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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

ENTRE PEDIR Y DAR: LOS CAMINOS DE LA PROVIDENCIA (1973)

Tel Aviv.— Decía Oscar Wilde que lo único peor que un deseo frustrado es un deseo cumplido. Por aquello de la ilusión que todo lo embellece y la realización que todo lo somete a la mezquindad de sus normas.

Teniendo en cuenta este hecho ¿cómo le sale a usted el balance cuando pesa usted, de un lado, los proyectos, los deseos y las esperanzas y del otro lo conseguido, lo logrado, lo que alcanzó? Aquí lo abandono a sus propias meditaciones y paso a exponer las mías.

Quizá nuestras circunstancias infantiles hayan sido diferentes. Quizá usted haya habitado un mundo articulado y claro en el que el porvenir se mostraba como una serie de figuras definidas. Usted decía, por ejemplo, yo voy a ser médico y ya se veía revestido de médico y ya se veía revestido de su bata blanca, luchando brazo partido contra un esqueleto para arrancarle de sus garras a una bella y desnuda joven que usted restituiría de sus garras a una bella y desnuda joven que usted restituiría al mundo de los vivos.

O usted decidía: voy a ser ingeniero. E ipso facto se cubría la cabeza con un sarakoff y se calzaba con unas fuertes botas para colocarse detrás de un teodolito que reducía las distancias a cifras. (Supongo.) Si usted tenía el don de la palabra los demás decretaban que usted sería abogado. Y ya ascendía a la tribuna para inflamar a la multitud con sus discursos gracias a los cuales la justicia y la libertad se consiguen al precio de la acción heroica.

Todo muy bien, muy ortodoxo. Y mientras usted jugaba tranquilamente a las canicas en alguna parte se hilaba la bata blanca, se claveteaban las botas, se aserraba la madera tribunicia. Mientras que yo…

No olvide usted, ni por un momento, dos circunstancias: yo era niña y vivía en Comitán, Chiapas, en pleno siglo XVI. Lo que daba por resultado que en mi futuro no había más que una sopa. Cuando yo fuera grande yo iba a ser mujer. ¿Qué es eso? Cuántas veces me atreví a preguntar lo que por sabido se calla, se me dio tapaboca y se me dijo que las muchachitas decentes se mantenían calladas y se dejaban guiar por una persona, mayor, en edad, saber y gobierno, hacia su destino. Y así yo me veía tomada de la mano de mi madre —o de mi nana— hasta llegar a una esquina, la de la metamorfosis en la que repentinamente se transfiguraba (gracias a un misterioso procedimiento que jamás siquiera imaginé) en una señora gorda con chanclas y con un fichú de lana negro.

¡Qué horror! Pero ¿cuál era la alternativa? Desde mi punto de vista de entonces nada más que una: ser maestra. Las maestras eran más bien delgadas, usaban botines de charol y decían cosas importantes desde una tarima de madera. El problema es que todas, sin excepción, eran solteras. Y eso lo deduje no porque nunca viera al marido. (Tampoco eran visibles los maridos de las señoras gordas porque siempre se encontraban en el rancho, en el casino, en el billar, en la logia masónica y en otros sitios cuya existencia ignoraba entonces pero en los cuales se vedaba también la entrada a las mujeres decentes.)

Lo deduje porque nunca vi la huella del marido: los hijos. Y yo no estaba dispuesta a subir ninguna tarima, por alta que fuera, si la condición era mi esterilidad. La fórmula conciliadora acabó por ser: maestra pero con hijito. Era aceptable, sí. Pero ¿era posible?

Como las dudas en las que me debatía eran muy angustiosas comencé a envidiar a esas criaturas que disfrutaban de cierto modo de ser extraordinario. Me refiero a las protagonistas de los libros. No tenían cuerpo y su transparencia se conservaba intacta a lo largo de las páginas en las que se cumplía una trayectoria coherente, armoniosa y con un desenlace feliz. Si yo tuve desde temprano una vocación literaria no fue la vocación activa del escritor sino la pasiva del personaje. Heroico o modesto siempre decía la frase oportuna, siempre acertaba con la conducta ejemplar, siempre cerraba su ciclo de vida con exactitud y perfección.

Como no era factible el tránsito de la existencia en bruto que yo padecía a la ingravidez del ente novelesco tuve que transar y aceptar una componenda. Había ciertos momentos en los que la vida se ponía entre paréntesis, en los que uno, de alguna manera, quedaba vacante. Esos momentos eran los del viaje. Mientras el tren camina y avanza indefectiblemente hasta su punto de llegada (o al de su descarrilamiento) uno no puede hacer nada ni por acelerar los acontecimientos ni por aplazarlos. Además se encuentra en esa zona intermedia entre el recuerdo y el proyecto. Nepantla: la tierra de en medio.

Lo que sí me parecía un desperdicio era que este tiempo de libertad (y tiempo largo porque los trenes eran lentos y las distancias enormes) no se aprovecha para el conocimiento. En los trenes podía organizarse un desfile de gente que viniera de las cuatro esquinas del mundo para mostrarnos sus trajes típicos, sus diferentes idiomas, sus costumbres. ¡Qué deslumbrador espectáculo! ¡Qué plenitud maravillosa!

Bien. Tenemos que convenir en que mis ideales de infancia eran bastante utópicos. Tanto que, en cuanto tuve uso de razón, los deseché y seguí los caminos que se iban abriendo ante mí. Caminos sinuosos, todos; arduos, muchos; placenteros, algunos. Lo único que no perdieron nunca, a pesar de mis profundos extravíos internos, fue coherencia.

Y de pronto, he aquí que, como en el soneto clásico “me paro a contemplar mi estado y a ver los pasos por los que he venido” y me encuentro con todos mis sueños realizados. Y de una manera tan completa que me pregunto si no sigo “soñando que soñaba”.

Porque, mire usted: lo de maestra con hijito (hijo respetable, Gabriel) usted sabe que lo soy desde hace mucho tiempo. Quizá lo que le resulte novedoso es que yo le comunique ahora que, de todos mis propósitos, fue éste el más difícil de cumplir y aquel por el que pagué el más alto precio. Lo que lo vuelve mucho más valioso ante mis ojos.

En cuanto a lo de convertirme en personaje ¿no me tocaron con una varita mágica y me dijeron que yo era embajadora de México? Alguien que representa. Al través de mis interlocutores contemplan la historia de México, los yacimientos petroleros, las tierras áridas, el voto en las Naciones Unidas, la firma de un tratado de intercambio. Yo, Fulanita de Tal, estoy borrada. Cumplo únicamente una función. ¡Qué descanso!

Y la función la cumplo precisamente en Israel, un Estado que va integrándose con inmigrantes que vienen de todos los rumbos del planeta y traen consigo todas las tradiciones y los estilos, todas las respuestas que la humanidad ha inventado para vivir, para sobrevivir.

Excélsior, 27 de marzo de 1973, pp. 7A, 8A.


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