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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

EL PESIMISMO LATINOAMERICANO (1970)


Gabriel García Márquez ha dicho que la novela en Colombia es un inventario de muertos. La frase, exacta, puede alcanzar validez en dos sentidos más amplios: al aplicarla al ámbito completo de Latinoamérica y al extenderla no sólo a la muerte, sino a toda la gama de sufrimientos humanos.

¿Qué ocurre con los protagonistas de los primeros grandes relatos que lograron popularidad entre nosotros y que llamaron la atención del público extranjero? A Arturo Cova “lo devora la selva”, no sin que frustre su carrera literaria, sea víctima de la explotación de las caucherías, sea traicionado por la mujer por quien se lanzó a la loca aventura del viaje al interior de su patria, sea confidente de historias que lo estremecen de horror, de indignación, de asco, de impotencia. Esta vorágine de sucesos catastróficos se precipitan, uno tras otro, y cada uno quiere superar al que lo antecedió en truculencia y en espanto hasta que todo desemboca en ese epitafio breve de la última página que nimbó nuestra adolescencia con su orla de luto.

¿Y Fabio Cáceres, ese huérfano a quien sus tías obligaban a rezar inacabables rosarios y a cumplir una serie de menudos y humillantes quehaceres y que un día conoce la poderosa figura masculina de don Segundo Sombra y la sigue y la aprende con él a enfrentarse el peligro sin temor y a la muerte sin sobresalto? El ritmo lento de su historia no debe engañarnos en cuanto a su contenido. Porque cuando el ciclo de aprendizaje termina, Fabio tiene que apartarse de su mentor, que pertenece a un mundo distinto al que de pronto se le ofrece a un bastardo a última hora legitimado por su padre. El mundo del gaucho es el de la hombría, el del valor, el del conocimiento profundo de las cosas. Y el joven estanciero quedará confinado en los márgenes de la opulencia, de la hipocresía que le impedirán el contacto directo con lo que es vitalmente importante. El balance arroja por resultado un fracaso, no tan espectacular como el de Cova pero más íntimo, más radical y más controlado.

¿Y los indios de Jorge Icaza y las comunidades dispersas de Ciro Alegría? Despojados, miserables, desarraigados de sus tierras, olvidados de sus tradiciones, excluidos de las colectividades ajenas, son unos parias en los que se ceba la miseria, la injusticia, la ignorancia y la enfermedad.

Pero el que oprime y explota al paria es, a su vez, oprimido y explotado por otro, más exigente, más brutal y más poderoso y entre todos van eslabonando una cadena que culmina con una figura grotesca que es la suma de la fuerza, de la arbitrariedad y del terror: el señor Presidente.

Su corte está formada por intelectuales mediocres, por poetas ripiosos, profesionistas ineptos, diplomáticos cursis, hijos de Marte a los que la disciplina militar no les ha quitado la cobardía humana, lacayos dispuestos a llegar hasta a la última de las abyecciones y disponibles para la primera traición.

El señor Presidente cuyo pueblo lo integra una turba de mendigos, de locos, de hambrientos, de espías, de delatores, de hombres castrados por el miedo. Miedo a la cárcel, a la tortura, a la deportación. Miedo a perder el favor, a recibir una mirada desdeñosa del tirano, a escuchar un insulto que lo convierta en un leproso al que todos los demás teman acercarse. Miedo a dejar de existir cuando se es excluido del círculo de quienes sostienen al ídolo y besa, reverencialmente, sus pies de barro.

Reconozcamos que el escritor no hace más que situarse desde una perspectiva determinada para contemplar la realidad. Que no inventa ni exaspera. Que aun, en ocasiones, disminuye la magnitud de los acontecimientos en beneficio de la verisimilitud y que, en todo caso, transcribe.

Desde luego, adopta una actitud: la de que los hechos que ocurren tienen una explicación racional y por lo tanto son remediables —actitud propia de Rómulo Gallegos en Venezuela, de Agustín Yáñez en México, de Augusto Roa Bastos en Paraguay—o bien la actitud contraria: lo que ocurre es así, ha sido siempre así y seguirá siendo siempre así por lo que no vale la pena siquiera analizarlo aunque sirva como desahogo reproducido estéticamente. Destino y catarsis son dos términos que se complementan desde la época de Aristóteles.

Es en esta segunda actitud, cada vez más explícita, cada vez más lúcida, cada vez más fundamentada en doctrinas filosóficas o en posiciones místicas donde el pesimismo alcanza su expresión más plena.

Pero lo terrible de Comala, por ejemplo, no es que haya sido el escenario de los asesinatos que comete o manda a cometer el cacique Pedro Páramo; ni las violaciones de las mujeres, ni los robos de las propiedades, ni los incestos, ni el celestinaje, ni la atormentada lujuria que permea la atmósfera. Lo terrible de Comala es que no transcurre el tiempo y que esta parálisis convierte a los personajes y a las situaciones en cosas inertes, en objetos sobre los que llueve el polvo y el olvido y en los que se produce una destrucción tan lenta que parece como una burla de la eternidad. Esa bula de la eternidad es el infierno.

Porque lo siniestro de Macondo es que, a pesar de la exuberancia y del colorido del trópico, de la laboriosidad infatigable de Úrsula Iguarán y de la curiosidad insaciable de José Arcadio Buendía y del espíritu aventurero de sus hijos y de los mil incidentes que componen la trama de la novela es que allí no ocurre nada. Porque promover treinta y dos guerras y perderlas todas, como le sucede al coronel Aureliano Buendía, equivale exactamente a promover treinta y dos guerras y haberlas ganado todas. En ambas coyunturas se habría luchado por alcanzar metas muy vagas e informuladas que, naturalmente, acaban por convertirse en un mero espejismo que se retira en la medida en que uno avanza.

La acción, emprendida de tal manera, renuncia de antemano a la eficacia, se vuelve gratuita y no produce cambios ni en el ambiente físico ni en la estructura social.

Pero la acción podría quedarle un último recurso: que la rescatara la historia. Lo que no es concebible en Macondo porque sabemos que sus habitantes son susceptibles de padecer la fiebre del insomnio que los hace olvidar aun los detalles más mínimos de la vida cotidiana. Eso, por una parte. Por otra, los encargados de redactar los textos históricos oficiales hacen una cuidadosa selección de los acontecimientos, selección gracias a la cual es posible construir la imagen de una patria justa, próspera, democrática, en nada inferior “a la culta Francia o a la civilizada Suiza”:

Imagen hecha por la propia complacencia y para el consumo exterior.

¿Qué es una imagen falsa? ¡Dios mío! ¿Quién es capaz de distinguir entre la apariencia y la verdad en estos países nuestros en los que los pasos se pierden en un laberinto de simulaciones? ¿Donde el insecto se disfraza de flor y la flor de mineral y el mineral de fantasma?

El peregrino de Alejo Carpentier descubre, en sus vagabundeos por las tierras de Latinoamérica no la intemporalidad de nuestros pueblos que hizo patente Rulfo entre sus páginas; ni la temporalidad circular (a propósito, ¿por qué Dante encierra a los condenados en un círculo sino porque esta es la figura perfecta del abandono de toda esperanza?) que aprecia García Márquez entre el enmarañamiento de sus anécdotas, sino algo quizá más grave: el anacronismo del hombre latinoamericano, su imposibilidad de situarse en un momento determinado, de pertenecer a una época dada y su necesidad de coexistir con todos los momentos históricos y con todas las épocas por las que ha atravesado la humanidad, desde las más primitivas hasta las más sofisticadas.

¿Cómo salir de esta trampa y construirse un tiempo que corresponde a nuestro espacio y que podamos habitar con el sentimiento de legitimidad de los dueños? La respuesta que más pronto acude a los labios es la que dicta la desesperación: haciendo estallar la trampa por la violencia.

Pero la respuesta es ilusoria. En El siglo de las luces vemos que el estruendo ensordece pero no ilumina. A ciegas, pues, continuaremos, como las mulas de noria no haciendo un camino, sino repitiendo un mecanismo que sigue los puntos de su itinerario sin la más mínima variante… hasta que la mula caiga muerta de fatiga o hasta que la noria se seque.


Diorama de la Cultura, suplemento de Excélsior, 23 de agosto de 1970, p. 5.




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