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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

HISTORIA DE UNA MUJER REBELDE: DE NORA, DE IBSEN, AL PRESENTE (1965)

Cuando Ibsen, en el siglo XIX, construyó su Casa de muñecas fue para que pudiera abandonarla Nora, la primera mujer en la historia literaria que se emancipa del domino conyugal impulsada no por la pasión adúltera, sino por la aspiración de la dignidad.

En Europa la mujer rebelde ya no sólo no es una novedad sino incluso una especie biológica que comienza a extinguirse. ¿Contra qué podría rebelarse si se encuentra en una situación de igualdad social, económica y política? En la América sajona más que la igualdad habría que hablar de hegemonía o de privilegio. Pero en la América hispana, continente que aún se encuentra, como decía el conde de Keyserling, en el tercer día de la creación, la figura de la mujer que pugna por liberarse de las tenazas “fuertes y a la vez dulces del patriarcado” (como la calificara Alfonsina Storni, una de las víctimas de este sistema) apenas comienza a dibujarse.

Hasta ahora no tenemos sino el testimonio de sus frustraciones, de sus fracasos, de sus retiradas estratégicas. Desde la Ifigenia de la venezolana Teresa de la Parra, un personaje tan sensible y tan compasivo que no se atreve a desafiar ninguna de las consignas recibidas como si fueran los dones de la infancia, ninguno de los prejuicios inculcados por la educación, ninguno de los fantasmas elaborados por el miedo, y que se inmola en el altar de sus mayores hasta La mujer domada de nuestro Mariano Azuela, en la que la naturaleza biológica acaba por acallar, con su voz —que es la verdadera— todas las otras que cuchichean palabras sin sentido. Asimismo La virgen fuerte de la también mexicana María Luisa Ocampo —cuya fuerza reside en su virginidad, como en mitos más primitivos— pero que se desvanece ante el asalto avasallador no de los sentidos sino de los sentimientos. Y, por fin, hasta La brecha de Mercedes Valdivieso, libro en el que se nos narra la odisea de un divorcio, hazaña que, por lo visto, aún es memorable en Chile.

La protagonista de la novela recurre al divorcio como a un expediente para solucionar un problema privado que le afecta a ella pero de una manera muy peculiar. Junto con su pareja ha constituido un matrimonio perfecto según las normas de la moral y de las costumbres burguesas. La esposa no tiene por qué quejarse del marido, que le da todo lo que se espera que le dé: dinero suficiente, el débito de la carne que diría San Pablo, el respaldo de un apellido ilustre y de una posición social de un nivel elevado, hijos. Y sin embargo la esposa es desdichada de un modo que no podría definir porque no alcanza, con su reflexión, el nivel de la conciencia ni formula sus estados de ánimo en conceptos claros y distintos. Padece un malestar difuso, que no se localiza en ningún punto determinado, pero que tiñe el horizonte entero, que envilece la atmósfera hasta volverla irrespirable.

Este malestar acaba por convertirse en irritación contra el marido, no por lo que el marido es, sino porque encara el matrimonio, una institución tan sólida, tan rígida. Dentro de esta institución, dice Mercedes Valdivieso, la mujer no es sino un objeto que sirve de soporte a una serie de valores que la sociedad venera: el honor, la fidelidad, la abnegación, el sacrificio. Son exigencias desmesuradas las que se le imponen a un sexo considerado como tradicionalmente débil. Entonces hay que obrar con un criterio realista. Cuando el objeto no cumple bien las funciones para las que ha sido destinado, no se le desecha. Al contrario, se le protege de la mirada ajena y del juicio de los demás con el espeso manto de las apariencias.

La protagonista de la brecha se somete, al principio, a esta ocultación, pero la hipocresía le repugna y se decide a ostentar abierta y decididamente, su inconformidad. De inmediato se forma en torno suyo un clima de hostilidad, de amenaza. Si persiste en su actitud, se le advierte, será despojada de todo lo que posee. Pero como no parece ni asustarse ni retroceder se toca otro resorte: el de los corazones que destroza, el de las confianzas que traiciona, el de las tradiciones que interrumpe. La rebelde se muestra inconmovible y entonces la familia no tiene más remedio que reconocer que está en su derecho de hacer la voluntad, de solicitar la anulación de un vínculo viciado en sus orígenes.

Las autoridades competentes le conceden la anulación y la mujer queda libre. ¿Para qué? ¿Para entregarse a una pasión devoradora? ¿Para hundirse en la depravación y el abandono? ¿Para responder afirmativamente a la primera proposición de aventura? Los espectadores la observan, como se observa en el circo a quien por primera vez va a caminar, sin red y a muchos metros de altura, sobre la cuerda floja. Sería lamentable que cayera y se destrozara pero sería lógico. Y quien se arriesga a una proeza semejante sabe de antemano que la caída y la destrucción son las más seguras de sus alternativas.

Pero esta vez los apostadores profesionales pierden. A pesar de sus desfallecimientos internos, de su temor al porvenir, de su soledad absoluta, esta mujer hace uso de su libertad para valerse por sí misma. Para trabajar, alguien que nadie se preocupó por enseñarle; para ganarse la vida, algo que se califica como denigrante; para velar por la educación de su hijo, tarea que sus congéneres delegan en mujeres aun menos capacitadas que ella para cumplirlas; en suma, para responsabilizarse de una situación, para asumir una vocación de plenitud y para cumplirla.

Cuando se leen estas páginas, se pregunta uno, con indignación, cómo es posible que a estas fechas, cuando el hombre civilizado traspasa las barreras del cosmos, la mujer se afane aún por traspasar el umbral doméstico, porque únicamente más allá de él puede tener acceso a una partícula de autonomía, a una migaja de determinación propia y de independencia, a una brizna de dignidad.

Pero un destino como el que la protagonista de La brecha se propone, no se acepta sino desde la base de una convicción: la de que la sociedad es una sociedad organizada injustamente, deleznable y cuya estructura debe ser examinada y, si es preciso, transformada.

Porque ni la libertad ni la dignidad ni ninguno de los atributos humanos son asunto privado. Disfrutamos de ella todos y, en mayor o menor grado, en todos los sectores de nuestra vida, o nos está vedada en la misma proporción en que a un obrero se la limita la miseria y a un campesino la ignorancia y a un latifundista o a un miembro de la iniciativa privada los compromisos de clase y a un político los intereses de partido.

Nadie se salva solo, ha dicho Sartre. Y el día en que queramos encontrar una mujer auténticamente respetable será porque no existan los factores que impiden su surgimiento: el tirano y el pueblo oprimido, el opulento y el que nada posee, el verdugo y la víctima. Cuando ellos también se hayan convertido en hombres auténticamente respetables.


Excélsior, 23 de octubre de 1965, pp. 6A, 9A.


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