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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

ESPLENDOR Y MISERIA DEL INTELECTUAL (1965)

Por Rosario Castellanos


Hay libros, autores a los que se ve uno obligado a regresar siempre, porque su vigencia no decae, porque su lección es siempre oportuna, porque su ejemplo no pierde validez. Entre muchos nombres que pudiéramos citar surge ahora el de Jean-Paul Sartre, a propósito de una entrevista concedida al reportero de una publicación norteamericana y que después ha sido reproducida —entre otros— por un suplemento dominical nuestro.


Se observa, en el texto, la manera paulatina y segura con que un pensador va entrando en contacto, cada vez más amplio, cada vez más profundo, con el mundo que le rodea hasta llegar a eso que Carlos Pellicer llamó “el libre tuteo”. Este contacto es posible gracias a un interés previo, a esa curiosidad que, según los clásicos, es una de las virtudes del intelectual. Pero el conocimiento de los hechos, el establecimiento de las relaciones existentes entre ellos no agotan las posibilidades de la inteligencia. Es necesario, además, jerarquizar los objetos conocidos, calificarlos, situarse frente a ellos y procurar que perduren, continúen su desarrollo, alcancen su plenitud y su culminación o elegir los medios de destruirlos, de modificarlos, de utilizarlos de una manera diferente a la tradicional. ¿Qué está haciendo entonces el intelectual, sin salirse de su papel de mero intelectual? ¿Actuando? ¿Adhiriéndose a una confesión religiosa, militando en un partido político? No, simplemente pronunciándose, expresando su concepción del mundo y reservándose el derecho de ejercer la crítica para aplicarla a las instituciones, a los ídolos, a las consignas.


¿Qué quiere decir esto? ¿Que el intelectual se rehúsa a compartir las tareas de la comunidad y sus responsabilidades para aislarse en su torre de marfil? De ningún modo. Quiere decir que admite y respeta sus limitaciones y que si se propone a ser útil a los demás ha de poner a su servicio lo que Sartre llama “sus pericias”. ¿Qué es lo que se supone que constituye la habilidad del intelectual, el terreno en el que impone su dominio? Sartre responde con un solo verbo: pensar. Pero agrega: pensar sin restricción, aun a riesgo de disparar. “No debo ponerme límites dentro de mí mismo y no debo permitir que me pongan límites.”


La conclusión a la que hasta ahora hemos llegado no es ninguna novedad. La libertad de pensamiento ha sido una de las aspiraciones humanas más antiguas y se ha enarbolado con frecuencia como bandera revolucionaria. Pero si se vuelve sobre este punto es entre otros motivos, porque llevarlo a la práctica no es asunto fácil y, en circunstancias determinadas, ni siquiera es posible.


Sartre pertenece a una sociedad altamente evolucionada en la que el intelectual no es ni un elemento exótico ni un lujo insostenible, sino un hombre que desempeña una función concreta, que elabora objetos destinados a un consumidor. Como se acostumbra en otros sectores de la realidad, el consumidor paga por sus satisfactores y el que elabora esos satisfactores puede, a su vez, consumir sus satisfactores propios gracias a la paga que ha recibido.


Muy bien. Este mecanismo le da al intelectual un cierto margen de independencia. Resiente las presiones de un público que, en cualquier momento, puede retirarle el favor y reducirlo, con ello, a la inoperancia y al silencio. Es susceptible, también, de advertir las preferencias de la mayoría y no es remoto que se esfuerce en complacerlas. Por ese instinto de agradar, común a todos, pero que se agudiza en el ejercicio de ciertas profesiones, y también por el temor de romper ese cordón umbilical que lo liga con la fuente nutricia.


Hay aquí, pues, una ocasión de que el pensamiento se desvíe de su cauce correcto y siga los meandros caprichosos que le traza al intelectual una voluntad ajena. Porque se necesita una lucidez insobornable y un temple heroico para obedecer al rumbo que marca la brújula. Y de sobra se sabe que la inteligencia, instrumento de alta precisión, según el afortunado símil de Simone Weil, se ajusta ante la más leve vibración de la amenaza o del halago, del éxito o del terror.


La opción entre la popularidad y la autenticidad es una de las primeras y más perentorias que se le presentan, en su carrera, al intelectual. De la índole de la decisión que se tome depende la clase de obra que se prepara, el ámbito trascendental al que se aspira y el tipo de función que se cumple.


Los detractores del mundo capitalista han observado, con el ánimo reprobatorio consiguiente, que la opción se realiza en unas circunstancias en las que el intelectual encuentra, en uno de los bandos, todas las ventajas, y en el otro todos los sacrificios. Que para elegir la autenticidad tiene que apelar a un grado de virtud que no se presenta sino excepcionalmente y que aun esta virtud, después de algún tiempo de prueba, claudica. No es justo, pues, ni deseable ni fructífero que la manera de pensar esté determinada por la opinión de aquellos que, precisamente, son incapaces de pensar por sí mismos.


Pero, ¿cuál es la alternativa? En países como el nuestro el intelectual se enfrenta a una problemática diferente. La falta de relación directa e inmediata con el público lo coloca en la disyuntiva de aceptar (cuando el milagro se produce) los beneficios de un mecenazgo privado, con los riesgos que implica, o las obligaciones de un trabajo totalmente ajeno a las actividades específicas intelectuales, pero que alcanza la remuneración con la que se subsiste.


Este segundo caso es el que podemos considerar típico de nuestras latitudes. El intelectual se da a conocer por las primicias de su obra e inmediatamente se le considera disponible para desempeñar cualquier menester burocrático o político. Naturalmente se le exige que consagre sus horas hábiles a ese menester, no a pensar. Si a pesar del cansancio, del hábito de aplicar la atención a temas determinados, el intelectual conserva un sobrante de energía para dedicarlo a sus propios intereses, ¿piensa entonces libremente?


Desde luego, su perspectiva se la da el lugar en el que se sitúa dentro de la organización gubernamental. Eso deja fuera de foco un enorme número de objetos que no por ello ha de carecer, forzosamente, de importancia. Por otra parte se dan, por resueltos, problemas cuyo planteamiento, está aún pendiente. O se proponen doctrinas útiles, no a la mayoría, sino a la clase dominante. En resumen, se piensa mal y, al contrario de lo que asegura el proverbio, no se acierta.


La experiencia de tales obstáculos obliga, en muchos casos, al intelectual, a evadirse por la vía de la imaginación. Crea mundos ficticios en los que todo es—como el verso de Baudelaire— “lujo, calma y voluptuosidad”. Los entrega a la contemplación ajena no para compartir lo verdadero sino para sustituirlo con lo agradable. Pero aun esta labor de escamoteo, esta tarea de prestidigitación acaba por resultar fatigosa. Y el intelectual, derrotado por la adversidad de las circunstancias, renuncia a la honra y a las responsabilidades de este título para ostentar el más modesto y más cómodo de funcionario.


Excélsior, 12 de junio de 1965, pp. 6A, 8A.

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