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LO QUE POR SABIDO SE CALLA: LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL (1971)

  • Foto del escritor: Rosario Castellanos Figueroa
    Rosario Castellanos Figueroa
  • 28 jun
  • 5 Min. de lectura

Tel Aviv.−En una entrevista concedida a Excélsior por el doctor Héctor Solís Quiroga, a propósito del asunto de la drogadicción juvenil, afirmaba (no cito textualmente porque los periódicos mexicanos no son aquí propiedad pública y no se puede cansar la paciencia de los que aguardan su turno para leerlos) que un antídoto muy eficaz contra esa forma, particularmente morbosa, de evasión de la realidad sería el que los jóvenes se integraran dentro de una familia unida por el amor.

 

Dejemos a un lado un aspecto de esta afirmación que sería discutible: el de que un problema tan complejo tuviere una causa única, para detenernos en otro que es el que verdaderamente nos interesa: que cuando pronunciamos la palabra “amor” estamos haciendo uso de un término inequívoco, que todos entendemos de la misma manera, como si se tratara de un axioma científico.

 

Obviamente que no es así. Porque quien le da veinticinco puñaladas a la novia que había decidido romper relaciones, clama, como disculpa, que la amaba tanto que prefirió verla muerta que ajena y distante, como si la muerte no fuera la enajenación completa y la distancia total. Y el que se emborracha en la cantina se queja, en tiempo de bolero, de que a ello lo obliga el amor y sus engaños. Y la muchacha que se fuga con el cirquero ambulante, que la abandona en la siguiente esquina, obra impulsada por el amor. Y también la que escribe anónimos insultando a su rival. Y la que, en vez de agredir a otro se aniquila a sí misma y se traga el montón de barbitúricos dejando el consabido recadito de que no se culpe a nadie, etcétera.

 

O no estamos hablando de la misma cosa o el amor no es una fuerza tan universalmente positiva como se pretendía.

 

Contemplemos la primera hipótesis: ¿qué se entiende por amor dentro del marco de nuestras tradiciones? ¿Quién lo practica? ¿Cómo?

 

La figura masculina que encarna el ideal amoroso en el ámbito español (y consecuentemente en el latinoamericano) es Don Juan, cuya patología diagnosticó bien Marañón. Una figura inestable, inescrupulosa, que sacrifica a todos y a todo en aras de su vanidad que sólo se satisface, momentáneamente, cuando añade una víctima más al número ya existente de las seducidas por él. Un hombre cuyo prestigio de conquistador lo hace irresistible a las mujeres y envidiable para sus congéneres, que ignoran lo que se esconde tras esa fachada. Por lo demás Don Juan también se ignora a sí mismo y esta ignorancia le quita dramatismo a su historia que se desarrolla siempre en el plano de lo superficial.

 

La figura femenina sería… pues no, no se me ocurre mencionar a ninguna. Mujeres amadas sí, abundan. Desde Dulcinea del Toboso (que se da el lujo de ni siquiera existir sino de ser una mera invención de su enamorado) hasta María, de Jorge Isaacs (que no puede darse el lujo de sobrevivir y disfrutar del sentimiento que ha suscitado). Mujeres amadas sí, pero amantes… hasta la mera palabra tiene un cierto resabio despectivo. Cuando se dice amante hay que apresurarse a añadir esposa para que se comprenda que se está operando dentro de los límites de la legitimidad.

 

Porque cuando se trata de una amante a secas hay que preparar el luto porque se aproxima la catástrofe. Estoy refiriéndome a Melibea, a Anita Ozores, a Susana San Juan. Con tales antecedentes no es raro que las únicas mujeres que den respuesta a la vocación amorosa sean aquellas a las que el instinto tanático prevalece sobre el instinto de conservación.

 

Dije vocación amorosa para diferenciarla bien de inclinación a la vida conyugal. Contra la primera nos previenen todos los padres, los maestros, los consejeros por quienes habla la voz de la experiencia. A favor de la segunda abogan los mismos que condenan la primera. Es el estado perfecto para la condición femenina. Tanto que, si puede escoger, debe hacerlo pensando en quién le ofrece mayor seguridad económica, mayor categoría social, más protección y respeto.

 

Pero si no puede escoger, que acepte lo que se encuentre porque más vale mal casada que bien quedada. Y que una vez puesta en el potro aguante los reparos porque más vale mal casada que bien divorciada. Todo lo cual, no es necesario decirlo, poco o nada tiene que ver con esas vagas asociaciones de ideas que se suscitan en nosotros cuando escuchamos la palabra “amor”.

 

Éstos son los elementos con los que se cuenta, entre nosotros, para hacer la pareja, la piedra angular de la familia: una madre que si no es debe de ser un ejemplo vivo de abnegación y el padre que es un ejemplar en tomo y lomo de machismo. Entre ambos establecen una típica relación sadomasoquista en la que el victimario admira y ensalza públicamente a la víctima y la víctima condiciona y mantiene siempre actuante el espíritu del victimario a quien guarda profunda gratitud por las humillaciones que infiere ya que gracias a ellas, se beatifica.

 

¿Es así? Salvo las excepciones que confirman la regla, sí. Es más, ha sido así desde tiempos inmemoriales. Pero no tiene fatalmente por qué continuar siendo así. Bastaría cambiar nuestra escala de valores, bastaría proponer otras normas de conducta.

 

Porque los sentimientos no son algo dado por la naturaleza sino creado por la cultura. Porque los sentimientos, como todo el resto de las aptitudes humanas, se educan.

 

En la educación que recibimos, en los marcos culturales en que nos movemos ¿hay algún sitio reservado para el amor? No. Nadie nos enseña a amar a nadie. A Dios hay que temerlo; a los padres hay que honrarlos; a los maestros que atenderlos. Con los amigos uno se divierte; con los compañeros hace una carrera o desempeña un trabajo.

 

Al jefe se le obedece, al subordinado se le manda, al genio se le admira, al monstruo se le desprecia, al desdichado se le compadece, al extraviado se le corrige, al ignorante se le enseña, al desviado se le ayuda, al pobre se le da limosna. ¿Por amor? ¿Con amor? Ocasionalmente, a veces. Pero el amor no es ni un fin esencial ni un medio indispensable en ninguno de los contactos que hemos mencionado.

 

Que, por falta de ejercicio, tenemos atrofiadas las facultades amatorias no lo proclama sólo una generación de hombres maduros que, como todos los conservadores “temen por lo que existe”, no una generación de jóvenes inadaptados que encuentran en la droga un alivio aunque sea momentáneo, sino que lo refleja nuestro arte. La excelencia poética la alcanzaron, por la vía intelectual, los autores de “Primero sueño” y “Muerte sin fin”. Por la vía afectiva no hemos ido más lejos que quien rubricó con sangre su “Nocturno a Rosario”.

 

Excélsior, 13 de octubre de 1971, pp. 7A,8A.

 
 
 

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