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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

FERIA DEL LIBRO: MÉXICO EN JERUSALÉN (1971)

Jerusalén.—Ya habíamos platicado antes de esto: de que en Jerusalén se efectuaba cada dos años una Feria Internacional del Libro a la que se invita a las más importantes casas editoras de todo el mundo.

Nosotros no íbamos a ser la excepción y oportunamente fueron convocadas las casas mexicanas que se dedican a la publicación de libros y que gozan de mayor prestigio. Quizá pensaron que el idioma era una barrera insuperable; quizá que el acontecimiento tenía una importancia local que no ameritaba mayor esfuerzo y desde luego ningún desembolso. El caso es que tales casas dieron la callada por respuesta y no hicieron el envío de ningún material que pudiera ser expuesto.

Pero la agregada cultural de nuestra embajada en Israel, Anita Flaschner, es muy entusiasta, muy conocedora de los asuntos que trata y muy optimista en cuanto a resultados prácticos que podrían obtenerse si México participaba en tal evento, además de que la política de estar presente no ha de ser patrimonio tan sólo de los señores que hacen la guerra ni de los grandes barones de la industria sino también de quienes crean objetos en los que el mundo se ve reflejado, interpretado, creado otra vez.

Así que alquilamos un local para exhibir la producción editorial mexicana. Hicimos una solicitud oficial de ejemplares de nuestros volúmenes de arte para salvar así por lo menos, el primer obstáculo que se nos interponía: el del lenguaje diferente. Hablan un lenguaje universal las imágenes. Y la reproducción de los murales de Orozco, de Rivera, de Siqueiros, de los cuadros de Tamayo y aun de los dibujos de Cuevas y de los más representativos pintores de las actuales corrientes pictóricas mexicanas, bastaban con ser mostradas para ser gustadas y apreciadas por el público.

Ya desde el momento en que comenzamos a llenar los estantes con los ejemplares que recibimos apenas unas horas antes de la inauguración de la feria (no todos fueron tan afortunados como nosotros; hubo países de los que no pudo hacerse la exhibición porque el material o llegó tarde o no llegó nunca y sólo podía verse el espacio vacío y la frustración de los organizadores), la gente que estaba empeñada en las mismas tareas que nosotros se detenía primero con curiosidad y luego con interés ante el espectáculo que se le ofrecía: colores vívidos, hombres desgarrados por el sufrimiento, mujeres agonizantes, niños que contemplaban un mundo con sus enormes ojos de pobres.

Y no sólo eso. También el alarde de dominio técnico, de riqueza decorativa de la arquitectura barroca. Templos en los que el espacio había sido reducido a los límites de la gracia, de la materia vuelta ingrávida a fuerza de trabajo y de maestría, de la trayectoria instantánea de la pupila. Más atrás, las enormes moles de piedra en las que apenas se insinúe el trazo de una ceja, de unos labios, de un adorno que tiene que haber sido ritual. La greca minuciosa y obsesiva: el alfabeto, intraducible aún, de los mayas.

¿Qué pueblo es este que se mira así, que se refleja así, que se sitúa así en el mundo? Que ha transitado del hieratismo sacro a la movilidad un poco burlona de quienes ya saben que la esfinge no guarda ningún secreto. Que todavía no alcanza el punto en el que se equilibran los contrarios, el punto en el que una afirmación no se traduce inmediatamente en un aniquilamiento, el punto en que se concilia lo que antes se excluía y se resuelve la contradicción en una síntesis. Opulentas, variadas nuestras imágenes. Y también las técnicas de que se sirvió el artista para plasmarlas.

Si en un principio no hubo más que piedra y una voluntad indomable de geometría; si después nos demoramos en la molicie de la madera, hoy tenemos aparatos mecánicos, máquinas para fotografiar: los rostros de ese México que tanto amó Bernice Kolko, que vivió en él muchas veces y que murió en él una doble muerte. Los que miraban la colocación de los volúmenes hacían preguntas a las que respondía Anita en su hebreo rápido, en su voluble francés, en inglés certero.

Y una pregunta era ocasión para otra y otra y otra más. No hubiera bastado siquiera una conferencia. Pero, ¿es que acaso somos, como se pensó durante siglos, un pueblo que no alcanza a expresarse con palabras? La omisión de los libros representativos de nuestra literatura habría sido imperdonable.

Aprovechemos que nuestro local estuvo junto al del Instituto Latinoamericano en el que se exponían obras de Borges, de Onetti, de Vargas Llosa, de García Márquez, abrimos ese abanico de autores nuestros que va desde la seriedad profunda de Yañez hasta la risa juvenil, despreocupada de José Agustín.

Desde luego, señoreaba a todos ese cacique nuestro que jamás cedió su lugar a ningún otro, Pedro Páramo. Y junto a él agonizaba Artemio Cruz, arquetipo de los hombres que hicieron la Revolución y que fueron hechos por la Revolución. Una figura de paja de Juan García Ponce, Salvador Elizondo susurrando desde su hipogeo secreto. Y dialogando sin cesar, los albañiles de Leñero. En la selección de estos libros tuvimos un criterio que poco tuvo que ver ni con la calidad de las obras ni con nuestras personales e irreductibles preferencias. Como todos salían de los anaqueles de nuestras propias bibliotecas, elegimos el volumen que estuviera menos maltratado, que tuviera menos aspecto de uso familiar. Eso nos hizo excluir algunos títulos que son indispensables pero que no eran como para lucirlos. Y también ensayos.

Sobre política, sobre historia nacional, sobre problemas latinoamericanos, sobre asuntos de actualidad. Paz, Fuentes, López Cámara, Víctor Flores Olea. En muy poco espacio logramos presentar un panorama de inquietudes intelectuales de nuestro país y de la actividad de nuestras prensas, así como de la pulcritud de su trabajo. El resultado sobrepasó en mucho de lo que esperábamos. Cuando el público tuvo acceso a la muestra no hubo quien no se detuviera a mirar lo que nos representaba. Y había quienes querían allí mismo llevarse lo que más habría cautivado su interés o fascinado su imaginación.

Nada estaba a la venta. Pero en el balance final nos frotábamos las manos de gusto porque se nos solicitó la distribución exclusiva en Israel de las publicaciones de cinco de nuestras firmas editoriales. Estábamos sirviendo de intermediarios para ellas. Ojalá que pronto las veamos en los escaparates de la librerías de este país.


Excélsior, 30 de abril de 1971, pp. 7A, 9A.


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