INDAGACIÓN SOBRE EL SER NACIONAL: LA TRISTEZA DEL MEXICANO (1971)
- Rosario Castellanos Figueroa
- 9 jun
- 5 Min. de lectura
Una amiga mía ─puedo considerarla así puesto que nos hemos comunicado ya varias veces por escrito─, Ana F. Aguilar, me escribe incitándome a que insista sobre un tema que he tocado con frecuencia aunque siempre sin pasar de la superficie y que ella expresa así:
¿dónde está el origen de nuestra falla como pueblo?¿Por qué nuestra apatía, nuestros múltiples complejos negativos, la ausencia absoluta de un espíritu en todos los niveles, la carencia de una mística nacional contra un lastimoso exceso de patrioterismo?
Octavio Paz ha escrito cosas muy lindas e interesantes sobre el mexicano y su máscara, la nada de nuestra realidad ontológica y el haz de jeroglíficos que implica nuestra actitud hacia la vida. Ahora le toca a usted. Cuando pueda….
El problema no es la oportunidad sino la capacidad. ¿Puedo? ¿He reflexionado lo bastante en torno a este asunto; me lo he propuesto como el término de una investigación rigurosa? En realidad no. He percibido, a veces, iluminaciones fugaces; me he sentido golpeada por fenómenos excesivamente frecuentes como para no acabar por preguntarme si no están regidos por una ley. Pero, desde luego no he empleado ni mi tiempo ni mi atención en el desentrañamiento ni en la formulación de la ley.
Pero como el asunto me inquieta vamos a intentar, entre Ana y yo (ella no es sólo mi corresponsal, sino en este caso concreto mi co-responsable), de ninguna manera, agotarlo. Quizá ni plantearlo con precisión. Pero al menos poner en crisis una serie de lugares comunes que lo encubren y los vuelven aún más ininteligible de lo que ya, de por sí, es.
Por lo pronto, vamos a mandar al diablo ese dogma tan socorrido como falso (pero, ay, tan satisfactorio para nuestra vanidad) de que somos peculiares y únicos. Ya en las palabras iniciales de Ana ─ “¿dónde queda el origen de nuestra falla como pueblo?”─encuentro una similitud casi literal con la frase que sirve de leit motiv a la novela del peruano Vargas Llosa, Conversaciones en la Catedral. Lo que indica que, por los menos, los países hispanoamericanos todavía no hemos llegado a conocer ni reconocer nuestra identidad y que andamos en su búsqueda desde el momento en que, más o menos, pudimos considerarnos mayores de edad, hasta ahora. Y que hemos empleado métodos muy diversos ─filosóficos, psicológicos, líricos─ y que hemos tenido como recompensa algunos hallazgos cuya validez es siempre rectificable.
Pero yo olfateo en todos estos enfoques no tanto la necesidad de alcanzar el conocimiento puro sino otro afán más turbio y más inmediato: el de justificarnos. Y lo logramos con tal éxito que cuando descubrimos nuestros defectos lo hacemos con una complacencia tan exagerada que, quien nos contemplara con el punto de vista de Sirio, creería que estamos hablando de nuestras cualidades.
El mecanismo es muy simple: aserción de un hecho, explicación de este hecho gracias a los mitos prehispánicos, a la historia colonial, a los turbulentos años del principio de nuestra época independiente, a la paz porfiriana y a la gesta revolucionaria. Y, por último, señalamientos de lo que ese hecho tiene de estético, mérito que no es deleznable para nuestra sensibilidad.
Vamos a poner el ejemplo: el mexicano es triste. ¿Por qué es triste? Porque Tezcatlipoca puso de vuelta y media a Quetzalcóatl; porque el indio escuchó “el sollozar de sus mitologías”; porque la Malinche traicionó a su raza; porque Cortés lloró bajo el árbol de la noche triste que en su nombre lleva ya nuestra característica; porque la Conquista se hizo con lujo de fuerza y crueldad y no como se hacen todas las conquistas que es a base de convencimiento; porque nunca aprendimos a hablar bien español, lengua ultramarina si las hay, y así cuando queremos escribir una obra maestra no nos sale porque tenemos que andar, ¡todavía!, a cachetadas con las palabras; porque los encomendamos a trabajar todo el día y a rezar todas las noches el rosario; porque los virreyes eran inaccesibles y los amanuenses corrompidos; porque Iturbide se coronó emperador; porque Santa Anna perdía una pata y metía la otra; porque no hubo parque y por eso están aquí; porque Maximiliano era tan guapo que, aunque nos lo enseñen desde la primaria como el villano de la película, no podemos por menos de enamorarnos un poco de él y de llorar su triste fin cuando lo vemos rememorado en la televisión; porque Juárez no debió de morir, pero se murió porque entre el ser o deber ser existe un abismo insondable; porque bailamos con don Porfirio y no se nos olvida; porque nos terciamos el rebozo de la Adelita y echamos bala con Pancho Villa y desorejamos cristeros y luego todo se metamorfoseó en un barrio residencial en el Distrito Federal porque… no, ya no. Hemos llegado demasiado lejos. Es decir, demasiado cerca.
Si sumamos esta serie de factores tenemos como resultado que somos tristes y que como, además, estamos tristes, no damos una. ¿Cómo vamos a exigirle a un melancólico señor que trabaje eficazmente, que asuma con responsabilidad sus obligaciones familiares y sociales; que maneje con prudencia el escaso dinero que gane; que se divierta con templanza; que estudie con atención; que se dé cuenta de la existencia de los otros?
Ya bastante hace con reptar hasta una oficina cualquiera y marcar su tarjeta de entrada y de salida. Bastante hace, en el intervalo, con despedir ásperamente a los solicitantes o trazar jeroglíficos en una hoja de papel. Bastante hace cuando habla, con hablar como Cantinflas, enhebrando una serie de incoherencias e insensateces pues al cabo nadie lo está oyendo nunca. Bastante hace con adquirir un diploma cualquiera y ponerlo de adorno en la sala. Bastante, demasiado, con haber impedido ─hasta ahora─ la extinción de la especie humana en nuestro territorio.
Pero la tristeza, ¿no lo sabía usted?, proporciona un aire de distinción a quien lo porta que lo vuelve elegante. Sí, porque estar triste, en el fondo, no es sino darse cuenta de que esta vida, como dice la canción, no nos merece. Que estamos muy por encima de todas las pequeñas miserias cotidianas porque lo que ocurre ¡es que somos superiores!
En el momento en que decidimos interpretarnos así es cuando nos hundimos. Y no saldremos a flote mientras nos tengamos tanta admiración enmascarada detrás del dengue de la lástima. O desenmascarada en el “¿y qué?, ¿y qué?” del desplante irracional y bravío.
Creo que, en el nivel que padecemos, el problema es moral, pero en sus principios es intelectual. Cuando nos atrevamos a conocernos y a calificarnos con el adjetivo exacto y a arrostrar todas las implicaciones que conlleva, cuando nos aceptemos, no como una imagen predestinada sino como una realidad perfectible, estaremos comenzando a nacer.
Excélsior, 30 de enero de 1971, pp. 6A, 8A.
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