ESTRICTAMENTE PRIVADO: PLANEACIÓN DE LA FAMILIA
- Rosario Castellanos Figueroa
- 5 jul
- 5 Min. de lectura
La madre es en México, según lo han observado ya los psicoanalistas, una figura muy importante. Tan importante que desplaza aquélla con la que debería de guardar un estricto equilibrio —la del padre— y que absorbe la que se supone que debería de proteger y formar: la del hijo.
La madre mexicana detenta un poder tan real y tan absoluto que desborda el marco familiar y cuaja en instituciones sociales que hacen que nuestro país pueda, pese a muchas apariencias engañosas, calificarse como matriarcal.
Y esas apariencias engañosas de que la autoridad reside en otra parte no son guardadas por nadie con más celo que por quienes actúan de eminencias grises en nuestro medio. La máscara de docilidad, de obediencia, de abnegación; el “como tú digas, mi vida” dedicado a la pareja; el “todo lo he sacrificado por ti” recordado con frecuencia cronométrica a los descendientes, funcionan de una manera eficaz en el nivel cotidiano, en el de la conciencia.
Pero en otro, más profundo, más instintivo, percibimos que existe una distancia entre las palabras, los gestos y la realidad y reaccionamos ante esa percepción de una manera irracional que, cuando se agudiza, se convierte en una enfermedad, y cuando no traspasa los límites desahogamos el sentimiento de rechazo en el insulto más enérgico de nuestro repertorio; padecemos el remordimiento correspondiente y nos liberamos de él mediante un acto de desagravio. Ese gran acto de desagravio nacional que celebramos ayer con festivales públicos y privados, con arrumacos de toda índole y con regalos.
(Conste que yo no quiero servir de aguafiestas. Que no estoy señalando a nadie de proceder de mala fe. En este morboso mecanismo de afectos en el que participamos, cada quien atiende a su juego y se atiene a unas reglas que se impusieron quién sabe cuándo y quién sabe por quién. ¿Que el juego es monótono? Tanto que ya nos acostumbramos a él y nos produciría un doloroso desgarramiento suspenderlo o modificarlo. ¿Que a la larga resulta perjudicial? Siempre habrá tiempo para la expiación. Pero ocurre que a veces a alguien le ha ido tan mal en la feria que exige que se la barajen más despacio. Y que cada quién represente el papel que le corresponde, si quiere y como quiera. Pero a sabiendas de lo que hace y asumiendo las consecuencias. ¿Es mucho pedir un poco de lucidez? Quizá entonces se descubra que yo estaba tan equivocada como los psicoanalistas a quienes he leído o que me han tratado y entonces todos seremos felices como perdices.)
Pero me he desviado del tema. A lo que yo iba, en realidad, no era a poner en crisis la esencia de uno de nuestros valores más entrañables, sino a hablar de los regalos.
Pese a la propaganda de las grandes casas comerciales, de los desplegados a color en la prensa —que mostraban una inagotable multiplicidad de objetos tentadores, casi siempre eléctricos, casi siempre auxiliares del trabajo que un ama de casa desempeña sin más retribución que lo que la satisface el deber cumplido y el alojamiento y la comida, por supuesto—, creo que en esta ocasión especial las madres mexicanas recibieron un presente mucho más valioso, mucho más importante que las licuadoras de varias velocidades, las lavadoras automáticas y las milagrosas estufas. Ese presente se los hizo, con algunos días de anticipación, monseñor Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca, al declarar públicamente que la planeación de la familia era un asunto estrictamente privado, es decir, que el control de la natalidad era una decisión que en última instancia correspondía a los cónyuges, es decir que la maternidad es un acto libre.
¿No es maravilloso? El hecho sublime que cantan los poetas, que loan los oradores enternecidos y enternecedores; el acontecimiento gracias al cual se perpetúa la especie, se fortalecen las naciones, se alegran las familias; la bendición manifiesta de Dios, el logro de la plenitud de todas las potencialidades de la esencia femenina, ha roto las cadenas de la fatalidad y ha dejado de ser un juguete del azar para convertirse en el término de una elección.
Un hijo ya no tendrá que ser esa sorpresa que no siempre se recibe con agrado o que se acepta con resignación, sino una experiencia positiva, íntegramente. Al hijo se le quiere ya desde antes de engendrarlo y su advenimiento despierta una alegría sin reticencias, sin ambigüedades. Así, desde el principio la relación entre el hijo y la madre es una relación mucho más generosa porque no hay en ella nada de arbitrario ni de forzado. Si la madre da es porque posee sobreabundancia de dones, no porque haya sido coaccionada ni constreñida desde fuera. Y cuando la entrega se hace bajo este signo no se espera ni reciprocidad ni gratitud. Es mucho más posible, si es que alguna vez es posible, el desinterés.
Por su parte, el hijo crece en una atmósfera a la que no ha enturbiado ninguna de las sutiles formas del rencor. Él no es el verdugo de nadie ni la carga para nadie. Está en este mundo porque quienes le dieron el ser no sólo lo quisieron, sino lo requirieron. No se sentirá nunca como un estorbo, sino se sentirá como un factor necesario.
¿Sabrán agradecer las madres mexicanas esa nueva condición de personas libres que la Iglesia, a la cual la mayoría de ellas pertenecen, les concede a través de uno de sus ministros? Me temo que no. Por lo pronto, a las cabecitas blancas se les despoja de ese halo de víctimas que despierta tantas solicitudes filiales, tantos apegos indisolubles, tantos cordones umbilicales que no se cortan nunca.
Además, la libertad... sí, esa libertad por la que los hombres se matan en las guerras, es un ejercicio bastante abrumador, sobre todo para quienes carecen de la práctica de él. La angustia de elegir, de que hablan los existencialistas, se da en niveles tan frívolos como los de un ropero abierto de par en par y una señora perpleja que no acierta a decidirse si es preferible el vestido verde o el negro. Para evitarnos tales molestias abdicamos y extendemos plenos poderes a los dictadores de la moda, obedecemos las sugerencias de la propaganda. Adoptamos un punto de vista estético gracias al cual podemos contemplar, sin perturbaciones, cualquier espectáculo. Sostenemos una ideología que distingue, de una vez y para siempre, entre lo que merece nuestra adhesión y lo que exige nuestro repudio. Nos afiliamos a un partido para no equivocarnos de casilla en la que se vota por una política. Practicamos una moral que nos divide el mundo en blanco y en negro. Profesamos una religión que nos da ya digerido el mundo.
¿Cómo, entonces, en materias tan graves y delicadas como la maternidad, vamos a quedar a la merced de nuestro propio criterio? Si ya hasta la selección amorosa empieza a confiarse a las máquinas computadoras.
Excélsior, 11 de mayo de 1968, pp. 6A, 8A.
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