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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

EL TIRANO CÍCLICO: LA HORA DE CADA HOMBRE (1967)

Hace varios años desempeñaba un modesto trabajo en una modesta oficina. Los asuntos que se tramitaban no eran de gran envergadura, los solicitantes no eran numerosos y el personal era afable. Me llamó la atención, sin embargo, uno de mis compañeros por las metamorfosis periódicas que sufría. Juzguen los lectores si era un asunto de psiquiatría, si se trataba de un desdoblamiento de personalidad estilo Dr. Jekyll y Mr. Hyde, o si más bien era una de las constantes de la naturaleza humana.

Resulta que ese compañero era más bien insignificante, gris, y cuando se daba a notar era porque cedía el paso a la entrada del elevador, recogía del suelo algún papel que se hubiera caído o preveía de la información pertinente —y aun de la impertinente— a los que se le acercaban desprovistos de ella. El resto del tiempo lo pasaba detrás de su escritorio, muy afanado en el manejo de una máquina sumadora o muy entretenido en la lectura de alguna revista en la que se consignaban los crímenes sensacionales de la semana.

A la insignificancia de este hombre nosotros correspondíamos con gestos mecánicos de cortesía y con un desconocimiento completo de su nombre, de sus condiciones, de sus gustos, etcétera. Es muy probable que ninguno de los que compartíamos esas tareas lo hubiera identificado de encontrarlo en otro sitio que no fuera el habitual.

Pero esta relación cambiaba radicalmente dos veces al mes. Porque de pronto su figura se volvía, a nuestros ojos, enorme. Su ceño amenazador. Su calma ominosa. Su silencio cargado de presagios. Él, por su parte, aparecía —como Anteo— después de su contacto con alguna fuente de poder vivificador. Transfigurado, transfiguraba a su alrededor. Su escritorio se transformaba en una especie de polo magnético al que luchábamos por aproximarnos. Y él observaba —divertido, burlón, cruel— nuestras maniobras de acercamiento, nuestras pugnas para conservar el lugar adquirido o para cambiarlo por otro mejor situado. Nuestra impaciencia, que se descargaba en una frase hiriente para el vecino. Nuestra impotencia, porque nada podíamos hacer para acelerar sus ademanes, para cambiar el orden que él hubiera impuesto, para evadirnos de su ámbito de influencia.

Estas horas quincenales lo resarcían de la rutina cotidiana y por eso procuraba que no se terminaran nunca. Antes de entregar cada sobre a su destinatario se demoraba verificando una vez y otra si ambos se correspondían. Antes de ponerlo en manos de su dueño contaba y recontaba su contenido y apuntaba la cifra en un libro, ahora sí sin el auxilio de la máquina sumadora para que la operación fuera más lenta. Cuando el último de nosotros había sido despachado el hombre se derrumbaba. Durante algunas horas se había embriagado de prepotencia, de arbitrariedad. Había experimentado toda gama de emociones que es capaz de experimentar un déspota. Y ahora volvía a confundirse de nuevo con los otros. Ya no era el dispensador de mercedes ni el obstáculo de las urgencias ni el neutralizador de favores. Nadie pretendía ni halagarlo ni conmoverlo porque ya no era nadie… hasta dentro de quince días.

Y así como, puntualmente, llegaba “la hora del pagador”, así llega la hora de cada funcionario público, de cada una de las personas que integran la sociedad.

¿Qué hora estamos viviendo hoy en México? Digamos, de un modo genérico, que “la hora escolar”, San Pablo ponderaba en alguna de sus epístolas lo terrible que era caer en manos de Dios vivo. Sin querer establecer comparaciones tan odiosas como irreverentes, las frases suyas se nos vienen a la memoria cuando caemos en las mandíbulas trituradoras de ese gran Moloch que es la maquinaria educativa, pública o privada, elemental o superior.

Nadie se escapa: el padre de familia porque es responsable de que sus hijos tengan acceso a la escuela; los adolescentes porque ambicionan hacer una carrera; encima una avalancha de los maestros porque les caen alumnos; los funcionarios porque los asedian con peticiones, con planteamientos de problemas insolubles; los expendios de útiles escolares porque no se dan abasto para surtir los pedidos; las fábricas de uniformes que, al reclamar la exclusividad, se vuelven automáticamente insuficientes; los encargados de vigilar el tránsito que no aciertan a desenmarañar el congestionamiento de vehículos y peatones descendientes y ascendientes en las horas de entrada y de salida a las aulas; las autoridades del Departamento Central que tienen que reparar los desperfectos de las calles en que están situadas las escuelas en medio de un caos que, naturalmente, contribuyen a acrecentar.

Ésta es la hora anual del conserje que rechaza al niño porque lleva arrugado el cuello de la camisa y lo condena a un ostracismo transitorio, a una mala nota en clase y al regaño paternal porque ¿en quién va a desahogar ese pobre hombre que ha hecho colas de días y noches enteros para lograr una inscripción o que ha empeñado hasta su propia camisa con los mismos propósitos sino en la causa de sus sacrificios que ahora ve recompensados con… no, no digamos ingratitud, porque no es exacto, digamos ineficacia? Así, pues, da un coscorrón a su hijo y éste clama contra el descuido de la madre y la madre pone el grito en el cielo porque no da más de sí con la casa y con el trabajo y con la familia y, además, grita rebelándose, el cuello de la camisa estaba bien planchado. Es posible que esto último sea verdad. Pero es inútil. La verdad (lo mismo que la justicia o cualquier otro valor) no tiene cabida en “la hora del conserje”.

¿Seguimos enumerando? No es necesario. Usted conoce bien estos círculos dantescos puesto que año, con año, los recorre. Prepare, pues, la más amable de sus sonrisas para la señorita de la ventanilla. Sí, para esa que va a obligarlo a iniciar de nuevo todos los trámites porque en uno de los documentos había un error de ortografía. ¿Quién lo cometió? Ah, eso es precisamente lo que usted tiene que averiguar y más vale que se dé prisa en la peregrinación de sus orígenes.

Prepare la más flexible de sus disposiciones de ánimo para la lista de elementos imprescindibles de los que usted debe dotar a su hijo si no quiere que sea un paria. Prepare el más inalterable de sus ánimos para que esa entrevista con el director de la que saldrá provisto de un ucase inapelable cuyo retraso (¿quién se atreve a pensar en falta?) en el cumplimiento le acarrearía la catástrofe.

Sobrellevemos, pues, esta hora con el estoicismo que nos legó la raza de bronce de nuestros antepasados. Demostremos al mundo, como siempre, que los mexicanos somos muy machos. Y estamos haciendo méritos para la Olimpiada.

Excélsior, 25 de noviembre de 1967, pp. 6A, 8A.

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