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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

EL DEDO EN LA LLAGA: CHIAPAS EN LA ERA PRIMITIVA (1970)

La verdad lacerante de las condiciones en que viven extensos núcleos de la población chiapaneca es conocida y deplorada en el resto del país. El estado sufre aún de incomunicación, de una gran escasez de inversiones productivas en la agricultura y la industria y los niveles de educación, alimentación y atención médica son verdaderamente bajos. Estos son algunos de los rasgos más dramáticos del subdesarrollo en Chiapas.

Son palabras de Alfonso Martínez Domínguez pronunciadas durante el acto en el cual el doctor Manuel Velasco Suárez rindió su protesta como candidato al gobierno del estado, en su capital, Tuxtla Gutiérrez.

La descripción de los problemas que aquejan desde hace siglos a aquella entidad es inobjetable. Y únicamente los técnicos serían capaces de ilustrar con cifras la magnitud y la complejidad de los obstáculos con que el hombre chiapaneco ha de enfrentarse en su lucha por el mejoramiento de sus formas de vida.

Y, por su parte, los antropólogos y los sociólogos (dueños de eficaces métodos de investigación) y los escritores (por medio de la intuición creadora) mostrarán de qué manera han influido las circunstancias externas en la constitución y la perpetuación de modos peculiares de pensar, de sentir, de comportarse de quienes pueblan nuestro extremo sur. Y cómo esos modos tienen que ser rectificados si se quiere que se produzca el tránsito de una etapa tan primitiva como la que ahora puede observarse a otra etapa más humana, más armoniosa y más justa de vivir y de convivir.

Una de las características de la mentalidad de quienes se definen a sí mismos como “gente de razón”, es el orgullo, la certidumbre de que el mundo que han heredado y que se limitan a conservar es el mejor de los mundos posibles, la intolerancia, que no se detiene ante la violencia cuando surge el menor esbozo de crítica o tentativa de apreciación.

Si la crítica viene de un coterráneo se le descalifica de inmediato suponiendo que sus móviles son el resentimiento por su incapacidad de disfrutar lo disfrutable. Y al supuesto resentido se le declara la ley del hielo, se le expulsa del seno de la sociedad bien pensante porque pesa sobre él otra acusación más grave: la de haber traicionado a su casta y a su clase.

Si la crítica viene de un “extranjero” (en Chiapas ese término tiene una extensión mucho mayor de lo que se usa en otros sitios de la República) se le desdeña porque precisamente la extranjería vuelve al criticón inepto para juzgar puesto que no conoce a fondo la materia de que está hablando. Y si se escandaliza de la barbarie de las costumbres surianas se le invita a que permanezca en Chiapas hasta que descubra que esas costumbres son la única respuesta correcta a los retos del medio ambiente. Una vez hecho este descubrimiento nada le impedirá aceptar las normas de conducta y aun practicarlas.

El aislamiento geográfico y cultural en que ha transcurrido la historia de Chiapas ha exacerbado la sensibilidad de los chiapanecos ante “la mirada del otro”. Y ha sido particularmente doloroso el proceso que se está llevando a cabo en las últimas décadas en que, una vez abierta la carretera Panamericana, “el otro” ha tenido fácil acceso a los pueblos más recoletos y los ha mirado y no han hallado aprobación ante sus ojos.

El establecimiento de un Centro Coordinador del Instituto Nacional Indigenista ha sido una espina irritativa en la conciencia de los grupos intelectuales de la localidad que aún se resisten a aceptar que personas de criterio y de carrera, personas “bien”, caigan en la extravagancia de considerar a los indios como sus iguales, como dignos de atención, como merecedores de un trato respetuoso.

Es por esta cerrazón por lo que el discurso de Alfonso Martínez Domínguez reviste —a mi modo de ver— una excepcional importancia. Ha puesto el dedo en la llaga y la ha hurgado sin contemplaciones. Y lo que ha dicho tiene, ante la opinión de su auditorio, el prestigio del poder y del respaldo de un partido que es el más fuerte, políticamente hablando, en México.

El impacto de sus palabras ha de haber sido enorme y ha de haber herido a más de una sensibilidad chovinista, de esas que todavía sostienen que el pasado es el único factor que determina el presente y que cualquier exigencia de evaluación de lo que existe ha de ser rechazada si contiene algún elemento de discrepancia ante el conformismo. Y que cualquier posibilidad de cambio ha de contemplarse con el mismo horror y repudio con que se recibiría un consejo del diablo.

La historia se detuvo, porque llegó a su máxima plenitud, en el momento de la Conquista, momento en el que cada uno recibió lo que merecía: el indio la miseria, la ignorancia, la enfermedad, la sujeción al mandato. El caxclan, el ladino, el blanco detenta la propiedad de la riqueza, el monopolio de la religión verdadera, el usufructo del lenguaje y la encomienda de velar por sus súbditos.

Encomienda pesada porque sus súbditos son “inentendibles”, no aprenden nada, si alguna vez llegan a ser dueños de algo lo dilapidan sin provecho. Son ingratos, taimados, traicioneros, labiosos. Todo su trabajo y el de sus hijos y el de los hijos de sus hijos no alcanza a compensar las molestias que sus patrones sufren por causa de ellos. Entonces lo único que queda por hacer es remitirlos a la misericordia divina para que salve su alma porque ya está visto que el reino de los indios no es de este mundo.

Y en las condiciones actuales de Chiapas semejante postulado es cierto sólo que hay que ampliarlo a la sociedad entera, no confirmarlo a uno de sus sectores. La miseria, la ignorancia, la enfermedad de los otros sectores sociales es menos evidente pero no menos grave.

Cada paso que la administración pública dé en Chiapas para “fomentar la economía, la educación y la aculturación de las grandes masas del pueblo; la extensión de la salubridad y de la asistencia médica” será un paso que apresure la extinción del “hombre viejo”, ese que todavía perora en tono dogmático, que todavía cree que el impulso de la historia puede ser detenido y empantanado en la nostalgia del pretérito.

Cada paso “para extender la justicia social” prepara el advenimiento del “hombre nuevo”, alerta a los signos de los tiempos, valiente para asumir la realidad y modificarla, libre del sentimiento de culpa, del lastre de caducas ideas aristocratizantes. Del hombre que, por fin, comprende que no hay riqueza, ni felicidad, ni bien de ninguna índole que no sea bien común. Que nadie se salva solo y que lo que falta a la colectividad falta también a cada uno de los individuos que la componen. Que sin justica todas las otras añadiduras se corrompen.


Excélsior, 28 de marzo de 1970, pp. 6A, 9A.

 

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