KUALA LUMPUR y… LOS ESTADOS UNIDOS: MATRIACADOS ESTABLES (1965)
- Rosario Castellanos Figueroa
- 2 nov 2024
- 5 Min. de lectura
Oriana Fallaci, esa mujercita impertinente que se ha plantado ante los grandes de la Tierra para observar las verrugas de su nariz o para preguntarles de qué pie cojean (quiero decir que es una periodista brillante y que se ha especializado en entrevistar a los personajes más relevantes en los más diversos campos de la actividad humana), aceptó cierto día la encomienda de su jefe y se dispuso a hacer un reportaje sobre las condiciones de vida de las mujeres en el mundo.
El resultado es un libro —El sexo inútil— en el que, sin profundizar en las causas ni aconsejar remedios, describe más que las tentativas de equilibrio que se han intentado para la convivencia de las dos mitades de la humanidad, las formas de desequilibrio que se lograron.
Para una europea —Oriana Fallaci es italiana — tiene que producir estupefacciones el encuentro con las prácticas orientales que Pierre Loti y sus seguidores pretendieron idealizar. El harén en el que se mantiene a las mujeres segregadas del mundo; el velo que cubre el rostro que no ha de ser contemplado sino por el amo y señor; la cuerda floja en la que se bambolean durante su vida entera y de la que caerán a estrellarse, únicamente con que se repitan tres veces las palabras rituales del repudio; la intraducibilidad literal de ciertos términos occidentales (amor, por ejemplo, lo convierte el intérprete en abundancia de hijos para ser comprendido por la interlocutora); todos estos elementos, en fin, de clausura y sujeción no nos sorprenden demasiado. Constituyen lugares más o menos comunes de nuestros conocimientos, lo mismo que los pies vendados de las chinas para evitar su crecimiento o que el estricto régimen y ejercicio a que son sometidas las geishas para dominar las artes gracias a las cuales se agrada al varón.
Cualquier conformista se frotaría las manos al suponer, tras estas variaciones, a fin de cuentas monótonas, sobre el tema de la inferioridad de la mujer, la manifestación de una de las leyes inmutables de la naturaleza. Pero antes de que acabe de cumplirse este gesto del que se satisface con el orden y las jerarquías, salta Oriana Fallaci a contarnos sus impresiones en Malaca, más concretamente en Kuala Lumpur, donde las relaciones familiares se rigen bajo el sistema del matriarcado.
Ellas, nos dice la reportera, son las que poseen la tierra, no los hombres, y la transmiten de madres a hijas como si los varones no existieran. Se casan con un solo hombre y le son fieles; pero no toman su apellido ni se lo dan a sus hijos. No viven con el esposo; después del matrimonio, salvo acuerdos especiales entre suegra y nuera, que pertenecen siempre a dos tribus diversas, los hombres continúan viviendo con su madre y los hijos no reconocen más autoridad que la materna.
Después de las peripecias indispensables para cruzar una selva en el trópico, Oriana llega a una casa de madera negra, con el techo de hojas de palma y paja de arroz, erigida sobre estacas a varios metros del suelo, como precaución contra las fieras y las inundaciones. El interior era amplio y pulcro y estaba alfombrado con esteras de palma. Sobre una de las esteras se veía un gramófono de mano y sobre otra una máquina de coser.
Para explicar la presencia de estos adminículos tan incoherentes en un medio tan primitivo, se adelanta Jumila, que es la más joven de las matriarcas:
—Es la dote de mi marido. Lo trajo cuando me casé con él.
Pero, ay, aquí habrá que recordar aquel melancólico verso de nuestro González Martínez: “siempre, siempre, más constantes que el hombre, las cosas”. Porque el gramófono y la máquina de coser permanecen pero el marido ha tenido que ser devuelto a la madre. ¿Los motivos?
—No tenía ganas de trabajar ni estaba dispuesto a recoger caucho que es un oficio ligero. No sabía talar un árbol, ni cortar leña, ni cocer el arroz. Con que lo he despedido. Ya es hora de que los hombres aprendan a valerse por sí mismos. Los tiempos han cambiado.
El asombro de Oriana no es comparable al que se produce entre las matriarcas cuando les habla de las costumbres europeas. Vaya y pase que el cabeza de familia sea el padre y que sea su apellido el que se transmita y no el de la progenitora. Pero que además de eso (que en última instancia no es sino una fórmula) sea él el que mande y la mujer que obedezca ya no se puede creer.
“En ese momento una estentórea carcajada resonó en la cabaña. Las matriarcas reían como si yo hubiera contado el mejor chiste del año.”
Después de los transportes de hilaridad, la más anciana reflexiona y pregunta.
—Entre ustedes ¿quién pide en matrimonio al reposo? ¿Es que una mujer no puede elegir a un hombre? ¿No es ella la que lo seduce en el bosque? ¿No es ella la que mantiene el hogar?
Las respuestas son negativas y la anciana encuentra en estas costumbres una transgresión a lo sagrado. Porque
cuando la Tierra no se llamaba Tierra sino ombligo del mundo y el cielo no se llamaba cielo sino sombrilla de la Tierra, entonces el hombre era esclavo y la mujer dueña. Después la Tierra se llamó Tierra y el cielo se llamó cielo y la mujer hizo del hombre un ser igual a ella. Pero la tierra pertenece a la mujer: como los hijos y la dote que el hombre le aporte.
Oriana Fallaci abandona aquel reducto salvaje y sigue errando por el mundo sin encontrar nada semejante hasta que llega… a los Estados Unidos de América. Allí las tres cuartas partes del poderío económico se halla en manos de las mujeres que poseen el 75 por ciento de las acciones de las grandes sociedades, de las pólizas de seguro, de las libretas de ahorro. En el aspecto político desde 1958 se sabe que hay cuatro millones y medio más de votos de mujeres que de hombres. Y si hablamos de la vida cultural tendremos que decir que la enseñanza escolar (en sus tres cuartas partes), las galerías de arte en un 84 por ciento, los teatros en un 73 por ciento, el cine y la televisión en un 58 por ciento son propiedad de mujeres. Tales hechos se reflejan en una serie de ventajas plasmadas en leyes: una muchacha puede demandar a su ex novio por faltar a la promesa matrimonial; pero el ex novio no puede demandarla por la misma causa. Puede exigir su manutención después del divorcio, pero esta exigencia no es recíproca.
La diferencia entre un matriarcado y otro no reside únicamente en grado de desarrollo de las comunidades en que se da sino es la manera en que las mujeres lo asumen. Las primitivas con una naturalidad perfecta que las hace dichosas. Las sofisticadas con una mezcla contradictoria de sentimientos (pretenden, simultáneamente, ser autoritarias y autosuficientes y también humildes y sumisas), entre los cuales el de la culpa no es menor. Frustradas, insatisfechas, buscan —al través del mundo entero— algo con qué engañar su soledad.
Excélsior, 27 de noviembre de 1965, pp. 6A, 9A.
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