juan y Margot, dos ángeles hermanos, a formar, en suma, la antología del declamador sin maestro.
Al incorporarnos a la era de la división del trabajo el público tuvo que admitir que los poetas hacían su oficio en su torre de marfil y que a él no le quedaba más remedio que engalanar aquellos textos, ¡ay, tan sinceros!, con la música del bambuco, para mecerse más justificadamente, o con la melodía del bolero para rasgarse el alma sin por eso negar a los sentidos el tributo que se les debe y que tan placenteramente se les paga.
Pues bien, tal era el panorama cuyos contornos no parecían haber sido modificados por la erosión. Hasta que un día —un día muy reciente— nos encontramos con la sorpresa de que lo que ayer apenas era velada literario-musical muy aplaudida ahora es ni más ni menos que historia. Sí, puesta fuera de la circulación como los billetes de banco demasiado usados, recogida, ordenada y consultable en una pulcra antología cuyo prólogo firma José Emilio Pacheco.
El material que estudia se limita entre dos fechas: …1767 y 1870. Y se abre con el nombre de Fray Manuel de Navarrete para clausurarse con el de Amado Nervo.
Y no sabemos con cúal carta perder: si con la de los neoclásicos o con la de los románticos. Mientras los generales del ejército se pronunciaban contra los gobiernos constituidos con una regularidad cronométrica, los poetas elaboraban delicadísimas Arcadias por las que discutían pastores templando zampoñas, zagalas con nombres tan improbables como Glori o Lisi: cefirillos invariablemente fragantes. ¿En qué está usted pensando, señor? ¿En lo que hoy se llama, en lenguaje técnico, un poeta de evasión? Sí, eran eso precisamente. Pero los poetas comprometidos no escogían tampoco la mejor parte. Porque hay por ahí alguna “Oda filosófica a la luna en tiempo de discordias civiles” gracias a lo cual nos enteramos de que “no habrá mérito ya, virtud segura, todo se ataca, todo se atropella, con mano y lengua impura. Impudente maldad todo lo huella”.
Quedaban otras alternativas: La descripción del paisaje o ensalzamiento de los héroes. Pero el paisaje se daba el lujo de no corresponder a ninguna de las exigencias de los europeos para considerarlo descriptible y los héroes transitaban a la condición de villanos con una celeridad tal que sus ensalzadores tenían que cambiar de dedicatoria, siguiendo así el ejemplo del sordo Bonn.
“Noli fora sire…”, aconsejaba el santo. Y dentro de sí mismo se quedaron la mayor parte. Esos interiores estaban muy lejos de alcanzar la pulcritud que dio fama a los flamencos. Suspiros desperdigados por aquí: lágrimas derramadas por allá; el hueco de la ausencia; el cadáver que va a utilizarse en la disección o, de pronto y sin previo aviso, el abismo de las tristezas, la tapa de los sesos volando por los aires.
No, no era posible continuar así. Y a respirar el aire fresco salieron Días Mirón y Manuel José Othón. Castigaron la forma como si ella fuera la culpable de los extravíos de la fantasía. Se empeñaron por establecer una distancia entre los objetos y los poemas, distancia que les permitiera lograr una perspectiva. Y alcanzaron esa perfección que también se llama frialdad.
Nervo no distinguió entre el seminarista y el místico y osciló siempre entre una visión del mundo ultraterreno bastante pálida y unos apetitos carnales bastante retóricos.
Y, sin embargo, sucede que continuamos defendiéndonos de todos ellos con la ironía. Los sabemos, los sentimos demasiado próximos, su canto de sirenas aún derrite la cera de los oídos de los más prudentes Ulises. ¿En cuál de las etapas filiales que señalaba Óscar Wilde podríamos colocarnos? ¿En la de los últimos que aman a sus padres? ¿En la de quienes los juzgan? ¿En la de quienes difícilmente los perdonan? Yo, de mí, diría que, según el momento y el autor, en cada una de las tres.
Excélsior, 11 de septiembre de 1965, pp. 6A, 8A.
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