EL SABIO DISTRAÍDO: UNA ESPECIE QUE SE EXTINGUE (1969)
- Rosario Castellanos Figueroa
- 8 mar
- 4 Min. de lectura
La urgencia, tan insistentemente pregonada en nuestro país y en nuestros días —y no sólo por los grandes barones de la industria—, de que se formen técnicos para que el desarrollo no pierda su ritmo acelerado, es real. El ideario que estos grandes barones, y sus adláteres, sostienen respecto a la educación superior no es azaroso sino que corresponde con exactitud a sus necesidades y protege con demasía sus intereses.
Tal ideario, que ha sido analizando rigurosamente por André Gorz, exige de las universidades y las demás instituciones de altos estudios, la producción masiva de profesionistas inmediatamente utilizables en las fábricas. No sólo por razones de tiempo se limitan los conocimientos al desempeño satisfactorio de un oficio. También, dice Gorz, porque los monopolios son conscientes de los peligros que implicaría para el orden establecido el que las mayorías tuvieran acceso a la cultura, en el sentido amplio del término. Porque la cultura proporciona los elementos para que se fundamente y se practique una actitud crítica que se aplicaría, desde luego, a las circunstancias imperantes que, después de contempladas, no serían declaradas buenas como Dios hizo con el Universo después de haberlo creado.
“Se trata, en suma, para el sector patronal, de conciliar dos exigencias contradictorias: la impuesta por el proceso de producción moderno de un desarrollo de las capacidades humanas y la política de impedir que este desarrollo de las capacidades implique una mayor autonomía de los individuos y los lleve a poner en cuestión la actual división de las tareas sociales y la repartición actual de los poderes.”
Los patronos han encarnado su ideal en el especialista que es, al mismo tiempo, competente pero limitado; activo pero dócil; inteligente para todo lo que concierne a su función estricta pero indiferente para todo lo demás. Los especialistas, define Gorz, son “hombres incapaces de situar sus conocimientos en el movimiento general de la ciencia, incapaces de situar su actividad en el proceso de la praxis social”.
Los patronos no ignoran dos hechos ni los minimizan: el primero es el de que la existencia y la multiplicación de los especialistas (premiados cotidianamente con el plato de lentejas y entretenidos con las promesas de disfrute de un cielo remoto) disminuyen el número pero no anulan la existencia de esas criaturas extravagantes que son el hombre estético y el hombre teórico, para llamarlos con la terminología de Spengler. El artista y el filósofo en palabras vulgares, a los que no es preciso raer del haz de la tierra. Basta aislarlos, desprestigiarlos, divorciarlos de la acción, encarcelarlos, no retribuirlos o convertirlos en ídolos y mostrarlos como objeto de ornato a los visitantes. Ambos métodos, el negativo y el positivo, son igualmente eficaces para reducir a tan curiosos especímenes a la inoperancia más total.
El otro hecho que consideran los patronos es que el especialista está condicionado por el investigador de las ciencias puras que amplía, con sus hallazgos, el campo que la práctica maneja y domina. Hasta hoy el investigador de las ciencias puras no constituía ningún problema. Estaba tan absorto en los objetos de su especulación, se apasionaba tanto por el descubrimiento de una verdad que se desinteresaba completamente del uso que los demás iban a darle a esos objetos, a esa verdad. Era el clásico sabio distraído que salía desnudo del baño, gritando ¡Eureka! por las calles; el inapetente que en vez de comerse la manzana que le caía sobre la nariz formulaba la ley de gravedad de los cuerpos.
La explosión de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki hizo comprender a estas figuras legendarias que el sueño de la razón engendra monstruos y que era indispensable despertar de él. Después de varios años y de muchas tentativas de moverse sin demasiados tropiezos en el terreno de lo utilitario y por iniciativa de un grupo de científicos del Instituto Tecnológico de Massachussetts acaba de instituirse el 4 de marzo como el Día de la Reflexión sobre los Usos Políticos y Militares de la Ciencia.
Uno de los problemas centrales que se discutió en el simposio al que asistieron delegados de las principales universidades de Norteamérica fue el de la deshumanización de la ciencia. Se mencionaron, dice el cable, las investigaciones para las armas nucleares, el análisis de sistemas de combate en Vietnam o de control de los motines raciales.
Esas investigaciones no por ser científicas son desinteresadas ni es posible calificarlas, sin más ni más, de buenas. Están dirigidas al servicio de una causa, a un fin, y este fin —para justificar a los medios— tiene también que ser justificado, tiene que comprobarse que es justo.
El político, para convencer a quien ahora lo cuestiona, pronunciará esas grandes palabras que infaliblemente arrastran las multitudes: Patria, Democracia, Religión, como los preciosos bienes que pone en peligro un enemigo que carece de escrúpulos y de valores y que amenaza con aniquilar no sólo una tradición cultural y todas las formas de vida que ella implica sino la Humanidad entera.
La perspicacia del científico es puesta a prueba para descubrir tras estas invocaciones abstractas otros elementos mucho más concretos y mucho menos preciosos que aquéllos tras los que se enmascaran: las riquezas de las grandes compañías, sus afanes expansionistas y monopolizadores, su lucha a muerte contra el competidor.
¿Es lícito servirlas, aun en los casos como el de la Stanford Oil que produce compuestos químicos (que son de uso ilegal en California pero que se exportan a otros estados norteamericanos u otros países con reglamentos más laxos y tecnología menos refinada) que provocan frecuentes intoxicaciones entre los trabajadores que los emplean?
¿Es lícito contribuir a la fabricación de pesticidas que destruyen el equilibrio ecológico y que arrasan con especies animales enteras?
Ante tales perplejidades los científicos han decidido organizar y ejercer presión sobre el gobierno para que éste no abuse de su poder y no disponga de los resultados de las investigaciones en perjuicio de un grupo, de una nación o de un solo hombre que perjudique sus intereses económicos y políticos.
Por último los profesores expresaron a los estudiantes su necesidad “de ser reeducados por la juventud con respecto a las nuevas tensiones sociales”.
Ya no más sabios distraídos sino seres humanos en la plenitud de su responsabilidad y de su lucidez. Es decir, un nuevo problema que los príncipes de este mundo tendrán que enfrentar.
Excélsior, 8 de marzo de 1969, pp. 6A, 9A, 11A.
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