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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

El pasado y la ira

Entrevista para Samuel Gordon


En algún lunes de agosto de 1971 asistí a una conferencia dictada por la embajadora de México en Israel en la Universidad Hebrea de Jerusalén, en el campus Guivat Ram. Una mujer, con elegante y suntuoso porte de princesa maya, explicaba temas con pronunciación e inflexiones nuevas. Era el habla suave de México. Por primera vez escuché los nombres de Jorge Portilla, Samuel Ramos y Emilio Uranga. Se sumaban a los de Antonio Caso, Octavio Paz, Alfonso Reyes, Ramón Xirau y Leopoldo Zea para delinear una trayectoria en torno a México y lo mexicano. Se trataba de la conferencia magistral inaugural de un curso sobre literatura mexicana, materia que, por entonces, hasta en México solía considerarse “un invento de profesores norteamericanos”, como solía decir la propia Rosario.

Grabamos algunas de nuestras conversaciones literarias. Recuerdo cuatro. Una sola de ellas sobrevivió. La transcribí poco después de su muerte para incluirla en el número de homenaje a su memoria de la revista Cuadernos de Jerusalén.


Pregunta. Tomando como base la comparación de los cuentos de Álbum de familia, quisiera adentrarme en un problema que le ha preocupado en forma constante: la situación de la mujer en la sociedad mexicana. En el primer cuento, narra una mujer que está preparando algo en la cocina—probablemente su primer plato—, mientras trata de reconstruir escenas de su pasado, desde el momento en que se conoció con su marido; en tanto tiene absoluta conciencia de cuál es el estado de sus relaciones con el marido, cuál es el papel que desempeña, así como la actitud que adopta frente a él. En el tercer cuento del libro “Cabecita blanca”—, el personaje habla con absoluta inocencia, tal como lo describiría un narrador en tercera persona, desde afuera, sin conocer omniscientemente lo que allí sucede. Tomando estos dos personajes femeninos como excusa, la pregunta concreta es: ¿Acaso ambas representan a la mujer mexicana en dos fases distintas o son dos aspectos diferentes del mismo fenómeno o, se trata, por último, de dos clases sociales diferentes representadas allí?


Respuesta. Más que dos clases sociales, o dos actitudes, son dos momentos. Es decir, la primera mujer está prefigurando a la segunda. En el momento en que comienza la narración —está recién casada—, tiene la primera opción; puede ser auténtica—que es el problema central alrededor del cual gira el cuento—, o puede asumir alguno de los papeles asignados por la sociedad. Obviamente, de los elementos que se dan allí, no va a elegir la autenticidad; porque no tiene, absolutamente, ningún asidero para ello. Inmediatamente sería arrojada del sitio en el que tan difícilmente se ha ido incrustado, entonces va a acabar, a fuerza de práctica, ignorando, entonces va a acabar, a fuerza de práctica, ignorando un poco más cada día, su situación. Va a acabar en Cabecita blanca. Quizá la señora de “Cabecita blanca” no fue nunca lúcida, como la protagonista de “Lección de cocina”, pero se puede perder la lucidez con mucha facilidad, si uno insiste, y se puede llegar a ese vacío total, a esa blancura interna y extrema a la que llega la protagonista del cuento.


P. Cuando, por ejemplo, Cabecita blanca recibe el famoso anónimo en el cual, obviamente, se le pinta la situación familiar, hay allí un destello que tiende a considerar una posibilidad que podría ser real, pero que desecha inmediatamente…


R. Hay muchos momentos, si usted se fija bien, en que está a punto de darse cuenta, pero en que rechaza esa posibilidad de aceptar conscientemente los hechos. Por ejemplo, cuando hay un pleito entre el padre y el hijo, y el padre le grita al hijo “no se acuerda que…”. No se acuerda que, porque en ese momento se iba a definir la situación realmente. Como podría haber definido —como además él lo dice en la cárcel, lo grita una hija a la otra, de por qué la otra hija le tiene miedo al tío, al pariente—, y ella trata siempre de convertir la verdad en una mentira, en la cual pueda descansar tranquilamente y aceptar las cosas. Es decir, yo me guie, al hacer estas descripciones, en lo que Sartre llama mala fe. O sea, erigir un punto de vista, una explicación y una racionalización de los hechos que no es aceptable, para que lo podamos digerir y para que lo podamos vivir sin la conciencia desgarrada, sino tranquilos, contentos y de acuerdo con la sociedad.


P. Aun cuando se entere que el marido le puso un piso a la secretaria…


R. Sí… Pero en realidad no se entera más que hasta cierto nivel. Es decir, no hasta el umbral de la palabra, hasta allí ni llega. Es más, rompe el anónimo. No quiere darse cuenta de “qué cosas tan horribles pinta la gente”. Hay otro momento que, si no recuerdo mal, también es una aproximación a la verdad y un refugio otra vez en la mentira que es la telenovela: “¡Qué cosas terribles se ven en la telenovela…!” En realidad es su vida, pero ella obviamente no sabe reconocerlo. No se reconoce ahí porque no quiere, y porque ha tenido una práctica muy temprana y muy bien cultivada para olvidar, para no entender.


P. Ahora, ¿qué le reporta a la mujer—mexicana en este caso—, ese tipo de hipocresía? Obviamente hay cierta comodidad en esa situación. Cierto que en determinado momento sopesa la posibilidad de divorciarse de su marido; pero arriba a la conclusión de que lo conquistado junto a él—o sea el nombre, las condiciones sociales, etcétera—, no lo podría mantener. Entonces, manteniendo el status quo podrá seguir usufructuándolo. ¿Qué le reporta eso a la mujer?


R. Le reporta, en primer lugar, esas comodidades que usted enunciaba. Le reporta una cosa muy importante que es la falta de responsabilidad. A una mujer como “Cabecita blanca”, o como la que va a ser “Lección de cocina”, o como la que es la protagonista de “Domingo”, no se le puede imputar ningún acto libre. No se le puede decir que eligió, por ejemplo, tener un amante —en el caso dela protagonista de “Domingo”—, porque su marido le proporcionó los medios, la situación, la puso en contacto con otro hombre, no lo evitó… Es decir, si alguien alguna vez le preguntara o la pusiera a explicar su situación, ella siempre se refugiaría en los demás para explicar lo que le ocurre.


P. Pero el marido comienza a ser parte del juego, porque en determinado momento, por ejemplo, se comenta acerca de “un amigo mal casado” que estaría “casi libre”, y entonces él, le sugiere la posibilidad de intentar algún lance.


R. Esto supone que ella puede tomarlo literal o figurado. En el momento en que le convenga lo tomará literal: “Tú me lo aconsejaste”; “tú me lo dijiste”; “tú me lo ejemplificaste y yo te toleré las mujeres, ¿por qué no?” Estamos ya en otro plan. Somos intelectuales, somos evolucionados, somos realmente personas que han tenido una sofisticación mayor. Ahora, quiere ser virtuosa, o no acierta —porque en el caso de “Domingo” no acierta a hacer la conquista—, y entonces se va a refugiar en que cómo va a traicionar la confianza de un marido que le permite incluso la posibilidad de una aventura. Es decir que siempre se está juzgando con cartas marcadas. Nunca va a aceptar que ella hizo algo porque quiso, o porque el marido la quiso hacer caer en una trampa, que también podría ser. Es decir “él me puso un cuatro” —como se dice en México—“para que yo cayera, pero yo no caigo”.


P. ¿Qué pasa con el fin que queda librado al lector? Porque, al día siguiente va a venir el jardinero. Pero ese día, también tenía que venir un amigo, se supone…


R. La cosa queda abierta…


P. Es probable que sí venga, es probable que no…


R. Es probable que venga. No es importante que venga o no venga éste. Ni este día, porque habrá otro domingo y habrá otra reunión igual, exactamente, y habrá otro coqueteo con esa misma persona o con otra; no hay distinción, es decir no hay una elección amorosa, sino que éste es fácil, porque está mal casado, porque anda a la búsqueda de una aventura, y también indeterminada —en el hombre no hay una elección previa— sino que juega con ella hasta que aparece la otra. Pero la otra se va a ir; él puede volver, puede volver a su mujer; en fin, todo esto es un juego en el que nadie elige más que a quien.


P. ¿Y qué podría pasar en la sociedad mexicana el día que la mujer comience a asumir un papel distinto? Porque lo va a tener que asumir tarde o temprano.


R. Supongo que será una sociedad un poco más humana. Un poco menos cerrada a valores verdaderos y, fundamentalmente, un poquito más auténtica. Es decir, todos los mitos alrededor de los cuales estamos girando, el mito de la maternidad, que se ve en “Cabecita blanca”, es monstruoso. El mito de la fidelidad conyugal, de la abnegación, del apoyo, etc. Todos esos mitos, si existe realmente una virtud —pero en el buen sentido de la palabra, es decir en el sentido de que es fuerza—, esto quedará de manifiesto, y lo demás, lo que es paja, lo que es nada más una acumulación de historias repetidas de generación en generación, pues, se va a desechar para tratar de asumir una actitud que realmente corresponda a una necesidad. Es decir, si una mujer empieza por aceptar algo que todavía en México no es muy aceptable, por aceptar su cuerpo, va a empezar por aceptar las necesidades de su cuerpo y la responsabilidad de su cuerpo, ¿no? Habrá menos mujeres “seducidas”, de las que hay. Habrá más mujeres que si desean tener un hijo, lo tienen y si no lo desean, no lo tengan…


P. ¿Cómo asumir ese “peligro mensual de la maternidad”, que aparece en uno de los cuentos?


R. Claro. Entonces habrá realmente un poco más de que yo soy en mi propia vida, y que si la hice mal, yo no tengo por qué culpar al resto. “Víctima de sus pasiones”, “víctima de su ignorancia”, “víctima de todos”. No más víctimas. Una persona que tiene las mismas oportunidades que otras de ejercer su libertad. Eso es lo que no quiere hacerse todavía.

P. ¿Qué pasa, por ejemplo, con un personaje como Lupe —de “Cabecita blanca”—, la hija que queda sin hombre aparentemente; qué pasa cuando en México, una mujer no es del temple de Lupe, sino que queda sin hombre por propia voluntad, porque quiere hacer su vida? ¿Hay casos o no hay casos?


R. Sí, hay casos...


P. ¿Cómo la ve la sociedad?


R. La sociedad no cree nunca que haya un caso voluntario. Es algo absolutamente inconcebible, así, por definición, por dogma. La mujer que se “queda”, la “quedada” es quedada por desprecio, es decir, es pasiva, ella no pudo escoger porque no tuvo con quien, aunque la historia real haya sido de que sí pudo escoger, y de que no quiso hacerlo y prefirió la soledad. Entonces una mujer que se queda sola, no tiene ni siquiera las ventajas de la soledad, porque todo el mundo trata de llenarla con una serie de actividades que le corresponderían si fuera la nana de los niños, por ejemplo, tía que acompaña, chaperona, en fin, de llenar huecos; pues porque no tiene un sitio determinado y no cumple una función sancionada por la sociedad, tiene que convertirse en una especie de comodín de los demás.


P. En el primer cuento, hay un momento en que la mujer cree que el marido ve en ella a una más —o por lo menos, teme, que el marido vea en ella a una más—, y cita una lista enorme marcada de datos y fechas. ¿hay alguna posibilidad, cualquiera que sea, de que el hombre vea, en alguna mujer la de “casa chica” u otra, lo que no puede o lo que no quiere ver en la mujer que “eligió legalmente”?; es decir, ¿hay alguna mujer que posea las “virtudes” que se supone que el hombre busca?


R. Bueno…


P. Lo que me interesa ver, es la parte del hombre en ese juego. ¿Cómo ve, y dónde ubica en la sociedad, el hombre a la mujer?


R. Lo primero que habría que preguntar es eso. ¿Qué es lo que busca? En general, lo que el hombre mexicano busca, es a su mamá. Es decir, una persona que tenga todas las virtudes que tuvo su mamá, pero que además sea una persona que vengue a su madre de todos los sufrimientos que padeció.


P. ¿Simple Edipo, acaso…?


R. Sí, es un Edipo muy grave. Pero además es la perpetuación de una situación que no va a cambiar jamás. Porque, por ejemplo, la esposa, en general no se ve a la persona; sino que se ve o se es la noviecita santa, a la cual no se le toca, no se la desea siquiera. ¿Cómo se va a pensar en acostarse con la noviecita santa? ¡No! Para eso está la prostituta. La cosa está muy clara. Entonces, el hombre que tiene que escoger la noviecita santa, no la ve como persona, la ve como posibilidad de mantener con ella esa relación que la sociedad tiene muy claramente establecida. Y a la otra, a la prostituta o a la mujer fácil, o a la que se presta o a la que se seduce, también no lo va a ver como persona, no piensa que esa seducción puede ser un acto de amor, sino que piensa que es un acto de pasividad y de relajamiento moral. Por ejemplo, la primera persona que desprecia a la mujer seducida es el seductor. En el momento mismo en que ha logrado lo que quería, se acabó. Y se lo dice además: “Si tú hiciste conmigo esto, qué no harás con los demás”. Entonces no está buscando una relación humana de respeto de persona a persona, sino está buscando una relación con una institución determinada. En tiempo de estudiante, digamos, él todavía no se puede comprometer, no se puede casar. Puede mantener un noviazgo “blanco” pero a costa de las prostitutas, a costa de la muchacha fácil con la cual nunca se va a casar; entonces ¿qué busca?, ¿cuáles son las virtudes que espera encontrar en la “noviecita santa”? Bueno, desde luego la castidad. Una castidad que no se atreve a poner a prueba —porque, por ejemplo, en el cuento de “Cabecita blanca”, usted se acuerda, la única vez que estuvo “a punto de… perder su virtud”, el señor salió corriendo como gamo; porque él lo que quería era que ella resistiera, pero ella tampoco sabía bien en qué consiste la resistencia— entonces, espera esto, espera que sea virtuosa, espera que sea pasiva. No pone a prueba esa virtud, porque más vale, ¿verdad? Espera que sea callada, espera que sea discreta, espera a que sea tan abnegada como su madre, y espera que ella, a su vez, sufra lo que sufrió la madre, y ahora él va a ser la figura del padre.


P. Hay una degeneración obvia de la relación amorosa en eso, porque no lo puede encontrar ni en una ni en otra. Si una es sólo una parte y la otra sólo la otra…


R. No hay amor… En primer lugar hay una cosa esquizofrénica total. Por un lado está el cuerpo, el sexo; por otro lado está la relación amorosa “romántica”. No se trata de amor. Yo he buscado en las novelas mexicanas que he leído —y son bastantes—, alguna historia de amor. No he encontrado ninguna. No hay. Por ejemplo en La muerte de Artemio Cruz, hay una parte en que se habla de esa cosa terrible, de una muchacha que está con el hombre en la Revolución. Pero es algo tan retórico, además de que, naturalmente, a la muchacha la matan ipso facto, porque tiene que ser un amor desgraciado. Eso no se puede… Eso no puede funcionar dentro de la sociedad. Es un factor que no juega. ¿Qué juega, por ejemplo, en un matrimonio? Juega la conveniencia, juega el futuro, por ejemplo, una muchacha ¿qué busca en el hombre? Busca seguridad económica, busca apoyo, busca una situación en la sociedad, busca la maternidad. Además, se concerta por medio de los padres. Es la familia también la que está en eso. Si vale hablar de casos próximos a uno, o personales, yo puedo hablar del matrimonio de mis padres, ¿no? Mi mamá era una señora —era una muchacha—, que ya se estaba “quedando “, lo cual es muy grave ¿verdad? Tenía ya veintidós años y no se había casado ¡qué espanto! En un pueblo eso era mortal. Mi papá tenía veinte años más que ella, ya era “quedado”. Él también era un “niño quedado”. Mi papá tenía una serie de cosas que mi mamá no tenía. Mi papá tenía veinte años más, pero tenía dinero, tenía una posición social más alta, tenía el prestigio de que había estudiado en Estados Unidos y de que era un señor muy respetable. Entonces, sin haber mediado entre ellos la menor conversación, él fue directamente a hablar con la madre de mi mamá, pidió la mano, se la dieron, se casaron. El resultado… ¡fui yo! pero, fuera de esto, puras catástrofes. Fue un matrimonio en el que yo nunca recuerdo, no recuerdo haber visto nunca que se tocaran la mano. Yo no sé donde dormía mi mamá. Yo sé que mi papá dormía en el cuarto nuestro, con mi hermano y conmigo. Alguna vez han de haber estado juntos, puesto que nacieron los hijos ¿no? Pero yo no recuerdo haber visto ningún contacto físico, ¡jamás!


P. ¿La mujer mexicana está dispuesta a ello, a anularse totalmente y ser la sombra?


R. No sólo está dispuesta a eso, sino que no está dispuesta a permitir que otra quiera salir de eso. Por ejemplo, el instrumento de perpetuación de esa situación en México, no es fundamentalmente el hombre, es la madre. La madre que quiere que a su hija no le pase una cosa mejor que a ella, ¿verdad? ¿Por qué si ella no pudo aprender a leer, por ejemplo, o no pudo escoger al marido, por qué rayos la hija sí va a poder? Es un caso de odio. Además uno ve muy bien, muy clara la relación entre la madre y el hijo que es el amor total, y la madre y la hija que es el rechazo completo.


P. Tal como se describe en “Cabecita blanca”. Hacia el final, se dice que Lupe entraba siempre con una expresión “así”, y que en cambio, Luisito, siempre “tan considerado”. A pesar de quienes son, en realidad, Lupe y Luisito.


R. ¡Claro!... Le puedo contar—no cosas personales, que también tendría mucho, porque a pesar de que yo creí que era una “mujer liberada”, descubrir que era una cabecita blanca de arriba abajo cuando me casé —, por ejemplo, que vi a mi mamá en esa situación. Mi mamá murió de cáncer. Un cáncer dolorosísimo con una agonía horrenda, y la teníamos a base de morfina. Cuando mi mamá estaba agonizando —con la morfina, que nada más salía de un estado de sopor, para inmediatamente recibir la otra dosis—, mi papá tenía gripe. Entonces mi mamá se levanta, completamente mareada, completamente mal, descalza, agarrándose las paredes, porque no podía ni mantenerse: para llegar hasta el cuarto de mi papá y preguntarle cómo había amanecido él, porque era “el Señor”. Entonces mi papá se daba el lujo de darle la espalda y mirar hacia la pared, y de no contestarle. Cuando yo veía esto, a quien quería matar era a mi mamá, porque me parecía una abyección a tal punto, tan gratuita y tan innecesaria. Pero la cara de beatitud que ella ponía cuando comprobaba que él era ese monstruo… regresaba a la cama… sonriendo. Era una cosa totalmente repugnante. Era orgasmo, ir y ver que el otro era capaz de llegar hasta eso… y perdonar. La que no pudo perdonar, fui yo. Perdonar a ella. Porque, además, a primera vista, la víctima era ella. Pero cuando uno va viendo toda la elaboración, la víctima era él. Lo habían obligado a convertirse en eso. Y todos los días un poco más, un poco más, hasta que llegó a ese clímax, ya no se puede hacer con nada.


P. No me queda nada para decir… Me parece obviamente, el desideratum. Yo supongo que la mujer mexicana tiene que salir algún día de esta situación.


R. Supongo que sí, pondrá todos los obstáculos que pueda. Es decir, disfruta mucho de todo eso. Me acuerdo que yo le decía —porque, no sé, quizá por una serie de circunstancias especiales, puede tener un poquito de distancia para ver—, le decía a mi mamá: “Pero, ¿por qué haces esto? No tienes absolutamente ninguna necesidad de levantarse a preguntar cómo está. Puedo ir yo, puedo venir a decírtelo”. No lo comprendo. Como esposa, no se había acostado con él en veinte años.


P. ¿Quién determina que ésas son las obligaciones? ¿Hay un consenso social?


R. Hay un consenso social.


P. ¿La mujer lo recibe de su madre?


R. No. La madre es nada más la imagen, nunca la palabra. Por ejemplo, a mí nunca me dijo mi mamá cómo debía yo ser, si me iba a casar. Yo nunca me debía casar porque era horrible. Los hombres son unos monstruos. Pero eso no sólo me lo decía a mí porque fuera su caso, sino porque así se les enseña a las hijas: “No te debes querer casar”; “no debes querer tener hijos, porque los hijos son un dolor espantoso, porque los hijos se mueren, porque se van… “ Además le dicen a uno: el valor supremo es e matrimonio y es la maternidad, entonces uno va —con todas las ambivalencias posibles—a hacer algo horrible, que va a llevar a algo más horrible, sin lo cual uno no puede existir. Es decir, es el masoquismo puro. Y para darle otro desideratum; hay una costumbre —cuando yo hice un estudio sobre la situación de la mujer en la sociedad náhuatl, que era un encanto también—, la única muerte en la cual, automáticamente, la mujer se convertía en estrella, es decir, se iba al cielo, era la muerte en el parto. Ahora bien, ¿cómo ocurría esa muerte en el parto? En el momento en que empezaban los movimientos, ya para parir, se llamaba a la partera. La partera llegaba, no a ayudar a la mujer a que tuviera el hijo, sino a impedirlo. Entonces era una lucha cuerpo a cuerpo entre esta mujer y la partera hasta que el niño nacía. Y si la partera ganaba, la mamá moría, directamente. Esto, que es verdaderamente la contradicción más brutal, era, en vez de ayudarla a echar al niño, ayudarla no echarlo. Obligarla a retener ese niño, hasta que el niño rompiera todos los obstáculos y acabara con la madre. Esto, que ya no se hace más así, obviamente, en el terreno del parto, se hace en todo el resto de la relación humana. Se le dice a una mujer: “¡Un hombre es un monstruo! Pero tú alguna vez te vas a tener que casar con un hombre, porque si te quedas sola, eres la nada pura.”; “tener un hijo es el dolor más espantoso del planeta. ¡Es horrible!, no sabes, ¡no te puedes imaginar!” Yo me acuerdo que cuando supo cómo nacían los niños, a pesar de mis “profundos estudios de biología y anatomía”, me negaba totalmente a entender lo que decían los libros. Porque, de ese modo, yo hubiera tenido que admitir que mi mamá había hecho tales cosas, y que mi papá otras, y que ella había pasado una serie de procesos que yo no podía comprender. Un día, mamá se hartó de que yo fuera tan estúpida, y me dijo las cosas. A mí me entró un terror sobre el nacimiento de los niños —porque me lo dijo también, en la forma más negativa, brutal, dolorosa, agónica y tremenda—, que decidí, ¡jamás! Tener hijos. Cuando me casé, tuve uno, primero, se me murió. Tuve uno segundo, se me murió… hasta que nació Gabriel. Es decir, el instinto era tan fuerte, que a pesar de todo lo que me predicaron, a pesar de todo lo que me ocurrió; porque además los médicos me habían dicho que nunca, que no podría jamás, por causas psíquicas, por causas glandulares… El destino, ahí está.


P. ¿Qué motivó a Rosario Castellanos a hacer su tesis de maestría sobre el problema femenino, a escribir tanto sobre la mujer y a preocuparse tanto por la situación de la mujer en México?


R. Creo que fue una cosa estrictamente personal. El hecho de que hubiéramos sido únicamente dos hijos; un hombre, el hombre, que era un año menor que yo, y yo. Las cosas se equilibraban un poco. Primero, porque yo era mayor, era la primera hija. Pero yo era mujer, entonces ahí bajaba la cosa; y mi hermano había nacido después, pero era hombre. Pero, yo era blanca, él era moreno… En fin, la cosa más o menos se equilibraba. Hubo un momento, no sé si le he contado antes, pero mi mamá se dedicó a hacer jueguitos de espiritismo con una amiga suya, entonces en uno de esos juegos, la amiga tuvo una visión. Y recuerdo yo, que ya tenía ocho años —y es una memoria muy viva, porque fue una cosa determinante de todo el resto—, que estábamos desayunando en el comedor, mi hermano, que tenía siete años, mi mamá, y yo; cuando entró esta prima, como despavorida, como una especie de medusa, con el pelo blanco, todo así parado, sin peinar, y le dijo a mi mamá que acababa de tener una visión, y que en esa visión se le había aparecido alguien y le había dicho que uno de sus hijos —de mi mamá—, iba a morir. Entonces mi mamá se levantó, como por un resorte, y le dijo: “¡Pero no el varón!, ¿verdad?” Eso fue el principio. Después, claro que le dijo a esta mujer que era una imbécil, que estaba loca. Reaccionó con una violencia terrible, y la echó de la casa. La mujer se fue, pero mi madre no se quedó nada tranquila, pues no agarró a mi hermano y a mí, y nos empezó a levar de casa en casa a decirle, a cada miembro de la familia, que había ocurrido eso. La primera pregunta era: “¿Es posible que este tipo de brujerías o de anticipaciones o insinuaciones existan?” Pues todo el mundo respondía que sí, es posible: “¿Pero es posible que si alguno de los niños va a morir, muera?” Pues sí, es posible. “¿Pero verdad que lo que no es posible es que sea el varón?” Esto lo ha dicho no sé cuántas veces. Mi hermano y yo teníamos pánico, porque estábamos ahí a ver a quién se nos llevaba. Nos agarrábamos de la mano, porque éramos los dos únicos de quienes no se daban ni cuenta de nosotros los mayores. Delante de nosotros era toda esta discusión de “que si el hombre, de que si la mujer”. Nos sudaban de miedo las manos, así, horrible. Entonces a otra amiga de mi mamá se le ocurrió que hiciéramos la primera comunión, que con eso, ya… Todas las brujerías que nos fueran a hacer los indios… y las cosas de esta mujer, todo se iba a arreglar con la primera comunión. Vamos a la clase de primera comunión, y lo primero que nos anuncia la catequista es: “El infierno existe”. Ya lo sabíamos. ¡Lo habíamos probado durante todo ese tiempo! Pero nos dijo que si uno se portaba bien, no había problema, no lo iba a llevar el diablo. Pero cuando nos empezó a decir cómo era Dios, ¡nos entró un pánico!... El diablo, qué nos importaba, nosotros ya lo teníamos dominadísimo… Pero Dios… era horrible. Dios en cualquier momento se podía aparecer… ¡Teníamos un pánico! Además, era la época de la persecución religiosa, las iglesias estaban cerradas, habían quemado las calles, habían hecho profanaciones… Esas cosas que lo impresionan mucho a uno cuando es chico. Me acuerdo —eso lo supe muchísimos años después, en un psicoanálisis—, que estábamos todo el día con que quién de los dos se iba a morir. Un día mi hermano se levantó —porque jugábamos con lo que soñábamos, con lo que inventábamos y con lo que oíamos, ya con todo, en un nivel de locura completo—, que él había soñado a la Virgen, y que la Virgen le había dicho que no, que a él no, que a él no le iba a pasar nada. Entonces yo rápidamente soñé a Dios, y le dije que Dios me había dicho que él sí, que él sí se va a morir,. Como una semana después de esta historia, amanece mi hermano gravísimo. ¡Que tiene una ataque de apendicitis… qué barbaridad!... ¿qué hacemos, lo llevamos a México?... ¿lo operamos?... Total, en lo que discutían, se murió. Entonces empiezan las gentes a llegar a dar el pésame, a decir: “Hay que conformarse con la voluntad de Dios…””¡Sí! Que Dios haga su voluntad, pero… ¿Por qué en el varón, por qué en el varón?” Bueno… yo creo que eso explica todo…


P. Lo Que es absolutamente inexplicable, a pesar aún de esa explicación, es que si la mujer teje esa imagen del padre, y la mujer la sufre, además esa actitud de su madre; ¿por qué —a pesar de todo, y casi masoquistamente—, sigue ensalzando algo de lo cual sufre, quizá, más que de cualquier otra cosa? Casi inexplicablemente, lo suyo fue una batalla por afirmar la existencia —aunque sea pasajera— de la mujer…


R. Sí, pero además es una batalla muy ambivalente porque yo, por ejemplo, no podía reconocer mi feminidad… Trataba, en muchos sentidos, de ser el suplemento de mi hermano. Él no estuvo, fíjense… pero él ¿qué hubiera hecho de haber vivido? Habría estudiado, ¿no? Entonces yo estudio. Fíjense que no fue tanto lo que se perdió, porque… algo hice yo. Yo tuve un muy lento desarrollo físico, por esto, fundamentalmente. No me atrevía a ser mujer… físicamente mujer. A decir, bueno sí, sepan, soy mujer, ¿y qué? Además, los primeros signos que di fueron tan brutalmente reprimidos, que inmediatamente volvía, otra vez, a un estado de niña, pero niña que tiene una serie de actividades, actitudes y aptitudes, que no son normales. Una niña, por ejemplo, que prefiere leer, a salir a pasear. ¡Claro! ¿Por qué prefería yo leer? Primero, porque el libro era una cosa mucho más segura, una especie de refugio… pero luego, también, porque mi mamá, antes de salir decía: “¿Para qué vas? Todos los placeres de este mundo…” una manera de decir “vanidad de vanidades”… Pero esto, a los nueve años, como que no se entiende, como que además uno sí quiere ir a la fiesta y a comer los caramelos y… esas cosas. “Además, mira, tu papá y yo, porque tenemos la obligación, te queremos… porque tenemos la obligación, pero ninguna otra gente, nadie en el mundo, nunca, nunca, te va a querer”. Bueno, cómo va a ir uno a las fiestas así. Obviamente eran un desastre las fiestas para mí…


P. Eso de “porque tenemos la obligación” era una manera de evadir responsabilidades, o….


R. No. Es una manera de afirmar algo totalmente impersonal. Es decir, si yo pudiera haberte elegido como hija, no lo habría hecho nunca, porque no estoy loca, ¿verdad?, pero ya me tocó, como soy tan virtuosa cristiana, cumplo con esto, aunque me lleve el diablo… Obviamente el diablo los llevaba a los dos. Es decir, lo que me echaban en cara a mí, durante mucho tiempo —hasta que cumplí dieciséis años, en que me di cuenta y ya me enfrenté con ellos —, era que yo los había obligado a vivir… a ellos. Porque, si yo me hubiera muerto junto con mi hermano, o yo no hubiera estado allí, estorbando, ellos hubieran podido morirse a gusto, y ya. Pero, como tenían que educarme, como tenían que llevarme a México, como me tenían que dar de comer, como tenían que vigilarme que yo subiera de peso, como tenían que vigilar que yo fuera virtuosa; no podían morirse. Esto fue toda mi infancia, y eso fue toda la adolescencia.


P. Es una visión un poco apocalíptica…


R. Eso es bastante horrible.


P. Realmente…


R. Es decir, yo me afirmé a base de gentes que todo el tiempo me quisieron destruir. Entonces ya, quizá, fue por una cosa refleja en mí que dije ¡ahora no! Pero era un “¡ahora no!” al mismo tiempo muy culpable. Yo no tengo derecho… sin embargo estoy aquí con todas estas cosas horribles… ¡extiendo!, que era algo que no me querían permitir. Pero también en ellos había mucha ambivalencia, porque, por ejemplo, cuando yo me enfermaba, les entraba el pánico, “Y si ésta se nos muere también…” Entonces yo me sentía, al mismo tiempo, muy superflua pero también muy frágil, algo que con un viento se iba a deshojar. Yo tenía veintidós años cuando murió mi mamá, y no sabía prender un cerillo a esa edad. Nunca me habían dejado hacer nada. “No, te va a dar catarro”. “No, lo vas a quebrar”. No, no; no. ¿Qué puede hacer una mujer que está sentada así… escribir… no?


Fuente

Gordon, Samuel, Palabras sin límites: Conversaciones con escritores, México, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2005.

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