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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

ELOGIO DE LA AMISTAD (1964)

La palabra amor se usa con demasiada frecuencia y con demasiada inexactitud. Mueve el cielo y los astros, ilumina las páginas más puras, ¡pero con qué facilidad se presta para enmascarar las pasiones infinitas, los egoísmos atroces y aun los crímenes!

Para vivir el amor, en cualquiera de sus manifestaciones, aun en aquellas que –por humildes- se encuentran más al alcance de la generalidad de la gente, se necesita una vocación especial tan rara, tan definida, tan absorbente, como la del artista, como la del sabio o como la del santo.

No hablemos, pues, de algo tan complejo y tan sublime cuya afloración no es favorecida casi nunca por las circunstancias. Hablemos mejor de otro vínculo al que podemos aspirar y en el que podemos ejercitarnos: el de la amistad.

Según Aristóteles, la amistad es una de las necesidades más apremiantes de la vida. Nadie aceptaría estar sin amigos, aun cuando poseyera todos los demás bienes. En la propiedad, los amigos son necesarios para derramar sobre ellos todos los beneficios de que disfrutamos. En la miseria y en los reveses, ¿en quién hemos de refugiarnos sino en los amigos?

Precisa de amigos el joven, que le sirvan de guías y consejeros, de confidentes y de ejemplos. El hombre maduro sólo es capaz de realizar acciones memorables en sociedad amistosa con otros hombres. Y el viejo busca el apoyo a su debilidad y, en última instancia, el sentido de su supervivencia, en la solicitud, en el afecto, en la memoria de quienes profesan amistad.

Hay, pues, según acabamos de ver, varias y diferentes especies de amistad y entre ellas pueden establecerse jerarquías.

Las especies de amistad, según el mismo Aristóteles, pueden distinguirse según el origen de la afección. Si éste es el interés que va en persecución de lo útil, como sucede con frecuencia en el caso de los ancianos, o de lo agradable, como es propio de la juventud, la amistad no puede considerarse sólida, estable ni verdadera. Porque entre un amigo y otro se interpone el objeto que satisface o que gusta y éste usurpa el lugar de la persona. Y en cuanto la satisfacción se cumple o el gusto se torna hacia otro objeto, la unión se rompe. ¡Con qué espanto, con qué repugnancia, con qué sorpresa, se contemplan dos seres que han estado juntos, pero sin haberse conocido, sin haber penetrado cada uno en la intimidad de otro!

La amistad perfecta, sigue diciendo el Estagirita, es la de dos hombres virtuosos y que se parecen por su virtud, porque se desean mutuamente el bien.

Este cambio del centro de gravedad del yo al nosotros sólo pueden realizarlo aquellos que han practicado largamente el vencimiento de sí mismos, el dominio de sus pasiones. Que han dirigido su atención y la han fijado en el otro hasta descubrir, detrás de las apariencias, de los actos –siempre enigmáticos y oscuros−, de las contradicciones, esa autenticidad última que vive en el fondo de toda persona. Identificarse en ese nivel de profundidad no es obra que se lleva a cabo en un instante. Si hay amor a primera vista, no hay amistad que no exija, para llegar a su perfección, tiempo y hábito. El proverbio acierta cuando dice que no pueden conocerse a los amigos antes de haber consumido juntos una talega de sal.

La amistad es fácil en seres semejantes, pero es capaz de volver semejantes a los que no lo son. El superior decide hasta el punto donde puede tener lugar el encuentro con el amigo. Y el inferior, acicateado por el ansia de compañía, procura ascender al plano del otro y compartir con él la luz y libertad.

Los amigos no gustan de separarse. La separación, dice Emily Dickinson, es lo único que necesitamos del infierno. Cada instante compartido es precioso. Y la hora de soledad únicamente pueden recordarla aquellos que sobreviven a ella.

El elegido, no sólo de nuestro corazón, sino también de nuestro entendimiento, es uno y único. Y la amistad tiende a permanecer porque no bastaría la vida entera para aniquilar los méritos del amigo, para corresponder sus finezas, para colmarlo de esa superabundancia de sentimientos generosos que suscita en nosotros.

Pero no nos engañemos creyendo que esta condición exclusiva de la amistad significa aislamiento. Es al contrario. El que tiene un amigo desparrama actos benévolos hacia los que lo rodean. En los más próximos, que por eso mismo suelen sernos los más irritantes, los más molestos, en quienes nos es más difícil descubrir sus cualidades y respetar su personalidad, es sobre quienes primero recae la lluvia de dones y la libertad de nuestro ánimo. El respeto a los padres es así, no una obligación penosa de cumplir, sino una fácil inclinación de nuestro afecto. Recordamos con gratitud lo que les debemos: el hecho de existir, gracias al amor que ambos profesaron. El cuidado con el que vigilaron nuestro crecimiento y la suavidad, el tino con que nos condujeron a asumir nuestra independencia, a enfrentarnos con nuestras responsabilidades, a meditar sobre nuestras elecciones. Todo ese proceso tiene, como desembocadura lógica, nuestro afán de conocer el mundo, de aprenderlo con la avidez de nuestros sentidos, con los refinamientos de nuestra sensibilidad y de interpretarlo con las leyes de nuestra inteligencia. Y después situarnos en ese mundo conocido, ocupar el lugar que nos corresponde, desempeñar la tarea para la que somos aptos.

La fraternidad no es un instinto. La sangre, a pesar de las creencias populares, carece de voz. Al hermano no lo aceptamos como un hecho dado por la naturaleza, como una fatalidad biológica, sino que lo escogemos. Hay circunstancias comunes en nuestro desenvolvimiento que nos acercan. Pero sólo la voluntad amistosa transforma esta serie de cualidades en un hecho necesario y asumido hasta sus consecuencias últimas.

Los hijos llaman, con su desvalimiento, a nuestra ternura. Pero hemos de darles más que eso. Un vigilante sentido de responsabilidad, un equilibrio exquisito que se guarda entre los extremos de ejercicio de la autoridad nuestra y del respeto a la libertad de ellos. Ninguna satisfacción mayor puede proporcionarnos un hijo que, al crecer, y al alcanzar la edad del juicio, nos absuelva.

Fuera del círculo de la familia, la amistad se convierte en concordia. En el trabajo esto nos hace mandar sin despotismo y obedecer sin rencor. En la vida civil atinaremos a intervenir sin violencia, pero también sin abyección. Y seremos capaces de ver más allá de las fronteras geográficas de nuestra patria, de nuestras costumbres, de nuestra raza, de nuestro credo religioso y de nuestras ideologías políticas, que la humanidad es atributo de todos los hombres.

Excélsior, 11 de enero de 1964, pp. 6A, 8A.


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