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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

IMPERATIVO MEXICANO: EVOLUCIONAR PARA SER FECUNDO (1971)

Por Rosario Castellanos

Tel Aviv.—Si usted lee los artículos que continúo enviando a Excélsior se habrá dado cuenta de que no vine a Israel (entre otras cosas) a descubrir el Mediterráneo. Lo que en mi caso, al menos por razones geográficas, se justifica, se entiende y quizás hasta se perdone. Pero ahora que recibo la prensa mexicana con regularidad y casi con oportunidad me doy cuenta de que este descubrimiento podía yo haberlo hecho inclusive si yo hubiera seguido viviendo en México, donde ya se barruntaban algunos signos de ciertas inminencias que ahora se robustecen y confirman.

Por ejemplo, yo recuerdo (si la memoria no me es infiel) que antes de partir de aquellas tierras ya comenzaba a rumorearse que existía algo misterioso a lo que se le daba el nombre de sexo. Todos aludían a él con ese aire de entendidos con que se oculta la más profunda y completa de las ignorancias. Pero por lo que pude colegir cuando alguien soltaba esta palabra en medio de una conversación como quien suelta (o arroja, mejor dicho) un petardo en una ceremonia cívica, se trataba de un hecho para cuya realización se precisaba una enorme cantidad de audacia. Para aventurarse en esta tierra incógnita era preciso poseer un espíritu de pionero que no se arredraba ante lo insólito de las situaciones que podían presentársele y que era capaz de improvisar una respuesta adecuada a los estímulos que iba a recibir.

No, había que tener mucho cuidado y no confundir el sexo con ese “humilde menester privado” como le llama Simone de Beauvoir al acto con el que nuestros padres nos engendraron. Ellos no eran más que instrumentos al través de los cuales la especie se perpetuaba. No, el sexo es un asunto completamente diferente. Una especie de éxtasis místico al que tienen acceso unos cuantos iniciados.

Pero aquí, como en todo, había simuladores. ¿Cuántas de las mujeres que proclamaban —con su ropa, con su vocabulario, con su comportamiento público— la licencia de sus costumbres no resultaban, a la hora de la hora, recatadas y castas? ¿Cuántos de los hombres que alardeaban de sus hazañas, si en el terreno de lo prohibido, no eran normales; si en el terreno de lo normal no eran fieles; si en el terreno de la fidelidad no eran tímidos; si en el terreno de la timidez no preferían, de veras, el estudio de las temáticas a la más inofensiva de las aventuras?

Había que desconfiar de las apariencias. Los meros meros eran unos cuantos y entre esos cuantos, siempre (¡qué casualidad!) nuestro interlocutor. Y, celosos de su privilegio y de su monopolio, no permitían que el secreto trascendiera. Aunque no pudo evitarse que olfatearan algo (oh, desde muy lejos, desde luego) los productores cinematográficos mexicanos. Esto es lo que explica que se hayan filmado algunas películas en las que el desenfreno llegaba hasta Acapulco.

Protestaron, como es natural, las ligas de la decencia y las sociedades protectoras de animales; pero algo de lo filtrado ya no pudo rescatarse y fue esto: que el sexo era de la competencia, más bien, de los jóvenes. La momiza no tenía ni el consuelo de recordarlo porque no lo había conocido jamás.

Pero (otra vez las distinciones sutiles) tampoco bastaba ser joven. Si se era un joven se profesaba la peregrina creencia de que el sexo era un equivalente a un viaje a Disneylandia, a un pastel de quince años, a la serenata del balcón de la noviecita santa, a la cita en la nevería de la esquina, a la declamación de algún soneto de Efrén Rebolledo. Ahora bien, si se era un joven que estaba en la onda se sabía que el sexo y la discoteca eran sinónimos y que no había nada más afrodisiaco que el baño, las peluquerías y la ropa común y corriente.

El sexo era también la estupefacción causada por la mota, el balbuceo repetitivo de ciertas palabras que tenían la función de un talismán que ahuyenta de los malos y buenos pensamientos para dejar la mente en blanco, disponible para la revelación de una gran verdad: la de que el Mediterráneo, que nunca había estado allí, acaba de ser, no sólo descubierto sino algo más, inventado, señalado con el dedo, no formulado jamás por medio del lenguaje porque (como toda gran verdad) ésta es inefable.

Se hizo público, pues, de una manera o de otra, que existían también los jóvenes. Pero las cosas han evolucionado hasta un punto que (según me entero ahora por los diarios mexicanos) ya se dictan conferencias acerca de la juventud. Conferencias en las que sesudos especialistas la definen como una etapa de la vida que se caracteriza por ciertos rasgos anatómicos y fisiológicos, por ciertas conductas en relación al medio ambiente, por ciertas actitudes desafiantes de afirmación.

Sobre si esta etapa es transitoria o no todavía se delibera pero aún no se concluye nada. Lo que sí se recomienda, por lo pronto, es paciencia, comprensión, tolerancia. Se recomienda a los adultos, obviamente. A los pobres adultos que se pasaron la vida chiflando en la loma, que no entendieron de la misa la media, que no dieron una jamás y que ahora tienen que pagar el precio de sus errores a la parte agraviada, que se ha erigido en juez y en verdugo y que a las solicitudes de clemencia responde más que con aquella frase del rey bárbaro: ¡ay de los vencidos!

Así pues, existen los jóvenes y ante ellos, dueños y detentadores del sexo, todo hombre mayor de treinta años ha de golpearse el pecho en señal de arrepentimiento y reconocimiento de culpa. Con lo que no logrará, de ninguna manera, aplacar la ira de los tribunales inapelables e innumerables ante los que comparece diariamente. La ira que es un estado de ánimo propio de la juventud y que se manifiesta de tantas maneras que acaba por crear un clima de violencia que es en el que todos “nos movemos, respiramos y somos”.

¿Cuándo cosa igual en México, paraíso sin serpiente? Un paraíso que cada quien sitúa en la época que quiere —don Porfirio, el mundo prehispánico, la Colonia— y una serpiente que se identifica con quienes destruyeron el hermoso arreglo floral que era la vida en el pasado.

Durante largas épocas pudimos adormecernos en la ilusión de que estábamos al margen de la historia y que sus leyes se eximían de cumplirse en nosotros. Non fecit taliter… declaraba el guadalupano. País sui generis, el inflado tribuno revolucionario. Pero los latines prueban su ineficacia ante la avalancha que viene y nos envuelve y nos incorpora al pulso —cada vez más uniforme— con que laten las demás naciones del globo, traspasadas por los dolores del parto. Si queremos ser fecundos demos paso a lo que viene.


Excélsior, 19 de octubre de 1971, pp. 7A, 8A.


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