FEMINISMO A LA MEXICANA (1963)
- Rosario Castellanos Figueroa
- 31 may
- 5 Min. de lectura
M. Loreto H. (¿ya empezamos con misterios también en México, donde el autor solía hasta ahora poner en la portada de sus libros todos los nombres con que lo agraciaron en la pila bautismal y todos los apellidos paternos y maternos, para que no hubiera lugar a equivocación, para que todos los méritos confluyeran a un solo punto o para que, ay, la crítica supiera dónde apuntar sus afilados dardos?) M. Loreto H., decíamos, acaba de publicar un estudio sobre la Personalidad de la mujer mexicana, título al que envuelve dentro de una enorme interrogación que ya es una pista sobre lo dudoso de la existencia de esa personalidad.
Pues bien, Loreto (no, Loreto no, suena a confianza que, después de todo él ─o ella─, no nos ha concedido, puesto que no nos conocemos) describe, con una objetividad muy loable y tanto más cuanto que el tema se presta al desmantelamiento y a la indignación, una serie de hechos y de situaciones que no por conocidos deben seguir siendo callados. El hecho y la situación de que, a pesar de las disposiciones legales, en las que siempre nos mostramos tan avanzados y tan generosos, las mujeres siguen viviendo y actuando como sujetos inferiores dentro de nuestra sociedad.
Empecemos por el principio: el nacimiento. Cuando nace un niño se prenden foquitos azules, se reparten puros, se reciben abrazos y congratulaciones. La madre puede decir, orgullosamente “misión cumplida” y el padre siente asegurada su continuidad y sucesión.
Cuando nace una niña… bueno, la reacción varía según los niveles culturales a los que pertenece la familia. Si son personas muy evolucionadas, que se las saben todas, que han vivido en Europa, cual debe de ser, que tienen mucho mundo, etcétera, se enternecen, claro está, ante la pobre criatura cuya suerte, si es predecible no es envidiable, se lamenta un poco ─y con una ironía muy fina─, de que la madre haya hecho tanto ruido para tan pocas nueces. Entre el matrimonio no hay reproches mutuos porque ambos cónyuges saben ya cómo funciona ese asunto de los genes y quién de los dos determina el sexo de los recién nacidos.
Pero descendamos un poco. Estamos aún entre gente acomodada pero que no ha tenido tiempo de pulirse y que se ha educado en la “universidad de la vida”. Aquí se guardan ya mucho menos las formas. La suegra suspira como si siempre hubiera sabido que de una nuera semejante no podía esperarse otra cosa. La consuegra se siente vagamente avergonzada. El padre frunce el entrecejo, refunfuña y esa noche se va de parranda con los amigos porque nadie tiene derecho a exigirle que se quede aquí “entre puras viejas” y la madre llora, defraudada y culpable.
El tiempo pasa y la niña crece. ¿Sola? Generalmente no. Porque sus padres, mientras tanto, se han entregado a una búsqueda frenética del varón. Esa búsqueda, tantas veces infructuosa, puede hacer subir el número de miembros de la familia hasta cifras insospechadas. Pero cuando el anhelo se cumple ya tenemos plenamente justificada no únicamente la vida de la madre sino también de las hermanas, que ahora tendrán a quién cuidar, mimar, atender. Alguien por quién sacrificarse para que pueda satisfacer todas sus necesidades, gustos y caprichos. Alguien, en relación con el cual, la niña aprende a ser pasiva, obediente, sumisa, cómplice, cosa.
Porque en todo caso, la infancia de la niña y los lazos que se establecen entre ella y el padre, entre ella y el hermano, no son sino una etapa de entrenamiento para lo que se considera su destino natural: el matrimonio, premio de su buena conducta, corona de virtudes, cielo alcanzado con las manos.
Veamos sobre lo que es esta institución en nuestro país dice M. Loreto H.:
el matrimonio mexicano es un círculo vicioso en que el hombre y la mujer se perjudican mutuamente porque no hay entre ellos comprensión ni semejanza de ninguna especie; él vive aislado en su superioridad; ella se ve condenada a no ser jamás comprendida, a no recibir del otro ni compañerismo ni apoyo moral; vivirá espiritualmente sola y frustrada en sus más legítimas aspiraciones para siempre y sin esperanzas de redención, reducida al papel de subordinada a su jefe que, como tal, no llegará nunca a penetrar hasta el fondo del alma, pues la obliga, en razón de su más alta jerarquía, a manifestarse solamente bajo el aspecto más conveniente a sus buenas relaciones. Al mismo tiempo, en su papel de subordinada a un individuo sin la suficiente madurez y categoría para inspirarle respeto, no le tomará nunca en serio; recurrirá a todos los artificios del inferior que domina moralmente al superior o del adulto que se ve obligado a consecuentar a un niño caprichoso. Se vuelve así la esposa un ser solitario, reconcentrado e hipócrita. Deja de ser ella misma.
Entonces, se preguntará cualquiera, ¿por qué tanta devoción a San Antonio? ¿Por qué ese terror a la soltería? Porque en países como los nuestros, donde la mujer no ha alcanzado categoría de un ente autónomo sino que recibe su personalidad de otro, que es el hombre y se sitúa dentro de la sociedad en un puesto en que recibe, por lo menos, la aprobación de los demás, que es el de esposa, ser soltera significa haber fracasado en lo esencial, no sólo desde el punto de vista externo (la soltería es un estado civil cuya sola anunciación está cargada ya de desprecio, de conmiseración y de burla), sino desde lo más entrañable. La soltera debe renunciar a aquellos por lo cual la casada encuentra tolerable su situación y justo el trato que recibe: los hijos.
Porque es sólo por medio del hijo, dice M. Loreto H., como la mujer se realiza y toma forma viva, importancia social. Fuera de su maternidad, o sea por sí misma, como individuo, no cuenta, salvo casos excepcionales.
Pero esos casos excepcionales no pueden permanecer impunes. La mujer que intenta ejercitar su voluntad, hacer uso de su inteligencia, realizar una vocación sabe que corre un riesgo: la soledad. Los hombres huirán de ella porque, debido a sus complejos,
no aceptan que la mujer le iguale ni mucho menos le supere en autoridad, talento o sabiduría […] Las mujeres tampoco perdonan a las que, sintiéndose incómodas en su situación, tratan de hacer valer derechos que nadie les ha reconocido y de solucionar problemas que nadie les ha planteado; en su incapacidad de obrar en forma semejante, aprovechan la oportunidad que se les presenta de criticar duramente su conducta para hacer alarde, ante sus hombres, de su propia mansedumbre, que también llaman ellas feminidad.
¿Quién es tu peor enemigo? El de tu oficio, dice el refrán. Y el oficio de mujer en México, que quizá es uno de los más duros, cuando ha pretendido un equilibrio mayor de las relaciones entre sexos, ha encontrado la resistencia más enconada, no entre los hombres, sino, paradójicamente, entre las mismas mujeres. Ellas, aun las emancipadas, las creadoras, no aprovechan sus medios de expresión para una rebeldía franca sino apenas para un débil gemido, cuando no para predicar la abnegación, la humildad y la paciencia. Todavía “hombres necios, que acusáis” de Sor Juana sigue siendo nuestra protesta más audaz. Habría que preguntarse por qué el feminismo, que en tantos otros países ha tenido sus mártires y sus muy respetadas teóricas, en México no ha pasado de una actitud larvaria y vergonzante. ¿Es masoquismo? ¿Es temor al ridículo?
Excélsior, 7 de diciembre de 1963, p. 7A.
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