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  • Foto del escritorRosario Castellanos Figueroa

LA DEGENERACIÓN DE LENGUAJE* (Conferencia,1969)

En primer lugar, quiero ofrecerles disculpas por encontrarme aquí, en proceso de dictar una conferencia, entre persona especializadas en pedagogía y en idioma español. No es esta mi especialidad, ustedes lo saben. Tengo unas nociones bastante vagas de disciplinas que ustedes dominan, y a las que están dedicados; por lo tanto, mi exposición va a reducirse en referir una serie de contactos que he tenido con el idioma, unos contactos bastante “líricos”, en el sentido que a veces da el pueblo a esta palabra, de algo “no técnico”. Y con un conjunto de experiencias y de observaciones que desde luego no están sistematizadas en forma de ensayo, en un plano del que se pudiera obtener no sólo las conclusiones que se derivan de esta clase de experiencias o a las observaciones a que me refería, sino que tampoco se propone prácticamente ningún remedio.

De lo que voy a hablar aquí es de algo que he experimentado en carne propia, en libros ajenos, en toda clase de conversaciones, etcétera, que es la degeneración del lenguaje.

Ahora, como no creo que éste sea un fenómeno que se haya producido en los últimos momentos, sino que es el resultado de toda una manera de vivir y practicar el español, vamos a ver de qué modo puedo transmitirles lo que he visto y he podido más o menos apuntar.

Recuerdo una frase de Larra: “Una larga costumbre de callar, entorpece la lengua”. Nosotros, por las condiciones peculiares de nuestra historia, hemos tenido una larga costumbre de callar, esa larga costumbre la han mantenido desde luego los que fueron vencidos por la Conquista, los que fueron sometidos al dominio español, y que no sólo olvidaron su lengua, sino que degeneró precisamente por ese olvido, por la falta de uso, que tampoco tuvieron acceso al idioma que les proponían los nuevos dominadores. El silencio, pues, es el de los sometidos, es el silencio de los conquistados, el silencio de la gran mayoría de los que poblaban lo que era el virreinato de la Nueva España, y este silencio se ha prolongado a lo largo de toda nuestra historia, y se ha roto a veces, con unos gritos estentóreos, pero muy poco significativos.

Ahora bien, si consideramos el asunto así, nos damos cuenta de algo muy evidente quizá para quienes hayan vivido en zonas indígenas, mucho más que para quienes viven en zonas puramente mestizas; nos damos cuenta de que el español es un privilegio, un privilegio que usan y que poseen con plenitud únicamente las clases altas, las clases pudientes desde el punto de vista económico y las que pueden tener cierto acceso a la cultura; estas clases usan el español; pero en el momento en que lo convierten en un vehículo de expresión, en un instrumento para manifestar su manera de pensar, de sentir, de ordenar, fundamentalmente –porque después de todo constituyen la clase privilegiada− descubren que el español es una lengua ajena, que es una lengua que no poseen, que ha sido creada por hombres de otros antecedentes históricos muy distintos a los nuestros, de unas circunstancias que tampoco pueden ser paralelas a aquellas en las cuales nosotros nos desarrollamos y vivimos, y de un temperamento con el que tenemos pocas afinidades. Es una lengua, el español, que, se ha dicho y así lo quiere la tradición, se ha hecho para hablar con Dios; ahora, como Dios está lejos generalmente, se habla con él a gritos.

Entonces nosotros tenemos esta lengua allí, a nuestra disposición, y resulta que no sabemos cómo usarla, resulta que no sabemos cómo convertirla en un vehículo adecuado para lo que queremos decir. Generalmente, cambiamos una serie de elementos exteriores, para que nos resulte un poco más útil a nuestros propósitos; es decir, cambiamos la palabra en su diminutivo para quitarle así aspereza, para disminuirle la posibilidad de agresión que tenga y que no sabemos hasta qué punto puede herir a nuestro interlocutor; es decir, usamos esto en el lenguaje coloquial; en el lenguaje hablado usamos un idioma con pinzas.

A este respecto quisiera contar a ustedes una anécdota, que se me ha quedado muy grabada, porque creo que es muy significativa: Hace tiempo, hice un viaje a España, y conocí entre otras ciudades, Burgos. Entonces, en una caminata a pie por las afueras de la ciudad, nos encontramos con un hombre que arreaba los bueyes de una carreta, y dirigiéndose a ellos, para apresurarles la marcha, para mantener un poco la conversación (el español es muy adicto al monólogo) usaba un lenguaje de una riqueza, de una abundancia de vocabulario, que me dejó pasmada y me di cuenta hasta qué punto nosotros, los que profesionalmente nos dedicamos al cultivo del lenguaje y a su uso, estábamos absolutamente al margen de esta riqueza, porque aquéllas palabras que para este campesino, probablemente analfabeto, eran las más comunes y corrientes, las más accesibles, para un escritor hispanoamericano, en este caso vamos a hablar exclusivamente, de los mexicanos, eran palabras de día de fiesta, eran palabras que ya hubiéramos querido para un domingo ¿no?, en cambio, para él eran lo más normal.

Esto me hizo muy evidente la experiencia de la extrañeza del idioma, de lo ajeno que continúa siéndonos a pesar de los siglos que han transcurrido, desde ese momento en que se convierte en el lenguaje oficial hasta nuestros días.

Ahora bien, ¿Quiénes usan el español? Ya hemos dicho lo de la larga costumbre de callar, que es lo que corresponde al sometido, al pobre, al que carece de instrucción o al que definitivamente es monolingüe, en su propio dialecto regional. Los que usan el español, son élites intelectuales y el uso que les dan es precisamente aquél por el que se trata de subsanar las deficiencias que acabo de mencionar aquí; tratan de demostrar su virtuosismo, el dominio sobre el idioma, y esto coincide, por lo menos en la época de la Colonia, con el apogeo de la escuela barroca, lo que les permite precisamente un enorme campo de experimentación, en el terreno lingüístico; pero exageran lo barroco hasta sus últimas consecuencias. Recuerden aquella frase, ya que es un lugar común, de que en la época colonial abundaban más, en México, en la capital de la Nueva España, los poetas en el estiércol, ¿verdad?

Recuerden, además, cómo funcionaban, no vamos a decir cómo creaban, porque no se trataba de crear, sino de demostrar esta capacidad de dominio, estos poetas, haciendo unos versos que se podían leer tanto de derecha a izquierda, de arriba abajo, etcétera, es decir, se trata al idioma como un objeto puramente ornamental, y no como un vehículo de ideas, o como un recipiente de significaciones, sino meramente como un adorno con el que se podía demostrar la habilidad más completa en la medida en que ese adorno podía llegar a complicaciones últimas.

Esto se prolonga después de la época barroca a todos nuestros distintos momentos históricos, y creo que no ha desaparecido completamente este tipo de fenómeno, es decir, la consideración del idioma como puro ornato, como puro objeto que sirve para ser escuchado, pero no comprendido, para causar un placer meramente eufónico.

Pero hay otra clase que no es la pudiente, ni la que se dedica al cultivo del intelecto, pero que aspira a tener acceso al lenguaje, esta clase carece del instrumental que le permitiría el dominio en el que tan aptos fueron nuestros poetas, más abundantes que el estiércol, que les mencionaba. Y entonces, esta clase recurre a varios procedimientos o definitivamente a la copia de otros libros ya escritos, con el afán de “dejar escrito” algo que no es capaz de escribir, entonces, simplemente se copia y se da por propio.

A este respecto, quisiera hablar también de otra anécdota que me parece ilustrativa: fue en Chiapas, zona muy poblada de indígenas y en la que todavía el español es sumamente problemático. En un sitio, en mi pueblo, un señor decidió publicar un libro; no tenía la más mínima posibilidad de escribirlo, pero eso no le iba a impedir su publicación, escogió entre lo posible, y le pareció que estaba bien Azul, de Rubén Darío. Bueno, lo tomó, lo imprimió y le puso su propio nombre y lo repartió entre sus amistades. Las amistades muy instruidas al respecto, no se dieron cuenta naturalmente del “cambio” de autor. Leyeron el libro y les pareció que no estaba mal, aunque desde luego usaba un lenguaje un poco rebuscado; es decir, había palabras que no se sabía bien qué significaban. Ahora, recurrir al diccionario es verdaderamente ya un acto heroico, es decir, todo debe darse por intuición, entender es tener nada más un momento inspirado, iluminado, en el que todo se nos revela. Entonces, un lector que había quedado con un problema que no pudo resolver, ante una palabra, fue a preguntarle qué significa esta palabra al responsable de ella, ¿no?, la palabra era: poma; fue a preguntarlo y le dijo: “bueno, ¿por qué habla tanto de las pomas?, ¿qué es poma?” El señor, que nunca pensó que se iba a encontrar ante este tipo de problemas, se puso a pensar y le dijo: “Bueno, pues es algo así como arrebol”, otra palabra que tampoco conocían ni él, ni su interlocutor.

Ahora no sólo esto, que ya es un grado extremo que parece darse en todos los ámbitos hispanoamericanos, puesto que Borges lo menciona, si ustedes lo recuerdan.

En las crónicas de H. Bustos Domecq hay la de un señor que decide hacer su carrera literaria copiando ciertos libros que le parecen importantes y llega el momento en que evoluciona tanto, que copia incluso un libro de Cicerón, porque ya transita no sólo por el español, sino también por el latín, y su latín es perfecto. La crítica dice “y que latín, el de Cicerón”.

No puede siempre copiarse, ¿verdad? Se agota la bibliografía, es poco accesible, y entonces se imitan los modelos en boga, sin tener la menor noción. Esto fundamentalmente sucede en poesía; la prosa es un poco elusiva, la prosa está más cargada de conceptos, de significaciones, y entonces como que se procura no entrar en contacto con ella. En la poesía, en cambio, se ven una serie de modelos que están en boga y se copian los procedimientos estilísticos, y se repiten sin tener la menor noción, como les decía en un principio, del significado de las palabras.

Porque tampoco hemos transitado al hecho de saber que el lenguaje significa, sino que creemos, simplemente, que adorna, y que se oye bien, se oye muy bonito. Bueno, pero el vulgo, que es la última clase, la que ha guardado silencio a lo largo de todos los siglos y que está totalmente despojada de instrucción, tampoco puede comprender, y es natural, si no lo hacen ni la élite intelectual, ni la clase media, digamos, el vulgo menos aún; tampoco puede comprender la lengua como un vehículo para la comunicación de los conceptos o de las noticias, sino como eufonía y sonido puro.

Los invito a pensar en esto: ¿qué diferencia puede establecer, digamos, un hombre que durante toda su vida ha ido a la iglesia y ha escuchado una serie de palabras en latín, que para él es un idioma igualmente incomprensible que el español? La valoración de los idiomas está en razón directa de su incomprensibilidad, el latín es mucho más importante, puesto que se entiende menos que el español, que tampoco se entiende, pero, en fin, hay algunas palabras más o menos accesibles.

Y a este respecto voy a citarles otra anécdota de mi tierra, que parece que es inagotable en este renglón. Un candidato a gobernador conocía bien a la gente a la que iba a gobernar, inició su campaña política por las zonas cafetaleras, cacaoteras, en fin, ahí donde está la cultura, el cogollito de la cultura en Chiapas, ¿no? Entonces decidió hacer su campaña política y decir sus discursos en francés. Tuvo un éxito verdaderamente sensacional. El señor ganó, no porque fuera del PRI, sino porque habló en francés, porque éste era un idioma un poquito más comprensible que el español, no tanto como el latín, porque eso sí ya hubiera sido demasiado pedirle, pero sí más difícil que el español, y además sonaba tan bonito, es decir, era la pura música, ¿verdad?, sin ningún significado, con lo cual, pues, se evitaban el problema de sentirse más tarde decepcionados de las promesas no cumplidas. Nunca se supo qué prometió, ni cuál era su programa de gobierno.

Bueno, pero a fin de cuentas, el idioma de esta gente que tiene ese gusto por oír y no entender el español, ¿cómo lo usa? Acabo de tener una experiencia bastante traumática, que fue volver a ver una película de Cantinflas, el domingo pasado, por masoquismo, y entonces me di cuenta de cómo usa el lenguaje: ¿por qué Cantinflas ha tenido éxito? Porque Cantinflas ha sido el representante de toda esta clase baja nuestra, porque habla sin saber lo que dice, es exactamente lo que le sucede en general a la gente a la cual él representa, es decir, habla con un idioma que carece absolutamente de precisión, de exactitud, que está rodeado de un nimbo absolutamente vago, en el que no hay significadores, en el que no se señala nada determinado, en el que se suple toda esta falta de exactitud y de precisión con otra serie de elementos extraidiomáticos, con gestos, ademanes, miras intencionadas, cambios de entonación, en fin, con toda clase de posibilidades de expresarse, que no son la palabra misma.

Ahora bien, Cantinflas es el prototipo del peladito que usa el idioma así; pero no es el único, es decir no sólo el cómico, ni tampoco sólo el peladito, no, si se fijan bien, los locutores de radio no se pierden de vista precisamente por la pureza con que manejan el instrumento que les da fama, ni por la precisión, sino por la improvisación y el recurrir en un momento dado a cualquier palabra que se parezca a cualquier palabra que quiera decir algo semejante a lo que ellos no saben qué quiere decir, bueno, y ya estoy hablando como Cantinflas, para que vean cómo esto es contagioso, es un clima nacional.

Pero no nos quedemos aquí en el nivel de la palabra hablada, pues recuerden que las palabras vuelan y nadie se vuelve a acordar. No. También en el nivel de la palabra escrita. Si ustedes leen con cuidado el periódico, se darán cuenta de que la prisa del trabajo periodístico incita a recurrir a la primera palabra que se pone al alcance, no a la que uno en verdad necesita, no a la que significa lo que uno quiere decir, que también lo que uno no quiere decir está por verse, sino a la que estaba ahí cerca, a la que se oyó, a la que sonaba, artículo periodístico absolutamente incomprensible, muy misterioso, cargado de significados probablemente ocultos que no exigen una meditación el resto del día, ni una gran inquietud, porque no entendimos. Y no entendimos, pero porque no era posible entender.

Bueno, pero no sólo los periodistas, que además hacen mucha gala de que su don de lenguas es un don de la Divina Providencia, es decir que no lo han aprendido en ninguna parte, ni lo han estudiado, sino que nacieron con él, sino lo que es más grave, los estudiantes. Quienes han sido maestros –y son todos ustedes− y han leído pruebas escritas de los estudiantes, habrán tenido la preciosa experiencia de no saber nunca qué fue lo que uno preguntó, porque no sabe uno qué es lo que le están contestando; es más, los estudiantes de letras, en los altos grados, tienen este mismo tipo de defectos, es decir, la imprecisión, la vaguedad, la falta de exactitud, el no saber exactamente o con más o menos cierto olfato, cuál era la palabra adecuada para expresar lo que uno quería decir.

Y lo propio acontece con los profesionistas e incluso los profesionales de las letras. Al medio tono de que hablaba antes, es decir, a esta falta de grito, al medio tono mexicano, corresponden las medias palabras. Todos decimos elusivamente, no nos atrevemos a ir al grano, porque no sabemos exactamente qué pasaría si dijéramos con precisión lo que queremos decir. Es decir, no sabemos cómo contestaría o cómo se sentiría aludido el otro. Pero, hay, además de lo que ya observaba Octavio paz, que es esta serie de círculos de palabras-tabú, que se ensanchan, hay una palabra que nos sirve para insultar. Ésa no podemos usarla, la sustituimos por otra que se le parece formalmente, y que acaba por tener ya un contenido también insultante; dejamos de usarla, y usamos entonces otra, otra y otra, y llega el momento en que ya prácticamente la única posibilidad de expresarnos es el silencio, porque todas las demás palabras están cargadas de un contenido que es inefable, inefable por lo insultante, y no sólo las palabras, hasta los sonidos.

Recuerdo otra experiencia en España; nos habíamos citado unos amigos y yo en el café Gijón. Me dijeron: “vamos a vernos en el café Gijón”; pregunté: “¿en el café qué?”, entonces les dio pena, porque pensaron que era una grosería y dijeron: “Bueno… en el Hijón”. Es decir, intentaron quitarle lo que pudiera tener una punta para herir.

Claro que el lenguaje se convierte en otra cosa, que suena de otro modo, que se entona de otro modo y que se escogen palabras que no tienen nada que ver con las que se necesitaban. Contra esto, que es el clima general (y que además es el problema con el que nos enfrentamos todo el tiempo; es decir, no molestar, no levantar la voz, no decir palabra completa, mirar pidiendo disculpas, usar el diminutivo, etcétera), contra esto reacciona el escritor profesional, pasándose al otro extremo; es decir, en un plano literario se preocupa fundamentalmente por la forma, no tanto por lo que va a decir, sino por la corrección de lo que va a decir. Entonces, pierde de vista que el lenguaje es, después de todo, un vehículo para mostrar alguna cosa y lo único que quiere es que sea perfecto. ¿Perfecto para qué? En sí mismo no tiene perfección, debe ser perfecto en relación con aquello que se quiera transmitir, y así vemos cómo. Incluso en algunos grandes escritores, se desvirtúa el contenido de la obra por el afán de perfección formal que ha dominado y predominado sobre el escritor.

Quisiera citar a este respecto, por ejemplo, uno de nuestros mejores libros que, sin embargo, es una contradicción en los términos. Me refiero a El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán. Las escenas que narra ahí son de una violencia y una intensidad inauditas, y el lenguaje es, en cambio, de una tersura y una perfección que, desde todos los puntos de vista, no se corresponden. Nosotros advertimos difícilmente la violencia y la intensidad al través de esa tersura; es decir, no hay una correspondencia entre fondo y forma.

Por otro lado, en escritores más recientes, predomina también el afán de explorar las posibilidades lingüísticas, de enriquecer el vocabulario común y corriente, este vocabulario de que les decía que para nosotros es tan limitado y para un nativo de España es tan vasto, a pesar de que no se dedique a la tarea literaria. Las frecuentes visitas al cementerio, como llama Julio Cortázar al diccionario, para extraer de ahí una serie de vocablos que no son vivos para nosotros, puesto que no los usamos, son vocablos con corsé, ¿verdad? No son algo que se utilice en la vida cotidiana, sino que se trata de poner dentro de un texto literario para ver “si pega “ y se convierte en una palabra de uso común.

A este respecto es interesante mencionar, por ejemplo, una novela de Fernando del Paso, que se llama José Trigo. Es de una abundancia, de una riqueza verbal verdaderamente espeluznante. Ahora, uno tiene que leerla con el diccionario en la mano, ¿verdad?, para saber qué es lo que se señala a través de esas palabras, que para nosotros resultan muy raras. O se toma esta actitud, la del formalismo extremo, o se toma la contraria, en vista de que no se puede con la forma, en vista de que no logramos dominar este instrumento, pues se renuncia a pulirlo, se renuncia a que tenga cierta aptitud para lo que nos proponíamos. Y entonces nos dedicamos a transcribir al plano literario lo que es natural en el plano cotidiano, en el que nos comunicamos con los demás.

Por ejemplo, esto es muy evidente en los jóvenes escritores: tratan de dar categoría literaria a los modistos, a la jerga de un grupo de gentes que pertenecen a una profesión, a un trabajo, que habita en una colonia determinada de la ciudad, una zona geográfica, o simplemente que pertenecen a cierta generación.

Aquí, el lenguaje renuncia a su posibilidad de ser universalmente comprendido, cuando menos por las personas que hablan o usan ese lenguaje, y se vuelve una jerigonza específica que sólo funciona dentro de un nivel muy limitado de personas que comprenden lo que eso significa. Esta renuncia a pulir el instrumento, la forma, demuestra de todos modos que las palabras que se tratan de incorporar a la tradición literaria son insuficientes. Entonces se completa el material expresivo con vocablos de muy diverso origen al español y el escritor no se toma el trabajo de asimilar al genio de nuestro idioma. Este origen puede ser indígena; para ello está toda nuestra literatura costumbrista plagada de indigenismos; otros idiomas cuando ya se trata de literatura más sofisticada (novelas urbanas, etcétera), idiomas extranjeros, preferentemente el inglés, y, en menor medida ahora, el francés. La nueva novelística (los invito a leer, si aguantan más de tres páginas, lo muy, muy, “in”), que está prácticamente redactada no en español, ni en inglés, sino en una mezcla que se llama Spanglish. Esta mezcla traslada al español, cambiando desde luego la ortografía para que se pueda leer y pronunciar tal y como está escrito, sin ningún cambio, frases completas del inglés, y esto se alterna con frases incompletas del español y da un resultado bastante difícil de leer, y bastante poco productivo para la pureza del idioma que tratamos de que se convierta en algo expresivo.

Ahora bien, éste es un fenómeno que se remonta a los orígenes de nuestra historia como país mestizo, vemos cómo se ha manifestado a lo largo de los diversos momentos históricos que hemos atravesado y cómo ha llegado al último punto de la mezcla y del machihembramiento de dos idiomas que realmente tienen poco en común y que son el español y el inglés.

¿A qué se debe todo esto? Es decir, ¿cómo se podrá remediar? Creo que en el caso de la enseñanza del idioma, los que tienen la palabra son ustedes: yo no propondría en lo más mínimo, ningún tipo de teoría sobre cómo debe enseñarse el español, cuál es la mejor manera de despertar en el alumno el respeto a su lengua y hacerla no sólo comprensible, sino útil. Eso es asunto que les compete a ustedes, que conocen este tipo de problemas y que, además, lo resuelven cotidianamente en clase; pero creo que otra de las causas que hacen que la degeneración de la lengua se acentúe, es el predominio de los medios masivos de comunicación. Es decir, el locutor, el anunciante de televisión, el señor que habla en el cine, ¡en el cine mexicano! –en donde se habla un idioma rarísimo−, proponen giros, incorporan palabras que poco a poco permean la coincidencia del público hasta pasar a convertirse en algo que ya ni se discute, ni se pregunta cuál fue su origen y por qué el éxito de ese giro o de esa palabra.

Pero también hay otro motivo que me parece muy grave y que sería bueno que ustedes, que son los que trabajan con ese material, examinaran a ver de qué modo podría resolverse. El problema a que me refiero es de qué modo podría resolverse. El problema a que me refiero es de la rigidez del español, el de la pobreza de términos para transcribir sectores enteros de nuestra experiencia cotidiana. Por ejemplo, he visto el problema de los filósofos, que tratan no de hacer filosofía en español (como que esto es una contradicción en los términos), sino tratando de traducir los términos filosóficos de otros idiomas al español: no hay palabras equivalentes, hay una serie de aproximaciones, una serie de giros, de maneras de sugerir lo que el filósofo alemán o francés, que son los que principalmente se representan en estas corrientes, han dicho, y, en última instancia, acaban por usar el término que este señor usa en su lengua original, incrustándolo en el texto del español porque no hay la equivalencia posible.

El psicoanalista tampoco encuentra en el español el arsenal suficiente, satisfactorio, para poder expresar las doctrinas que han sido expresadas ya en otros idiomas. Entonces pasa del alemán, del francés, del inglés, o del latín, directamente al español, lo que quiere decir.

El científico, el técnico de cualquier rama que nosotros veamos, el cronista de deportes (las páginas de deportes de periódicos son verdaderamente sublimes: no se entiende una palabra, la mayor parte es inglés, pero ha sido por lo menos escrita a la española); y los que hacen, por ejemplo, cine, los técnicos del cine, no tienen otro idioma que el extranjero, más que el inglés, para poder expresar todos los problemas que les propone el oficio que desempeñan.

Ahora bien, esta aridez del español, esta falta de vocabulario hace indispensable, puesto que después de todo es algo que va a usarse, hace indispensable, o por lo menos comprensible, el hecho de que esté constantemente inundado por neologismos y por barbarismos y por palabras absolutamente distintas a nuestro modo de pensar, de sentir y de expresarnos. Los organismos encargados de vigilar la pureza del lenguaje operan con una cautela excesiva, y mientras esa cautela examina si la cosa es lícita o no es lícita, el tiempo pasa y la palabra se incorpora.

Entonces, creo que sería oportuno, o por lo menos que ayudaría un poco a preservar el genio del idioma, no cerrar de una manera tan completa, o no abrir de una manera tan lenta las puertas de este idioma nuestro a las novedades, porque la contaminación de todos modos va a producirse, sólo que se produce sin la vigilancia y sin el orden que puede ejercer sobre esta contaminación las Academias. Muchas gracias.


ICACH, segunda época, núms. 2-3 (20-21), junio-julio de 1970, pp. 85-95.


*Conferencia dicha en el Coloquio sobre la Enseñanza de la Lengua Española y la Literatura, del 20 al 25 de mayo de 1969, en la Universidad Nacional Autónoma de México, organizado por el Centro de Didáctica de la Dirección General del Profesorado. 


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