top of page
Buscar
  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

EL PEREGRINO EN SU PATRIA (1965)

Después de las vacaciones el tema obligado es el comentario de las aventuras y desventuras de quienes partieron en busca de descanso, distracciones y placeres a los lugares en que las agencias de turismo les prometen que los hallarán. Y el tema es doblemente oportuno porque, a últimas fechas, los organismos gubernamentales dedicados al menester de la promoción de los viajes han procurado, por todos los medios a su alcance, el incremento de lo que se llama, con esa insistencia del que no encuentra una frase más ingeniosa: la industria sin chimeneas.

Los obstáculos más obvios son ya conocidos y examinados. Es necesario darle al turista —nacional y extranjero— cuantas facilidades sean posibles para que disfrute el paseo. Hay que organizar caminos que sean transitables en cualquier época del año; medios de transporte colectivos seguros, puntuales, cómodos; hoteles bien atendidos; alimentos sanos, abundantes, sabrosos; variados sitios de esparcimiento y, sobre todo, un trato hospitalario.

Es cierto que se trabaja por resolver estos problemas pero también es cierto que la mayor parte de ellos continúan siendo vigentes. ¿Hacemos una apuesta? ¿Cuál fue su experiencia, señor, si se contó usted entre el número de quienes abandonaron la capital para obedecer a la consigna de que conocer a México es amarlo?

¿Hizo usted las reservaciones con la anticipación debida (es decir, cuando ya no encontró usted alojamiento y pedía posada en Navidad) o fue usted de los que tuvieron que pasar noches a la intemperie en las playas más hermosas del mundo (según el dictamen de los expertos)? Si la suerte lo favoreció con un techo lo felicitamos. Y también si es usted dueño de un automóvil, con lo que se evitó usted sufrir las aglomeraciones de esos vehículos en los que le conceden el espacio indispensable para estar pero no el necesario para moverse.

Porque, hasta aquí, hemos supuesto que usted pertenece a las generaciones modernas que consideran el tren como un aparato absolutamente inoperante. Opinión que compartimos.

El tren, señor, es una de las formas más perfectas de la parálisis. Fíjese usted con cuántos gemidos abandona, dentro de la estrechez de la vía, no a devorar sino a rumiar, muy lenta, muy minuciosa, muy cuidadosamente las distancias. Si el tren supiera algo sabría que la distancia disminuye si aumenta la velocidad. Pero el tren lo ignora todo y no recurre ni al pretexto más inverosímil para pararse. ¿Por qué?, se pregunta uno, intrigado ante una pausa sin justificación. No hay, en los alrededores, ni una casucha miserable, ni una llave de agua, ni siquiera un paisaje visible. ¿Por qué? Pues porque la máquina obedece a sus propias leyes de las cuales, simples pasajeros, no tenemos la menor noción.

Pero como el universo se rige según sus propias leyes y son más amplias que las de los ferrocarriles, resulta que la morosa delectación con que se realiza el trayecto se traduce, de inmediato, en retardo. Una hora, dos, tres, cinco. ¡Qué importa! Usted va tan exactamente incrustado en una cabina hecha a su medida que carece de motivos para impacientarse. Si por capricho se le ocurre experimentar hambre o sed no precisa más que atravesar los veinte carros que los separan del comedor y regocijarse porque alcanza el enésimo turno de la cola que se ha formado para lograr acceso a la mesa.

El tiempo transcurre: la cola avanza y helo a usted ya situado en el término de sus aspiraciones. En alguna de sus innumerables y graciosas vueltas y revueltas el mesero retirará los platos sucios del cliente anterior y en otra —impredecible— le ofrecerá la carta para que usted escoja lo que más le agrade. ¿Huevos con o sin jamón? Ah, la angustia de elegir. Usted vacila, su apetito crece, sus cálculos acerca del consumo de las calorías van volviéndose cada vez más incoherentes. Y, cruel paradoja, está usted bordando en el vacío. Porque cuando el mesero regresa es para informarle que los comestibles anunciados han sido consumidos íntegramente y que no pueden proporcionarle más que algún minúsculo jugo o refresco.

Cansado pero no saciado usted se encierra de nuevo en su cubil. Se deja mecer y adormecer por el traqueteo y cuando ya no le preocupa llegar a ninguna parte porque ha descubierto las delicias del nirvana le anuncian estentóreamente que el viaje ha terminado. Como por arte de magia las maletas proliferan y usted que quiere, que debe abarcarlas, sufre la nostalgia del pulpo. Alguien, que ha convertido esta nostalgia en oficio, acude a su auxilio y mediante el correspondiente estipendio se las deposita en un taxi.

En el hotel lo esperan con los brazos abiertos (porque somos un país hospitalario) pero con los cuartos cerrados (porque somos un país subdesarrollado). Es cierto que usted tomó las preocupaciones pertinentes para que este hecho no se produjera pero en alguna parte ha habido una confusión de la que ninguno se responsabiliza. Usted no está en estado de discutir sino de bañarse y acepta la transacción que le proponen. Así, en vez de aquella preciosa vista a la calle lo encierran en un closet en el que sería ilógico que usted creyera que iba a funcionar el clima artificial.

Y ahora a conocer los lugares que su guía le señala. No es usted tan ingenuo como para sorprenderse o para indignarse porque las tarifas estén calculadas en dólares. No se le ha desarrollado aún un complejo de inferioridad tan agudo como para que le moleste el hecho de que basta que reconozcan en usted a un compatriota para que pierdan el interés en el servicio. Y allí mismo, ante un espectáculo menor que los calificativos del texto en el que usted se ilustra, comienza usted a enviar tarjetas postales para que sus amigos sedentarios envidien la gran vida que se está usted dando.

Vuelve usted al hotel donde lo tratan como si fuera de la familia. Es decir, donde tiene usted que tomar todas las providencias para que algo funcione y donde está usted obligado a sacrificar sus gustos a las rutinas de la comunidad.

Pero espero que, por desafortunado que haya sido, no haya llegado a los límites que yo traspasé. Por un raro privilegio se me consideró digno de ser huésped de una muy exclusiva casa de pensión cuya dueña nos trataba como la gallina a sus polluelos. Protegidos, mimados, no nos estaba permitido cometer la más mínima transgresión. He de confesarle que tuve que abandonar aquel paraíso porque una noche llegué con retraso a la hora de la cena. ¡No faltaba más!, exclamó, airada, mi patrona. ¡Ni que ésta fuera una pensión!

Excélsior, 5 de junio de 1965, pp. 6A 8A.

45 visualizaciones0 comentarios

Comments


Publicar: Blog2_Post
bottom of page